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Era permisible ataviarse para una cena privada con ropas menos austeras que la toga blanca y la túnica, en las que el único adorno era la franja roja; aquella túnica bordada, con largos pliegues superpuestos, era una ostentación de oro y púrpura. Afortunadamente no había leyes suntuarias en aquel momento que prohibiesen a un hombre ataviarse lo más lujosamente que quisiera. Sólo estaba la lex Licinia, que limitaba la cantidad de exquisiteces culinarias costosas a ofrecer en la mesa, pero nadie la cumplía. Además, mucho dudaba él de que la mesa de César estuviera atiborrada de sabrosos pescados y ostras.

Ni por un instante se le ocurrió a Cayo Mario buscar a su esposa antes de salir. Hacía años que la tenía olvidada, por no decir que jamás había pensado en ella. La boda había sido concertada durante la época asexuada de la niñez y había desembocado en un período asexuado del adulto que no siente amor ni afinidad tras veinticinco años sin hijos. Un hombre tan inclinado a lo militar y tan fisicamente activo como Cayo Mario, buscaba solaz sexual sólo cuando, en su necesidad, el azar le deparaba un encuentro con alguna mujer atractiva; y no había tenido muchos en su vida. Disfrutaba así, de vez en cuando, de una cana al aire con alguna mujer bonita que se hubiera sentido atraída por su persona (si estaba libre y dispuesta), con una doméstica o con alguna cautiva en las campañas.

Pero a su mujer, Grania, la tenía olvidada, aunque la tuviera a dos pasos, recordándole que desearía dormir con él lo bastante a menudo para concebir un hijo. Cohabitar con Grania era como hacer una marcha en medio de una espesa niebla; lo que se sentía era tan amorfo, que se transformaba subrepticiamente en algo igualmente indefinible, y lo más que uno sentía, a veces, era un cambio en la temperatura ambiente o zonas de mayor humedad en un sustrato generalmente viscoso. Cuando alcanzaba el orgasmo, si abría la boca era para bostezar.

No sentía la menor compasión por Grania ni trataba de comprenderla. Ella era sencillamente su esposa, su vieja gallina que nunca había lucido el plumaje de pollita, ni siquiera en su juventud. No tenía ni idea de lo que hacía con sus días y sus noches, ni le preocupaba. ¿Grania llevando una doble vida de licenciosa depravación? Si alguien se lo hubiera insinuado se habría echado a reír hasta llorar. Y con toda la razón, porque Grania era tan casta como aburrida. ¡Grania de Puteoli no era ninguna lasciva Cecilia Metela (la hermana de Dalmático y de Metelo y esposa de Lucio Licinio Lúculo)!

Sus minas de plata le habían servido para comprar aquella casa del Arx capitolino que daba a la zona del Campo de Marte que limitaba con las murallas servianas, el sector más caro de Roma; las minas de cobre le habían procurado los mármoles de colores que recubrían las columnas y los suelos; las minas de hierro le habían permitido pagar al mejor pintor mural de Roma para que rellenara los espacios entre las pilastras y los tabiques con escenas de cacerías de venados, jardines de flores y paisajes en trampantojo; sus participaciones encubiertas en diversas compañías importantes le habían servido para adquirir las estatuas y los bustos, las exóticas mesas de madera de cedro con pedestal de marfil e incrustaciones de oro, los divanes y sillas asimismo con incrustaciones doradas, las ricamente bordadas colgaduras y las puertas de bronce. El propio Himeto había proyectado el extenso jardín peristilo, prestando tan particular atención a la sutil combinación de aromas como de cromatismo floral, y el gran Dólico había trazado el gran estanque central con sus surtidores, peces, lirios, lotos y las soberbias esculturas a gran escala de tritones, nereidas, ninfas, delfines y serpientes marinas con bigotes.

A todo lo cual, hay que decirlo, Cayo Mario no daba la menor importancia. Era la ostentación obligada y nada más. El dormía en un catre de campaña en el cuarto más pequeño y sobrio de la casa, en el que las únicas colgaduras eran su espada envainada en una pared, su maloliente capa militar en la otra, y la única nota de color, la bandera vexillum, bastante mugrienta y ajada que su legión preferida le había regalado al finalizar la campaña de Hispania. ¡Eso era vida para un hombre! El único auténtico valor que el pretorado y el consulado tenían para Cayo Mario era el hecho de que ambos procuraban el mando militar de mayor rango. ¡Pero el consulado más que el pretorado! Y ahora sabía que ya nunca sería cónsul. No votarían a un hombre sin antepasados nobles, por muy rico que fuese.

Caminaba bajo la misma llovizna desapacible que habían sufrido el día anterior. La humedad lo invadía todo. No había reparado -cosa típica en él- en que llevaba una fortuna a cuestas; aunque había echado sobre su lujosa vestimenta su viejo sagum de campaña, una gruesa capa grasienta y hedionda que le resguardaba de los crueles vientos de los pasos alpinos y de aquellos chaparrones del Epiro que duraban un día entero. La clase de prenda propia de un militar. Su hedor le penetraba en la nariz como el aroma cálido de una panadería, que abre el apetito y suscita en el vientre un calor voluptuoso y amigable.

– ¡Adelante, adelante! -dijo Cayo Julio César, recibiendo a su invitado en la puerta y alargando sus cuidadas manos para recoger el sagum. Aunque, al cogerlo, no lo soltó de inmediato en las manos del esclavo que estaba a la expectativa, como si temiera que el olor fuera a impregnarle la piel, sino que lo manoseó con respeto antes de entregárselo cuidadosamente-. Debe haber visto muchas campañas -añadió sin pestañear ante el espectáculo de un Cayo Mario con la vulgar ostentación de aquel atavío oro y púrpura.

– Es el único sagum que he tenido en mi vida -dijo Cayo Mario, sin darse cuenta de que se le habían vuelto del revés los pliegues del lujoso atuendo.

– ¿Es de Liguria?

– Naturalmente. Me lo regaló mi padre cuando cumplí diecisiete años y fui a servir como cadete. Pero os diré una cosa -prosiguió, sin reparar en la sencillez y pequeñez de la casa de Cayo Julio César mientras se dirigía al comedor-, cuando tuve que equipar y vestir a las legiones, me aseguré de que todas mis tropas recibían una prenda exactamente como ésa, porque no se puede esperar que los soldados se conserven sanos si se calan hasta los huesos o se hielan. Desde luego -añadió apresuradamente al recordar algo importante- no les cobré más del precio militar habitual. Cualquier jefe que merezca el pan que se come debe ser capaz de asumir los gastos extra a cargo de los botines extra.

– Y vos os lo merecéis, me consta -añadió César, sentándose en el borde del lado izquierdo de la camilla central e instando a su invitado con un gesto a que se acomodara a su derecha, en el sitio de honor.

Los criados los descalzaron y, al rehusar Cayo Mario que trajesen un brasero, por la molestia del humo, les ofrecieron calcetines, que ambos aceptaron, para, a continuación, acomodar el ángulo de reclinación situando a su gusto los almohadones bajo el antebrazo. El escanciador se aproximó, acompañado de un copero.

– Mis hijos vendrán pronto, y las mujeres antes de que comencemos a cenar -dijo César, alzando la mano para que el escanciador se detuviera-. Cayo Mario, espero que no me juzguéis tacaño con el vino si os requiero respetuosamente a que lo toméis como yo voy a hacerlo, bien aguado. Me mueve una razón bien fundada, pero no creo que pueda exponérosla tan pronto. En pocas palabras, el motivo que puedo aducir en este momento es que a ambos nos conviene conservar la cabeza despejada. Además, a las mujeres les molesta ver a los hombres beber vino sin agua.

– Babear por efecto del vino no es una de mis debilidades -replicó Cayo Mario, reclinándose e interrumpiendo rápidamente el servicio del escanciador para, acto seguido, asegurarse de que le llenaba el resto de la copa casi hasta el borde con agua-. Si un hombre estima como es debido la compañía para aceptar una invitación a cenar, debe usar su lengua para hablar y no para desbarrar.

– ¡Bien dicho! -añadió César con una gran sonrisa.