Una vez retirado el último plato, las mujeres se levantaron y abandonaron el comedor sin haber probado el vino, aunque habían cenado con buen apetito, bebiendo agua profusamente.
Al levantarse, Julia dirigió una sonrisa a Mario, que a éste le pareció de auténtica complacencia. La muchacha había sostenido una cortés conversación con él siempre que la había iniciado, pero no había intentado terciar en el diálogo que mantenían él y su padre; y no había parecido aburrirse, sino que siguió con evidente interés y conocimiento toda la conversación de César y Mario. Una muchacha encantadora y apacible, que no parecía fuera a convertirse en una fondona.
Su hermana Julilla era un diablillo, encantadora, sí, pero con el demonio en el cuerpo, se imaginaba Mario. Seguro que era mimada y caprichosa y sabía arreglárselas para que sus padres la dejaran salirse con la suya; pero había en ella algo más inquietante, porque Mario, buen conocedor de los muchachos, también sabía evaluar con precisión a las jóvenes. Y aquella Julilla le irritaba por sutilmente que fuese; algo en ella fallaba, estaba seguro. No era exactamente faltada de inteligencia, aunque no era tan culta como su hermana mayor y sus hermanos y no podía calificársela en absoluto de ignorante; tampoco era vanidad, aunque era evidente que sabía que era guapa y ello le complacía. Optó por dejar de pensar en Julilla, ya que eran cosas por las que no pensaba preocuparse.
Los jóvenes permanecieron unos diez minutos más y luego se excusaron y los dejaron solos. Ya había anochecido y las clepsidras comenzaban a gotear las horas nocturnas, el doble de largas que las diurnas. Estaba mediado el invierno y por primera vez el calendario coincidía con la estación, gracias al puntilloso pontífice máximo Lucio Cecilio Metelo el Dalmático, quien opinaba que la fecha debía coincidir con la estación; realmente, muy griego. ¿Qué más daba mientras los ojos y los órganos sensores de la temperatura le señalaran a uno la estación que era y el calendario oficial del Foro Romano indicara el mes y el día?
Cuando los criados trajeron las lámparas, Mario advirtió que eran de aceite de primera calidad y las mechas no de estopa basta, sino de hebra de lino.
– Me gusta leer -dijo César, siguiendo la mirada del militar e interpretando sus pensamientos con la misma sagacidad que había mostrado en su encuentro fortuito el día anterior en el Capitolio-. Y, además, tampoco duermo muy bien. Hace ya años, cuando los hijos eran pequeños para participar en los cónclaves familiares, celebrábamos una reunión especial para decidir qué lujo especial se permitía cada miembro. Recuerdo que Marcia eligió un buen cocinero, pero como eso nos beneficiaba a todos, votamos para que, obtuviera un telar nuevo, el último modelo de Patavium, y la clase de hilado que deseara por caro que fuese. Sexto eligió poder ir de excursión a los Campos de Fuego, más allá de Puteoli, varias veces al año. -Una expresión de ansiedad cruzó momentáneamente su rostro, al tiempo que suspiraba-. Hay ciertos rasgos característicos en los Julios César -prosiguió-, y el más conocido, aparte de ser rubios, es el mito de que todas las Julias nacen con el don de hacer dichosos a sus maridos. Un don de la fundadora de la casa, la diosa Venus; pero no me consta que la diosa Venus hiciera dichosos a muchos mortales. Aunque tampoco Vulcano. ¡Ni Marte! En cualquier caso, ése es el mito a propósito de las mujeres de los Julios. hay otros dones menos salutíferos que nos fueron concedidos, como el que ha heredado el pobre Sexto. Estoy seguro que habréis oído hablar del mal que le aqueja, el asma… Cuando sufre un ataque, se le oye sibilar desde cualquier lugar de la casa, y en los peores ataques se pone cianótico. Hemos estado a punto de perderle en varias ocasiones.
¡Así que eso era lo que había detectado en el rictus del joven! Pobre muchacho; asmático. Eso, indudablemente, afectaría a su carrera.
– Sí -dijo Mario-, conozco la enfermedad. Mi padre dice que es peor cuando el aire está lleno del polvillo de la cosecha o del del estío, y que los que la padecen deben evitar el contacto con animales, sobre todo caballos y perros. Cuando haga el servicio militar, ponedle en la infantería.
– Ya lo descubrirá por sí mismo -replicó César con otro suspiro.
– Terminad vuestro relato sobre el cónclave familiar, Cayo Julio -añadió Mario, fascinado.
¡Aquella democracia no tenía la más mínima isonomía en Grecia! ¡Qué extraños eran aquellos Julios César! Para un foráneo curioso, eran unos pilares patricios, sumamente correctos, de la comunidad; pero para quienes los conocían resultaban enormemente heterodoxos.
– Bien, el joven Sexto eligió acudir periódicamente a los Campos de Fuego porque parece que los humos sulfurosos le prueban. Y sigue yendo.
– ¿Y vuestro hijo menor? -inquirió Mario.
– Cayo dijo que sólo había una cosa en el mundo que deseaba como privilegio, aunque no se la pudiera considerar un lujo, y pidió poder elegir su propia esposa.
– ¡Por los dioses! -exclamó Mario agitando sus pobladas cejas-. ¿Y se lo concedisteis?
– Sí, claro.
– Pero ¿y si cae en la habitual ceguera juvenil y se enamora de una cualquiera o de una vieja furcia?
– Pues que se case con ella, si es lo que desea. De todos modos no creo que el joven Cayo llegue a ser tan necio. Tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros -replicó el cariñoso padre.
– ¿Os casasteis según el modo patricio tradicional, confarreatío para toda la vida? -inquirió Mario, sin apenas dar crédito a lo que oía.
– Sí, claro.
– ¡Por los dioses!
– Mi hija mayor, Julia, tiene también bien sentada la cabeza -prosiguió César-. Ella solicitó ser miembro de la biblioteca de Fannio; yo, que había solicitado lo mismo, consideré que no tenía sentido que lo fuésemos los dos y le cedí mis derechos. Sin embargo, la pequeña, Julilla, no es nada sensata; pero imagino que las mariposas no necesitan serlo. Les basta -se encogió de hombros y sonrió irónico- con alegrar el mundo. No soportaría vivir en un mundo sin mariposas, y como hemos sido lamentablemente imprevisores teniendo cuatro hijos, es una ventura que nuestra mariposa viniera la última. Y una gracia que, además, fuese hembra.
– ¿Qué pidió ella? -dijo Cayo Mario, sonriente.
– Oh, más o menos lo que esperábamos: confites y ropa.
– ¿Y vos os desprendisteis de vuestro título de socio de la biblioteca?
– Yo opté por la mejor lámpara de aceite con las mejores mechas y llegué a un trato con Julia. Si ella me dejaba leer los libros que sacase de la biblioteca, yo le dejaría mis lámparas para leer.
Mario dio rienda suelta a su sonrisa, complacido por la personalidad del autor de aquella moraleja. ¡Qué vida tan sencilla y plácida llevaba! Rodeado de una esposa y unos hijos a quienes se esforzaba en complacer y por quienes se interesaba como individuos. No cabía duda de que no erraba en el análisis caracterológico de su retoño, y el joven Cayo no elegiría una esposa del arroyo del Subura.
– Cayo Julio -dijo con un carraspeo-, ha sido una velada deliciosa, pero creo que ha llegado el momento de que me digáis por qué he debido mantenerme sobrio.
– Si no os importa, despediré primero a los criados -replicó César-. Tenemos el vino al alcance de la mano y ahora que ha llegado el momento de la verdad no necesitamos ser abstemios.
Aquella escrupulosidad sorprendió a Mario, acostumbrado ya a la suma indiferencia que las altas clases romanas mostraban respecto a sus esclavos domésticos. No en cuanto al trato, porque solían ser considerados, sino que parecían convencidos de que los criados eran seres inanimados, inmunes a las conversaciones privadas; era una costumbre que Mario no había podido asumir. También su padre era firme partidario de despedir a la servidumbre.