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Al parecer, la noticia era que su «viejo amigo» Harry quería un encuentro. Pues tendría que esperar. Y a lo mejor ni siquiera hacía caso de la petición. De todos modos, lo que más necesitaba precisamente en aquel momento era dormir un poco, torturado o no.

Se le daba bien descansar bajo presión, había aprendido a temprana edad a cerrar los ojos mientras el infierno se desataba en la habitación contigua, metiéndose entre las sábanas como si nadara buscando aguas profundas, un refugio gélido al que nadie se molestaría en seguirle. La técnica fue doblemente eficaz en Gitmo, pues no sólo le permitía distanciarse de los problemas sino también del calor, que le agobiaba en cuanto se acostaba. Más profundo ahora, pensó, respirando despacio y regularmente. La luz se desvaneció mientras sentía una extraña presión en los oídos, como si fuese un buceador, y enseguida alcanzó el nivel deseado.

A los pocos segundos, al parecer, se debatía para salir a la superficie, arrastrado por un ruido persistente que ya no podía desoír. Se debatió jadeante, bañado en sudor. Y lo oyó de nuevo: un golpe en la puerta. Una llamada, una voz vagamente familiar.

– ¿Señor? ¿Señor Falk? -Otra andanada de golpes-. ¿Está ahí, señor?

Era el policía militar que había ido a buscarle por la mañana. Falk consultó el reloj y se sorprendió al ver que eran las dos de la tarde. Había dormido cinco horas.

– ¡Un momento, soldado! Ya voy.

Se puso una camisa, debatiéndose aún con el sueño. Se apresuró hacia la puerta. No pudo evitar echar una ojeada a la mesa de la cocina al pasar, y se sobresaltó al ver que la carta había desaparecido. Pero al momento recordó que se la había guardado en el bolsillo.

– ¿Qué pasa?

El policía dio un paso al frente, con la gorra en la mano.

– Es el sargento Ludwig, señor. Ha aparecido.

– ¿Vivo?

– No, señor. Ahogado.

Mala noticia, pero sin duda una resolución rápida y feliz. Más fácil para la familia y, desde luego, más fácil para Falk. Seguro que el análisis de alcoholemia daría positivo, a pesar de lo que opinaran los amigos de Ludwig. En Gitmo casi todos sucumbían al alcohol, aunque sólo fuese una noche.

– Lo lamento. Pero gracias por comunicármelo. Supongo que tendré que ir.

– Así es, señor. Tengo que llevarle a una reunión.

– ¿Una reunión?

Sería una reunión de control de daños. Idea de Trabert.

– Con los cubanos, señor. En la Puerta Nordeste. Ludwig ha aparecido en su zona.

– No puede ser.

Era insólito. Absolutamente imposible.

– Sí, señor. El general quiere que acompañe usted al capitán Lewis cuando vaya a recoger el cuerpo. Parece que están un poco disgustados.

Ya podían estarlo. A menos que hubiesen cambiado súbitamente las pautas seculares del viento y las corrientes, o que Ludwig hubiese batido un récord de resistencia a nado, era imposible que hubiese acabado en la costa cubana.

Se acabaron las resoluciones rápidas.

– Adelante, soldado. Será como en otros tiempos.

5

«La Puerta Nordeste es una advertencia del empeño de nuestros adversarios en obtener información sobre nuestras operaciones y de su capacidad para lograrlo. Nos ven sin problema, nos oyen mediante aparatos de transmisión perfeccionados y no dejan de manipular y distorsionar nuestro verdadero objetivo en la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo.»

De la columna «OPSEC Corner», semanario The Wire de la JTF-GTMO

La Puerta Nordeste quedaba en un remoto rincón de la base. Era un puesto de control apartado, con palmeras, siendo lo más importante que sus enfrentamientos se producían al margen de la opinión pública.

Durante la Guerra Fría, ambos lados habían colocado bombas en los caminos circundantes y sembrado de minas las llanuras. A veces, intercambiaron cañonazos. Pero era más frecuente que la tensión acabara en algo parecido a bromas caseras. Los cubanos solían disfrutar arrojando piedras al Puesto de Observación de la Marina 31, un pequeño cuartel y torre de vigilancia de hormigón que dominaba la puerta desde una colina. Les gustaba especialmente hacerlo de noche, suponiendo que un golpe certero despertaría a cualquier soldado que intentara dormir. Los infantes de Marina estadounidenses respondieron bloqueando la línea de fuego con una valla de unos doce metros, como las que colocan en los campos de golf junto a las carreteras para impedir que las pelotas golpeen a los coches. Los cubanos contraatacaron trepando a la nueva valla para colocar perchas que resonaban y repicaban en la noche como carillones. Luego iluminaron el cuartel con un reflector, que los americanos apagaron sin disparar un tiro, desplegando un inmenso emblema rojo y dorado de la infantería de Marina en la ladera iluminada.

Falk había patrullado a veces la zona en su época de marine, recorriendo los caminos cercanos con el sofocante equipo de campaña completo: arma, bengalas, radio, raciones y ocho cargadores de munición. Era un pequeño mundo extraño, que resultaba terrorífico en cuanto oscurecía. Irradiaba un verde fosforescente visto con las lentes de sus gafas protectoras de visión nocturna. Cualquier roedor que se agitara en la maleza semejaba un comando de asalto.

El primer año de su destino allí había caído el muro de Berlín y la alambrada estuvo tensa unas semanas. El último intercambio de fuego conocido tuvo lugar al mes siguiente. Pero a finales del tercer año de su estancia allí, la tambaleante Unión Soviética había roto los compromisos económicos con Cuba, lo cual planteó al enemigo problemas más graves que unos cuantos marines burlones. La corriente había arrastrado a algunos cadáveres cubanos a la costa estadounidense, pero no de soldados sino de civiles: presuntos refugiados que habían buscado la libertad a nado. Nadie armaba mucho jaleo por ello, siempre que los estadounidenses devolvieran los cuerpos; y, de vez en cuando, algunos lo conseguían.

Ahora el ambiente era más tranquilo que nunca. Los estadounidenses habían desmantelado las bombas y retirado las minas, sustituyéndolas por detectores sónicos. Y, a pesar de toda la palabrería sobre seguridad operativa y vigilancia renovada, ya no proveían de personal el puesto de observación las veinticuatro horas del día; en su lugar, contaban con patrullas motorizadas. El general Trabert había ordenado hacía poco la eliminación de algunos rollos de alambre de espino.

Los cubanos no habían llegado nunca a retirar sus minas, y siempre que había un incendio en la maleza explotaban unas cuantas más como balas arrojadas en una fogata. Las pocas perchas que quedaban en la alambrada se habían oxidado.

Pero la Puerta Nordeste seguía siendo el único punto del perímetro en el que los dos viejos adversarios se veían regularmente cara a cara. Era el único paso para los pocos cubanos envejecidos que aún acudían a trabajar en la base a diario. En los primeros años sesenta, eran tres mil, que soportaban cada día los insultos y malos tratos de los guardias de Castro a cambio de salarios en dólares. Ahora sólo quedaban nueve, y el más joven tenía sesenta y cuatro años. Llegaban a las 5:30 de la mañana y se marchaban a las 16:30 de la tarde; cada quince días, regresaban a casa con los sobres de la paga llenos de dinero estadounidense para ellos y para unos cien pensionistas.

El otro único contacto regular era la reunión mensual del comandante de la base naval de Guantánamo, el capitán Rodrick Lewis, y su homólogo cubano de la Brigada de la Frontera del Ejército Revolucionario, el general Jorge Cabral. Sus encuentros eran cordiales y discretos. Para evitar sorpresas desagradables, siempre que iban a construir algo nuevo o a realizar maniobras militares en uno u otro lado, se lo comunicaban previamente. El general Cabral se había enterado de la inminente llegada de centenares de prisioneros de Afganistán mucho antes que la mayoría del público estadounidense.