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Tomó entonces la palabra el general Cabral, que, al parecer, había decidido que la presentación de los actores secundarios era innecesaria.

– Lo siento… -empezó; Falk estaba pendiente del intérprete, que repetía los comentarios del general con el lenguaje artificioso característico de la traducción simultánea-. Lamento las circunstancias que nos han reunido, capitán Lewis. Enseguida les entregaremos el cuerpo de su soldado. Pero antes he de comentar que esto me preocupa.

– A mí también -repuso Lewis.

Cabral escuchó la traducción y negó con la cabeza.

– No, no. Mis problemas son de otro cariz. Usted tiene una baja, y por eso le doy mi más sentido pésame. Pero mi problema es mucho más grave. ¿Qué voy a decirles a mis comandantes cuando me pregunten cómo es posible que llegase a tierra un soldado estadounidense, incluso uno muerto, y no se descubriera en horas? -Lewis abrió la boca, pero Cabral alzó una mano y prosiguió, empleando el puro a modo de puntero para señalar cada tema-. ¿Cómo podemos saber con seguridad que estaba muerto cuando llegó a nuestras aguas? ¿Por qué, si sólo estaba nadando, llevaba puesto el uniforme? ¿No nos indicaría eso, a usted y a mí, como militares que somos, que, o bien venía de un barco o cumplía alguna misión?

Buenas preguntas. Todas. Falk advirtió que el civil cubano tomaba notas.

– Puedo asegurarle, hablando por todos los grupos de nuestro lado -empezó el capitán Lewis- que el sargento Ludwig no cumplía ninguna misión, ni oficial ni de otro tipo. En cuanto a lo que hacía en el océano, y no digamos ya en su zona, nos desconcierta tanto como a ustedes. Pero puedo decirle con absoluta certeza que no actuaba como soldado de Estados Unidos. Ya le decía en el mensaje electrónico que su unidad había comunicado su desaparición, y algunas de sus pertenencias habían aparecido en una de nuestras playas, a tres kilómetros de la valla.

La minuciosa franqueza del capitán sorprendió mucho a Falk, aunque supuso que estaría justificada.

– Es tranquilizador saber lo del informe de «desaparecido» -repuso Cabral por mediación de su intérprete-, aunque quizás eso también sea una circunstancia conveniente por su parte. Pero la consideraré con mis comandantes. Hemos iniciado una investigación del asunto, por supuesto.

– Nosotros también. Por lo que cualquier información que puedan proporcionarnos sobre la hora y el lugar en que llegó a tierra, su estado inicial y demás, nos ayudará a ambos a encontrar las respuestas a sus preguntas lo antes posible.

– Todo a su debido tiempo. Primero tenemos que asegurarnos de la índole del cometido del sargento.

Quería decir que no era probable que las heridas causadas por aquello se curaran rápidamente. Y, como para confirmarlo, Cabral se levantó, dando por terminada la reunión bruscamente. Lewis aún tenía la revista enrollada en la mano derecha. Cabral hizo una seña a un soldado que esperaba junto a la puerta, y que desapareció.

– Ahora traerán el cuerpo de la camioneta. Sus marines se lo llevarán de aquí.

Habían metido el cuerpo del sargento Ludwig en una bolsa para cadáveres de fabricación soviética y lo colocaron en una camilla. Los hombres de la habitación contemplaron el torpe traslado por una ventana lateral. Todos guardaron un tenso silencio, como si no se atreviesen a marcharse antes de que terminaran las formalidades. Lewis se dirigió hacia la puerta sin decir nada más. Nadie se estrechó las manos ni se despidió.

– Eso fue agradable -masculló el capitán cuando se dirigían a la zona estadounidense, siguiendo al escaso cortejo de dos marines y la camilla cargada. Falk no hizo ningún comentario. Al mirar hacia el cielo, vio que los zopilotes se habían ido hacia el sur, hacia los restos más sustanciosos del vertedero de la base.

De nuevo en el interior del puesto de observación, el general Trabert llevó aparte a Lewis unos minutos y mantuvieron una conversación con gestos sombríos. Falk no podía oír lo que hablaban. Lewis se marchó luego, mientras Trabert cruzaba la estancia.

– Parece que se lo están tomando mal -dijo el general-. Supongo que también tendrá que atar usted algunos cabos sueltos.

– Por no decir más. Para empezar, necesitaremos una autopsia.

– Lógicamente. Aunque deduzco que los cubanos han llegado a la conclusión de que ha muerto ahogado, o habrían dicho lo contrario.

– Mientras tanto, necesitaré sus documentos, acceso a sus compañeros, aquí y en Estados Unidos, y también a su familia. Las cartas recientes de casa, todo eso. Más todas las listas de turnos de su unidad, para ver la última vez que estuvo de guardia y con quién. Necesitaremos un informe completo de sus movimientos en las últimas veinticuatro horas.

Trabert parecía desconcertado.

– ¿Realmente es necesario todo eso? A no ser que sepa usted algo que yo ignoro.

¿Era aquél el mismo individuo que menos de doce horas antes había hablado de que necesitaban ayuda exterior?

– Bueno, aun en el caso de que se ahogara, los cubanos tienen razón en una cosa. Es extrañísimo que acabara donde lo encontraron.

– De eso no estoy tan seguro. El capitán Lewis dice que las corrientes del litoral son más traidoras de lo que se cree. Él opina que Ludwig encontró una corriente extraña o algo así.

¿Así que ésa sería la línea adoptada? ¿Una corriente insólita? Tal vez aquél fuese el verdadero trabajo del «equipo especial» que esperaban. Una tarea de relaciones públicas para encubrir las cosas. En cualquier caso, Falk tendría que comprobar las cartas de la Marina, y así se lo dijo a Trabert.

El general se quedó mirándolo.

– Bien. La oficina de control del puerto naval las tendrá. Pero me parece que le preocupa algo más. Hable claro, Falk.

Hable claro. Una proposición sospechosa viniendo de un individuo con dos estrellas en la manga. Falk decidió ser franco de todos modos.

– Supongo que estoy un poco desconcertado, señor. Usted es quien llamó a esa delegación de Washington y, que yo sepa, lo había dispuesto incluso antes de que yo llegara a la playa.

El general se frotó la barbilla con gesto adusto. Luego inclinó la cabeza y soltó una risilla.

– Discúlpeme, Falk. -Bajó la voz-. Dicho sea entre nosotros, estaba utilizándole.

– ¿Cómo, señor?

– Esta delegación lleva funcionando semanas. Se me ocurrió correr la voz de la desaparición del sargento en cuanto me enteré, por supuesto; son ese tipo de gente que no quieren ninguna sorpresa. Pero cualquier participación en este asunto sería menos importante que su verdadera razón para venir.

– ¿Qué es?

– Secreto. Se aclarará en cuanto lleguen. Las habladurías habituales. Y si la gente quiere creer que su principal objetivo es la desaparición del sargento Ludwig, por mí está bien. Y por ellos también.

– ¿Así que no les interesa en absoluto este caso?

– Sólo en la medida en que afecte a su trabajo. Hace cinco minutos, le habría contestado que era una posibilidad nula. Pero con todo lo que pide usted ahora, no sé, podría hacerles sospechar.

– Realmente es lo mínimo, señor.

– Muy bien. Pero luego no se queje cuando empiecen a jorobarle a usted y a todos los demás.

– ¿A qué vienen exactamente, señor? Dicho sea entre nosotros.

Trabert se quedó mirándole fijamente.

– Asuntos de seguridad. Una parte no será agradable. -Así que tal vez los rumores fuesen ciertos, después de todo, precisamente como había dicho Tyndall-. Pero se lo diré, Falk. Le guardaré las espaldas si me hace un favor.

– ¿De qué se trata, señor?

– Téngame al corriente. Cuando actúen, quiero saberlo. Será usted mis ojos y mis oídos con esa gente.

– No estoy seguro de que pueda serle de mucha utilidad. Es muy probable que esté un poco, en fin, apurado.