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– Quizá cambie de idea cuando les conozca. Hay un amigo suyo a bordo. O eso dice él. Ted Bokamper.

A pesar de la sorpresa de oír hablar de Ted Bokamper al general, Falk supuso que no debía extrañarse, sabiendo lo que sabía del individuo. Pero entonces la misión del equipo le pareció todavía más enigmática.

– Sí, señor. Le conozco. De acuerdo. Haré lo que pueda.

– Bien. Entonces acompáñeme a la recepción. Llegarán a Leeward Point a las dieciocho. Esté en el muelle a las diecisiete treinta.

– No me lo perdería por nada, señor.

Hablaba en serio, para variar.

6

Miami Beach

Siempre que Gonzalo Rubiero sentía añoranza de Cuba, algo que le ocurría casi a diario últimamente, iba en bicicleta o en autobús a un parque pequeño que quedaba entre la calle Collins y la Calle 21. Era un parque con la hierba recortada, palmeras majestuosas y una exuberante arboleda de cocolobos, aunque el verdadero atractivo era la vista. Era uno de los pocos lugares de South Beach en que el océano no estaba tapado por las nuevas torres de apartamentos o restauraciones de art déco.

Gonzalo prefería las mañanas, y se sentaba a la sombra, en un banco del paseo entarimado que apestaba a orines de gato, y contemplaba el mar. Los buques de carga de contenedores se alineaban a cierta distancia de la costa como dianas de una galería de tiro, recortables rojos y blancos que se movían lentamente hacia el sur sobre el horizonte azul. Si miraba el tiempo suficiente se imaginaba a bordo: agarraba con las manos la barandilla húmeda mientras la brisa marina le hinchaba la camisa y los delfines saltaban entre las olas guiándole de vuelta a casa.

Convenientemente calmado, bajaba luego a la playa y caminaba una hora hasta llegar al muelle pesquero y el rompeolas de piedra en el extremo inferior. Ver a los pescadores le producía más nostalgia: recordaba a su padre con sombrero de paja de ala ancha, metido en el agua hasta la rodilla, echando la red a los bancos de pececillos. Cuando tenía buena puntería, el agua clara burbujeaba como la gaseosa.

Se suponía que los espías no languidecían de aquel modo, y menos los veteranos en territorio hostil. Pero corrían tiempos inquietantes y el peregrinaje a la playa se había convertido en un medio de pensar con calma entre el desorden creciente. Lo cual parecía especialmente importante precisamente entonces, al final de una semana en la que le habían encargado dos nuevas misiones difíciles en rápida sucesión.

La primera empezó como una tarea puramente subalterna. Había muchas parecidas últimamente: tareas de limpieza y valoración de daños, tras el desmantelamiento de redes por incursiones y arrestos. Habían deportado y encerrado a muchos agentes cubanos en los últimos años, y Gonzalo siempre se había quedado atrás para resistir las consecuencias: radios silenciadas, buzones saqueados, disquetes robados. Él actuaba sigilosamente después de cada desastre, como un inspector de seguros después de un huracán, tramando la reconstrucción incluso mientras buscaba tejados agujereados y cimientos agrietados. Solía encontrar ambos con demasiada frecuencia.

Los problemas actuales de su jefe se remontaban a una remodelación de 1989, aunque la peor de todas las desdichas actuales había empezado hacía dos años, cuando descubrieron, arrestaron y encarcelaron a un agente que se había infiltrado en las altas esferas del servicio de información de la Defensa. La última secuela de aquel desastre había tenido lugar hacía sólo dos meses, con la expulsión de catorce agentes que trabajaban con cobertura diplomática en Washington y Nueva York. Entre las bajas se contaba el presunto protector de Gonzalo, un individuo nervioso que había jugado en la Bolsa tan impulsivamente como en el espionaje, intentando en vano mantener a sus cuatro hijas en los colegios adecuados y procurarles los mejores vestidos de fiesta mientras seguía viviendo en el Upper West Side. Siempre resultaba muy irónico que los apegos materiales se cargaran a los enemigos del capitalismo.

Por suerte, el individuo nunca supo el verdadero nombre y dirección de Gonzalo y no había escasez de agentes en funciones. Al jefe de Gonzalo, un veterano jadeante de la Dirección de Inteligencia (o DI) le gustaba bromear con que la nómina de Florida del Sur superaba la del Ministerio del Interior.

Pero era el momento de pasar inadvertido desde Union City, New Jersey, hasta la Pequeña Habana. Lo cual no planteaba problemas a Gonzalo, porque pasar inadvertido siempre había formado parte de sus responsabilidades. Le había tocado en suerte espiar a los suyos casi tanto como a los estadounidenses, prestando especial atención a los enlaces débiles, estafadores, bocazas y posibles desertores.

Ese papel, como cabía esperar, le mantenía aislado. En las plantas superiores de la sede central de la Dirección de Inteligencia sólo conocían su existencia algunos elegidos, que le consideraban una de las pocas Ranas del Árbol, llamados así por un tipo de rana arbórea cubana que había invadido el ecosistema de Florida hacía ocho años, estableciéndose como depredador dominante y bien camuflado en las regiones más húmedas y oscuras del estado.

Por eso incluso su protector, Fernández, el jugador de la Bolsa del Upper West Side, sólo conocía a Gonzalo como «Paco», su nombre clave. Fernández era un simple enlace, que se ocupaba de atender las ocasionales necesidades de Gonzalo. El único momento de supervisión independiente se produjo poco antes de su expulsión, cuando ordenó a Gonzalo a la ligera que vaciara las direcciones postales de los agentes descubiertos en Hialeah, Coral Gables y Kendall.

Gonzalo sabía que era un encargo estúpido e hizo caso omiso de la orden, aunque practicó un reconocimiento de los tres lugares, por curiosidad, y, tal como esperaba, descubrió que los tres estaban vigilados por agentes especiales del FBI. Reconoció a dos de unas fotos que había plastificado y pegado a la puerta de un armario debajo del fregadero. El primero se había aposentado junto a la ventana de una cafetería al otro lado de la calle. El segundo vestía ropa de pintor en el siguiente emplazamiento, y estaba rascando la carpintería de la fachada de una tienda abandonada. Gonzalo no reconoció a nadie en el tercer punto de contacto, pero al final llegó a la conclusión de que su rival era el tipo que iba y venía de una furgoneta de Verizon. Le tomó unas instantáneas para su galería y luego celebró la adquisición con un banquete al mediodía a base de cerdo asado y batido de papaya en el Versailles, un restaurante de la Pequeña Habana con decorado chillón de espejos murales, un mal gusto exagerado que hacía a Gonzalo sonreírse de sus colegas expatriados, pero con afecto, sin burlarse de ellos. Tanto esfuerzo perdido en medio del griterío de las conversaciones políticas enfurecidas. Nunca dejaban de pregonar su afán de derrocar al Comandante, aunque él estaba seguro de que si alguna vez lo conseguían, no volvería a Cuba ni el diez por ciento más que de visita, a menos que alguien fuese tan estúpido como para ponerlos a ellos al mando, una posibilidad que sólo atribuía a los ideólogos estadounidenses del Departamento de Estado.

Gonzalo era generoso con los frutos de sus triunfos. A última hora de la tarde había enviado la foto del agente por correo electrónico en JPEG a un intermediario seguro de Union City, que borró las huellas electrónicas de Gonzalo antes de remitir la imagen a La Habana desde un cibercafé de Pasaic. A finales de semana, todos los agentes de campo en Estados Unidos tenían una copia, excepto los que se contaban entre los últimos caídos en desgracia, como el desafortunado Fernández, que ya estaba haciendo las maletas y dando la noticia a sus llorosas hijas.

El comunicado de las últimas misiones de Gonzalo había llegado por los conductos regulares. Cuando era necesario, transmitían los mensajes de la oficina central en una emisión a las ocho de la mañana por radio de onda corta de alta frecuencia. Poner la radio y la grabadora para la transmisión diaria formaba parte del ritual matinal de Gonzalo, lo mismo que preparar café. Y siempre se repetía la emisión por la tarde, por si no estaban en casa o tenían compañía.