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La señal no duraba nunca más que unos segundos. Daba una serie de números que Gonzalo grababa, mientras se oía la televisión altísima en la habitación contigua, por si los vecinos estaban escuchando. Luego copiaba los números en un Toshiba portátil, borraba la cinta y sacaba un disquete de descifrado de su escondrijo detrás del espejo del baño. Una búsqueda profesional lo descubriría en pocos minutos, pero a Gonzalo le preocupaban más los peligros casuales (un ladrón, un amigo demasiado curioso, o cualquiera que pudiese descubrir accidentalmente el disquete y preguntar: «Anda, ¿y esto?»).

Gonzalo activó el programa con unos golpes de tecla. Siete años antes era lo más novedoso, igual que el Toshiba. Ahora, ambos eran dinosaurios. Cualquier adolescente del condado de Dade dispuesto a dejar a un lado su videoconsola unas horas descifraría la clave. Pero los presupuestos estaban por los suelos (llevaban años así) y las remesas de equipo nuevo seguían yendo a los que pillaban.

El mensaje provocó un suspiro de resignación.

K fuera. Se solicita conserje.

Otro que muerde el polvo, pensó Gonzalo. Un piso franco de Kendall corría peligro, seguramente por un arresto que aún no había llegado a los periódicos. Era trabajo de Gonzalo limpiar los locales, una tarea casi tan delicada como una llamada casera al policía de ronda. Era un incordio que podía resultar peligroso en cualquier momento. Cuanto antes lo liquidara, mejor.

Para aquellas ocasiones vestía ropa de pintor, y tenía acceso fuera de horas a una furgoneta del contratista aparcada en Coral Gables. La casa en cuestión era una de esas anodinas subdivisiones de apartamentos muy parecidos a tantos de los suburbios achicharrantes de la autopista Dixie.

Gonzalo llegó al oscurecer y encontró el piso hecho un desastre: bandejas llenas, cazuelas sucias en el fregadero, círculos de café en las encimeras. Todas las superficies estaban cubiertas de polvo y los visualizadores digitales del microondas y del vídeo destellaban, lo que parecía indicar que no los habían programado desde el último apagón. Era imposible enseñar a los espías a ser buenos amos de casa, aunque aquel grado de abandono resultaba especialmente atroz.

Pero la suciedad y los cacharros no eran de su incumbencia. Su misión consistía en un juego de búsqueda perfeccionado. Tenía que localizar y eliminar todos los rastros de actividad de espionaje. El único correo era un montón de anuncios y cupones de pizza que habían echado por la ranura de la puerta y que estaban en la alfombra. A juzgar por los matasellos, no había habido nadie en la casa en los últimos cuatro días.

Buscó luego las cintas de vídeo y encontró el vídeo vacío. Recogió con cuidado los cuatro micrófonos diminutos ocultos de los lugares habituales: detrás del espejo del baño, debajo de la mesita de centro de la sala y detrás de la cabecera de la cama de cada uno de los dormitorios de la planta de arriba.

Gonzalo registró una habitación tras otra, guardando aquellos tesoros en una bolsa de lona, el Grinch cubano dispuesto a robar la Navidad al FBI. En un gabinete de la planta de arriba revisó el equipo de grabación. Lo ideal era que la cinta estuviese vacía. Pero la rebobinó unos segundos y escuchó la conversación grabada. Suspiró, aunque, en cierto modo, no le extrañaba. La sacó con un chasquido y echó en la bolsa el nuevo botín. Lo siguiente fue la grabadora, un bulto angular con el que la bolsa pesaba tanto que tuvo que pasar la carga al hombro derecho. Ahora parecía realmente Santa Claus.

Encontró la infracción de seguridad más grave en el segundo dormitorio, cuando retiró las faldas de una cama de matrimonio normal y descubrió una caja de cartón escondida debajo. La sacó, arrastrándola sobre la alfombra, y vio consternado que estaba casi llena de documentos: telegramas, faxes y copias impresas de mensajes electrónicos, exactamente el tipo de insignificancias que podían desmoronar toda la red. Estupidez mayúscula. No era extraño que hubieran pillado a alguien relacionado con aquel lugar. Otro ex militar, si tenía que adivinarlo Gonzalo, uno de los sicarios de la gran purga de 1989, cuando Raúl Castro (hermano del Comandante y jefe del ejército) había superado todos los niveles burocráticos de La Habana, instalando a uno de sus generales por encima del ministro del Interior, que llevaba la Dirección de Inteligencia. El general, a su vez, había retirado de la Dirección a algunos de los mejores y más inteligentes, sustituyéndolos por pencos militares, fieles pero inexpertos. Los hombres de Fidel como Gonzalo todavía estaban pagando las consecuencias de aquel error. En los últimos años, la Dirección de Inteligencia había empezado a contratar de nuevo a algunos de los trabajadores antiguos y más fieles que habían sido purgados, pero el daño ya estaba hecho.

Gonzalo levantó la caja con cuidado, como si su contenido fuese radiactivo. Si hubiese habido una chimenea cerca (algo casi tan probable en Miami como las ventanas basculantes en Alaska) habría quemado el contenido en el acto. Consideró un momento la posibilidad de meter la carga en el horno o buscar fuera una barbacoa. Pero lo primero sería demasiado lento y no estaba muy seguro de los vecinos para lo segundo.

Así que echó los documentos en la bolsa, y al hacerlo, una de las hojas del fondo cayó al suelo oscilando como un paracaidista. A punto estaba de embutirla en la bolsa cuando le llamó la atención el encabezamiento.

De: MX

Re: Rosa del Desierto, vía Guadalupe.

Bien, veamos.

MX era el superior de la Dirección, y el sujeto en cuestión había sido la fuente de numerosas especulaciones y rumores internos en los últimos meses. Gonzalo estaba seguro de que si conservaba aquel documento más tiempo, acabaría leyéndolo, y no quería saber lo que decía. Demasiado oneroso, la clase de información que podría atenazarte los tobillos y llevarte al fondo de la bahía Biscayne. Echó el papel con delicadeza en la bolsa, la cerró, se la colgó a la espalda y se encaminó hacia las escaleras. ¿Por qué guardaría alguien una nota como aquélla? Y era una fotocopia, nada menos, lo cual parecía indicar que algún estúpido local había sacado unas cuantas copias para darle mayor difusión.

Gonzalo llegó abajo sudando, en parte por el ejercicio pero también por los nervios. Oyó un portazo cuando cruzaba la sala y se paró en seco. Tenso y callado, oyó voces: risas y cuchicheos en inglés de dos mujeres. Estaban fuera, probablemente acabaran de salir del apartamento de al lado. Los tabiques finos como el papel y la mala construcción eran un riesgo inevitable en los pisos francos del sur de Florida. Durante el huracán Andrew, se había volado el tejado de uno cerca de la base aérea de Homestead. El lugar permaneció a la intemperie una semana sin que nadie hiciese nada. Por suerte, los vecinos y los peritos de seguros eran más lentos que su agente y se habían llevado el equipo empapado como si fuese cualquier otro equipo estéreo destrozado. Si un huracán hubiese llegado a aquel lugar habría arrastrado aquellos documentos revoloteando durante kilómetros.

Gonzalo miró entre las persianas. Vio a las dos mujeres subir a un Mazda que había aparcado en el bordillo, al parecer inofensivo; pero le recordó que podría presentarse alguien en cualquier momento. Por si acaso, dejó caer la bolsa junto a la puerta y recorrió la casa, volviendo sobre sus pasos para comprobar si había pasado algo por alto. Casi como una idea tardía, se le ocurrió alzar el teléfono y pulsar el botón de «marcado rápido» y el uno. El aparato se puso en acción con un pitido, marcando sabe Dios qué número. Colgó de inmediato y montó en cólera.

– ¡Cabrones negligentes, vagos, estúpidos! ¡Cretinos de mierda! -exclamó en inglés. Después de veinte años en Florida, Gonzalo maldecía casi siempre en inglés.