Vargas se levantó despacio. Advirtió entonces un movimiento súbito y a duras penas se contuvo para no gritar aterrado. Era una iguana, una iguana enorme que alzó la cabeza junto a la cintura del soldado. Había estado husmeando, investigando los bolsillos del soldado, y movía los ojos de reptil como torretas hacia Vargas. Éste no sabía qué era más inquietante, el cuerpo del soldado o la forma en que la iguana reivindicaba su derecho al mismo, aunque ya estaba seguro de que el hombre que veía estaba muerto o borracho. Sólo eso explicaría que alguien dejara que aquel animal le metiera el hocico en los bolsillos.
Vargas se encaminó hacia la playa y, por un momento, la iguana se demoró, volviendo la mirada. Una cresta de escamas como dientes le recorría la espina dorsal arqueada, y abrió la boca despacio para desplegar la lengua en un enorme túnel sonrosado que, por todo lo que sabía Vargas, conducía directamente a la época de los reptiles. En aquella pose, era la viva imagen del monstruo horripilante de una película de terror mala. Vargas contuvo un estremecimiento.
Decidió que ya era suficiente y dio un grito (un alarido de cólera y disgusto). Luego bajó corriendo las dunas: un soldado al ataque con el fusil extendido, levantando la arena a su paso.
La iguana escapó al instante y recorrió veinte metros antes de pararse a mirar atrás. Vargas había llegado junto al soldado y ya no la perseguía. Ahora le tocó a él husmear el cuerpo.
La situación no parecía muy halagüeña: el hombre tenía la cara pálida e hirsuta, cubierta de algas, empapada e hinchada como pan en remojo. Y lo peor de todo eran las cuencas oculares vacías, como si criaturas más hambrientas y voraces que la iguana le hubiesen sacado los ojos.
Vargas se apartó y se inclinó, sacudido por fuertes arcadas. Se le contrajo el estómago y echó un hilillo de mucosidad brillante. Se limpió la boca en una manga y recobró el control para volver a mirar; luego alzó la vista hacia la torre. No le parecía correcto dejar allí abandonado al soldado. Seguro que volvería la iguana; y las gaviotas y los zopilotes no tardarían en reunirse con ella.
Pero su obligación era llegar a la torre y comunicar el hallazgo. Rodríguez no se lo creería, y mucho menos sus oficiales de Boquerón. Era insólito, verdaderamente extraordinario. Causaría un revuelo que tendría repercusiones en La Habana.
Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo, y eso era motivo de alarma.
1
El primer día de su transición de captor a cautivo, Revere Falk se encontraba descalzo en el césped iluminado por las estrellas a las cuatro de la madrugada, todavía ingenuamente seguro del lugar que ocupaba entre quienes hacían las preguntas y acaparaban los secretos.
Falk era experto en ocultación, adiestrado desde su nacimiento. Semejante habilidad resultaba muy útil a un interrogador del FBI. ¿Quién podía descubrir mejor los artificios de otros que alguien que conocía todos los escondites? Y todavía mejor: hablaba árabe.
No es que empleara mucho su talento en Guantánamo. Y en aquel momento estaba furioso, pues acababa de regresar de una sesión malograda que resumía lo que aborrecía de aquel lugar: demasiado pocos detenidos de auténtico valor, demasiados organismos peleándose por los restos, y demasiado calor, en todos los sentidos del término.
Incluso a aquella hora le rodaban por el cuero cabelludo las gotas de sudor. Pero, en cuanto el sol empezara a apretar, sería otro día de bandera negra, que el ejército izaba siempre que la temperatura superaba lo razonable. Un símbolo adecuado, se dijo Falk, como un agujero rectangular en el cielo, en el que podrías caer y desaparecer para siempre. Un estandarte nacional para la república de nadie que era el Campo Delta, poblada por 640 prisioneros de cuarenta países, ninguno de los cuales tenía la menor idea del tiempo que permanecería allí. Luego estaban los otros 2.400 recién llegados a la fuerza de seguridad de la prisión, casi todos reservistas y soldados de la Guardia Nacional, que preferirían estar en cualquier otro sitio. Añádase el pequeño subgrupo de Falk (unos 120 interrogadores, traductores y analistas del ejército y de la mitad de las divisiones del gobierno federal) y tendrías todos los elementos de un inmenso experimento psicológico sobre comportamiento bajo presión.
Falk era de Maine, hijo de un langostero, y lo que más añoraba precisamente entonces era el rocío, el frío, el musgo, los helechos y el bálsamo de los abetos cubiertos de niebla. A falta de todo aquello, habría preferido acurrucarse en el cuello perfumado de Pam Cobb, una capitana del ejército nada severa, una vez aceptadas las condiciones de mutua entrega.
Falk suspiró, miró el cielo como un marinero que estudia las estrellas y apretó una botella de cerveza en su frente. La había sacado de la nevera al llegar a su casa hacía sólo unos minutos y ya estaba tibia. El aire acondicionado no funcionaba, así que Falk se había quitado los zapatos y los calcetines y había buscado refugio en el césped. Pero cuando movió los dedos de los pies notó la hierba abrasada, crujiente. Como si caminara sobre coco quemado.
Si creyera que serviría de algo, rezaría para que lloviese. Casi todas las tardes se formaban grandes nubarrones en el oeste, a lo largo de la línea verde de las montañas de Castro, que luego se disolvían en el crepúsculo sin que cayera una gota. En aquella ladera abrasada ni siquiera se oía el relajante rumor del Caribe. Pero el mar estaba allí, y Falk lo sabía, tras la oscuridad del horizonte meridional. Lo sentía como una fosforescencia estancada bajo los acantilados coralinos, resplandeciente como una luz en un armario cerrado. O tal vez fuese una ilusión, efecto de un vulgar caso de locura de Guantánamo.
No era el primer brote que tenía. Había estado destinado allí tres años, hacía ya doce, como infante de la Marina. Ya casi había olvidado aquella sensación de que el perímetro de la base se contraía un poco más cada hora, y su trampa de vallas y humedad se apretaba por momentos. Un folleto del Pentágono para recién llegados decía que Gitmo (el nombre preferido en la jerga militar para este puesto avanzado) tenía una extensión de 116 kilómetros cuadrados. Pero eso era tan engañoso como mucho de lo que decía el alto mando. Porque buena parte de la superficie era agua o marisma. El terreno habitable se limitaba a una cuña de silíceo de 16 kilómetros cuadrados. El terreno ocupado por el Campo Delta y el cuartel de las fuerzas de seguridad era aún más pequeño, comprimido junto al mar en menos de 40 hectáreas.
Falk estaba unos kilómetros al norte del campo. Desde su posición ventajosa y con unos prismáticos potentes, de día, podían verse las atalayas cubanas en casi todas direcciones. Se agazapaban a lo largo de una tierra de nadie de alambradas, campos de minas, marañas húmedas de manglares y colinas cubiertas de maleza y cactus retorcidos. La fauna parecía directamente sacada de una tira cómica del creador de la familia Adams, Charles Addams: buitres, boas, hutías, escorpiones e iguanas gigantescas. Las revistas y periódicos que se vendían en el Naval Exchange llegaban con dos semanas de retraso. La telefonía móvil no funcionaba bien, las otras líneas no eran seguras, y el correo electrónico estaba controlado. Cualquiera que se quedara allí un periodo largo aprendía a funcionar con el sobreentendido de que todo lo que hiciera o dijera podían verlo u oírlo los del otro lado o los del suyo. Incluso en el terreno libre de un alojamiento civil como el de Falk, nunca se sabía quién podía estar escuchando en secreto, y más ahora que la Seguridad Operativa, la OPSEC, se había convertido en el mantra del secretismo en el Campo Delta. Todo ello bastaba para que Falk deseara que Gitmo siguiera llamándose La Roca, el antiguo apodo de la infantería de Marina. Como Alcatraz.