Gonzalo borró el mensaje definitivamente, y dio los pasos siguientes que, según le habían asegurado los técnicos, lo eliminaría del disco duro. Confiaba en que fuese verdad. Si caían en las manos equivocadas, aquellas pocas palabras serían tan dañinas como una bolsa de cocaína o una barra de uranio enriquecido.
Luego se puso manos a la obra. Salió del aparcamiento en su Corolla, cruzó la vía elevada MacArthur hasta el bulevar Biscayne, donde torció hacia el norte y buscó una cabina telefónica. No podía ser ninguna de las que había usado otras veces. Pero cada vez era más difícil encontrarlas, sobre todo las que funcionaban con monedas. Gonzalo sabía que algunos agentes habían empezado a usar tarjetas genéricas. Descuidados. Al fin localizó un teléfono en el aparcamiento de un Denny's. Decidió hacer la llamada allí, disfrutar luego de un desayuno americano, las grasientas patatas rehogadas con cebolla a las que se había aficionado. A 3,99 dólares, ¿cómo podía resistirse?
Exploró el aparcamiento para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiese oír la conversación, introdujo unas cuantas monedas de 25 centavos y marcó el número de un busca de Long Island. Todas las líneas de Manhattan se consideraban peligrosas. Se oyó un mensaje grabado y marcó una secuencia de números, un código de acuse de recibo que indicaría a La Habana: «Mensaje recibido, urgencia reconocida, a la espera de instrucciones». Suponía que el cartero no llegaría a la dirección postal Puma hasta el mediodía, así que decidió no arriesgarse a una visita prematura.
No le quedaba más remedio que esperar. Así que, mientras desayunaba, leyó las dos ediciones del Miami Herald, la española y la inglesa, divirtiéndose tanto como siempre por la tendencia derechista de la política en la versión latina: manipulación de la peor especie, siguiendo el juego a los lectores. Luego decidió que sería conveniente un paseo largo por la playa para ordenar las cosas. Además, tenía que ver a Lucinda al mediodía en el embarcadero. Al pensar en ella sonrió por primera vez en toda la mañana. Luego frunció el entrecejo. Una razón más para temer esta misión. Si perdía esta vez, lo perdería todo.
Gonzalo había encontrado muchos aspectos despreciables en Estados Unidos al principio. Había llegado cuando el éxodo del Mariel, mezclándose sin problema con los diez mil refugiados de la gigantesca flotilla. Ahora se sabía a ciencia cierta que Castro había incorporado a la mezcla unos miles de presos, lo que contribuyó a desencadenar una oleada colosal de delincuencia en el sur de Florida. No era tan sabido que el dictador había añadido unas cuantas docenas de agentes elegidos, como Gonzalo.
Miami ofrecía numerosos blancos fáciles a alguien deseoso de criticar. Muchísima riqueza al lado de muchísima miseria. Comunidades protegidas con verjas de lujo feudal. Gonzalo vio puentes levadizos de carreteras elevadas abiertos para yates enormes mientras miles esperaban en coches sofocantes. La administración pública despilfarraba millones en estadios deportivos para atletas ricos y sus admiradores adinerados, mientras a pocas manzanas se pudrían comunidades enteras. En una visita a Fort Launderdale, vio a un pescador haitiano andrajoso que intentaba conseguir comida en un canal al lado de un aparcamiento en el que un letrero decía: «Sólo lavado. No se admiten billetes superiores a 20 dólares». Era fácil ver el lugar como Roma en decadencia, Babilonia en la Bahía. Gonzalo podía ser todo lo petulante que quisiera.
La población de las clases medias era la única a la que no comprendía, así que, al atardecer, solía pasar en coche entre los cuidados laberintos de casas de una planta de los suburbios, como si intentara cruzar una última puerta sin cerrar. Ojalá pudiese atravesar sus muros de estuco, unirse a ellos en sus sofás delante de las parpadeantes pantallas de televisión, o en sus humeantes barbacoas o con sus estruendosas segadoras.
No tuvo tanta suerte. Parecía que existieran en otra dimensión, y Gonzalo siempre regresaba a casa frustrado y resentido, o maldiciendo el tráfico. Así que renunció, bajó la cabeza, se ocupó de sus obligaciones, se relajó y se fundió poco a poco con el entorno. Y mirad dónde había acabado: tenía novia, ingresos fijos y un piso acogedor en la avenida Washington, sólo a cuatro manzanas de la playa, por 550 dólares al mes. Así que daba igual que su aparcamiento quedara en la parte de atrás junto al contenedor, y que hubiera barrotes en sus ventanas, y que el seguro del coche le costara un riñón, aunque era un Corolla de nueve años. Tenía cuanto necesitaba allí en la playa, que podía recorrer en su bicicleta, guardada abajo en un soporte.
Gonzalo hizo memoria y creyó que había tenido el primer indicio de la apurada situación actual hacía unas semanas, en uno de sus primeros viajes al banco del parque de la esquina de Collins y la Calle 21. Le había llamado la atención un fragmento de graffiti garabateado en una cabina telefónica: «Caída de Castro. Marchaos a casa». Un código de señales colérico, típico de algún anglo harto del bazar bilingüe de Miami. Pero a Gonzalo el mensaje le planteó una verdad perturbadora. El Comandante no viviría eternamente y, cuando muriera, él se quedaría sin trabajo, sin ingresos y sin pasaporte. ¿Marcharse a casa? Sí, tendría que hacerlo.
Cavilaba todo esto mientras caminaba despacio por la playa después de recibir su nueva misión, esquivando algas y medusas muertas. Se preguntó si la Dirección habría contactado ya con los otros de la antigua red de Peregrino. Tal vez hubiesen empezado a funcionar ya los engranajes. Lo sabría con certeza en cuanto recuperara el mensaje del buzón Puma.
Gonzalo prefería caminar por la orilla del agua en sus paseos por la playa, alejado de las máquinas que limpiaban la arena para los huéspedes de los hoteles con sus tumbonas y casetas. Ésa era otra razón de que le agradase su pequeño reducto junto al rompeolas. Las máquinas nunca llegaban tan lejos, ni tampoco la mayoría de los turistas. Allí acudían reducidos grupos de habituales que habían gravitado hacia el lugar buscando su propio rincón de paraíso, igual que él.
Una familia haitiana, los Lepinasse, acudía dos veces a la semana en autobús desde Allapattah, los martes y los jueves, los días libres del padre. Llevaban siempre a sus tres hijos, una manta grande y una nevera abollada con fruta y refrescos caribeños.
También iban Karl y Brigitte Stolz, un matrimonio retirado de Alemania que había decidido probar Miami hacía un año y que todavía parecían anonadados por su fuerza hipercinética.
Luego estaba Ed Harbin, un cincuentón de pelo rapado, ex militar, con un bronceado tan oscuro que parecía habérselo aplicado en capas, cada una más fina y más fuerte que la anterior. Ed nadaba todos los días hasta las boyas que señalaban la zona de exclusión para barcos de pesca y motos náuticas que surcaban la costa arriba y abajo, y el final de los paseos de Gonzalo coincidía a veces con una parte del baño de Harbin. Gonzalo se sentaba a mirar desde las piedras del rompeolas mientras Harbin iba y venía sin parar, sin cambiar nunca el ritmo ni el estilo, al parecer, lloviera o brillara el sol, hiciera frío o calor. Harbin era fuerte y enjuto, con los músculos reducidos a su esencia, excepto por un poco de barriga. Salía del agua con dos juegos de placas de identificación que relumbraban y sonaban sobre el goteante vello húmedo de su pecho.
Gonzalo se había preguntado a veces por aquellas placas. Sin duda un par era de Harbin; pero ¿y el otro? ¿De un hijo? ¿De un amigo? ¿Muerto o vivo? Gonzalo nunca se atrevió a preguntárselo. No era un gran espía en asuntos como aquéllos, suponía.
Harbin preguntaba siempre por la salud y el paradero de Lucinda, a quien había visto alguna vez, y a Gonzalo le complacía e incluso le enorgullecía mantenerle informado. Le gustaba creer que después de nadar, Harbin se permitía un almuerzo pantagruélico en algún sitio de la playa, en Jerry's Famous Deli, tal vez, ventilándose algo empalagoso como una hamburguesa de queso con un batido espeso. La verdad es que Gonzalo no tenía ni idea de lo que hacía Harbin. El mundo compartido de estos asiduos de la playa se limitaba a lo que hacían en su reducida extensión de arena, donde todos se atenían por acuerdo tácito a no entrometerse en los asuntos de los demás sin invitación.