– Por favor, nada de política. Lo acordamos.
– No esperes que sea tan comprensiva. No cuando les dedicas tanto tiempo. ¿Habrás acabado el domingo?
– Ojalá lo supiera.
– No será peligroso, ¿verdad?
No se lo había preguntado nunca, pero Gonzalo ya había considerado esa posibilidad. También había estado pensando si necesitaría ayuda aquella vez, no de los agentes fijos de la Dirección sino de su propio personal, que había reclutado él mismo. Eran inmigrantes ilegales de otros países latinoamericanos que ignoraban el verdadero nombre de Gonzalo y para quién trabajaba. Sólo sabían que era el individuo que les había procurado nuevas identidades tomadas de lápidas de Texas y California, de difuntos que compartían la misma fecha de nacimiento que ellos. De esa forma eran más leales, sobre todo si recurrías a ellos sólo para una tarea y luego los dejabas libres, que era la práctica habitual de Gonzalo.
O sea que sí, tal vez este trabajo fuese peligroso, y Lucinda había detectado su ansiedad. Era casi enervante que le conociera tan bien, aunque formaba parte de su encanto. Tendría que mentirle de todos modos.
– ¡Qué va! -le contestó-. No es peligroso en absoluto. Sólo mucho trabajo. Y yo no soy el jefe.
– No quiero saber nada más, por favor.
– Será lo último que me oigas. Disfrutemos de la tarde.
Lo hicieron, seguido de una velada junto a la piscina, con un gran bistec a la parrilla. Él la acompañó luego en coche a casa cerca de Alton Road, un edificio tranquilo a la sombra de un ceibo perfumado por flores de azahar.
Ella abrió la puerta sólo lo suficiente para que oliera la esencia del lugar: el aroma de su limpiador, de su cocina, de sus jabones y fragancias; una combinación que intensificó su deseo de entrar.
– ¿Pasas? -le preguntó, ofreciéndole con la mirada una noche de dulzura y languidez.
Vio la luz ambarina de la lámpara junto al sofá, del mismo color que el cabello de ella. La casa era segura y agradable, y, por unos segundos, Gonzalo vaciló como no lo había hecho nunca cuando le reclamaba el deber. Qué fácil sería decir que sí y dejar que el mensaje de La Habana se pudriera en su dirección postal, mientras él dormía apoyado en la espalda de Lucinda y el estruendo del tráfico entraba por las celosías y el ventilador del techo repiqueteaba. Una canción de cuna cubana justo allí en Alton Road.
Pero predominó su sensatez. Aunque también sentía curiosidad, la verdad sea dicha. Algo importante aguardaba a la vuelta de la esquina, y tenía que averiguar qué.
– Me marcharé -dijo él, afrontando la mirada de ella una última vez-. Hay mucho que hacer, incluso esta noche.
Ella frunció el entrecejo, sin saber que se iba por otras razones.
– Esos cubanos locos -dijo, como si Gonzalo no tuviese nada que ver con Cuba-. Siempre intentando armar follón.
La intuición de ella dio en el clavo de nuevo.
7
El pequeño y elegante Gulfstream se acercó a Guantánamo desde el sur como un mosquito, pasando por el rosado atardecer en la limitada trayectoria de vuelo que fascinaba a los pilotos. No se sabía qué constituía mayor peligro: violar el espacio aéreo cubano o hundirse en el Caribe. Pero parecía que todos llegaban siempre de una pieza.
El aparato rodó por la pista de aterrizaje hacia la enorme entrada del hangar, donde Falk esperaba con el general Trabert y un grupo de oficiales de inteligencia y detención. Junto a ellos había algunos mecánicos y un enjambre activo de moscas enanas. Era la hora de comer de éstas, y Falk se dio un manotazo en el cuello y aplastó una. Eran minúsculas, pero chupaban la sangre y dejaban un grano del tamaño de una moneda de cinco centavos: la delegación de recibimiento ideal para un equipo de Washington, en opinión de Falk.
Los tres visitantes bajaron a la pista; la brisa marina les agitaba el cabello. Dos vestían como si acabaran de despegar de los lobbies de Washington DC. El tercero vestía uniforme militar verde oscuro con galones de campaña suficientes para cubrir un salpicadero.
Bokamper era uno de los ejecutivos y bajó el último. Localizó de inmediato a Falk, indicando que le reconocía con un brillo especial en la mirada, el júbilo apenas contenido del cofrade que acaba de hacer la petaca en todas las camas de la residencia. Pero conservaba el mismo aire de dominio de siempre: porte erguido, andares casi arrogantes, una desenvoltura que irradiaba tranquilidad y control.
La amistad de Falk y de Bokamper había empezado de la forma más inverosímil. Durante la instrucción básica, Bokamper había sido el oficial, joven e inteligente, del díscolo recluta Falk. Sin la orientación del primero, el segundo habría abandonado fácilmente. Sin la estimulante curiosidad del segundo, el primero se habría asentado en la carrera militar. O al menos así lo afirmaría él después.
Llegaron a respetarse tanto que cuando Falk dejó la infantería de Marina para matricularse en la Universidad Americana de Washington tres años más tarde, Bo fue a la primera persona a quien acudió en busca de compañerismo y consejo. Y cuando demostró dotes para los idiomas, fue Bo quien le orientó hacia el árabe («El auténtico futuro, espera y verás»). Su posición le permitía saberlo ya entonces, como nuevo funcionario del Servicio Exterior, que trabajaba a la vuelta de la esquina del Departamento de Estado. A partir de entonces, ambos habían seguido su camino: Bokamper, hacia una sucesión de embajadas en Jordania, Managua y Bahrein, mientras Falk pasaba dos años en la Universidad Americana de Beirut, ampliando sus estudios de las culturas árabes y de Oriente Próximo.
Un sumo sacerdote de Foggy Bottom catalogó a Bokamper como nueva promesa y lo llevó a casa para prepararle como acólito de la camarilla, el grupo de profesionales que rige siempre la diplomacia, al margen de quien lleve las riendas. Falk pasó unos años más en el extranjero trabajando como asesor de seguridad empresarial y luego ingresó en la Oficina Federal de Inteligencia (FBI), que estaba deseando conseguir sus conocimientos lingüísticos. Llegó a Washington al cabo de un año del regreso de Bokamper, por pura casualidad. Sin la influencia de Bo, Falk podría haber encontrado a sus nuevos jefes demasiado rígidos y grises, aunque su árabe pulido casi le garantizaba una promoción rápida. Los conocimientos compartidos de Falk sobre el mundo árabe, mientras tanto, ayudaron a Bo a ampliar su audiencia de patrocinadores entre la creciente afluencia de neoconservadores del Estado, aunque él creía que esa tendencia no tardaría en cambiar, como tantas otras anteriores.
Los caminos de ambos se habían cruzado desde entonces alguna que otra vez: en Yemen durante la investigación del Cole, por ejemplo. Y todavía se reunían en Washington cuando sus apretadas agendas se lo permitían, más o menos una vez al mes.
De todos modos, el hecho de que el destino los reuniese ahora en Guantánamo desconcertó un tanto a Falk. Tenían un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que Falk preferiría no tocar. Y además, desempeñaría el desacostumbrado papel de anfitrión y mentor, después de haber dejado durante años que Bob marcara la pauta.
– Hagamos que se sientan como en casa -dijo Trabert mientras los tres miembros de la delegación se acercaban-. Denles todo lo que pidan. Sobre todo usted, Falk.
– Sí, señor -contestó él, un poco más rápido de la cuenta.
El general devolvió el saludo al oficial del ejército y luego anunció:
– Caballeros, bienvenidos a Guantánamo, la perla de las Antillas.
Bokamper fue el único que soltó una risilla, y provocó una mirada irritada del otro civil, que, según Falk supo tras las presentaciones, era Ward Fowler, el jefe del equipo, del Departamento de Seguridad Nacional. El uniforme pertenecía al coronel Neil Cartwright, de la Oficina del Secretario de Defensa. Bokamper fue presentado como el nuevo enlace del secretario de Estado con el destacamento Guantánamo, lo cual demostraba que seguía subiendo.