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Además, casi era verdad. La madre de Falk se había marchado de casa cuando él tenía diez años. Y su padre había iniciado el idilio con la botella poco después. Para entonces, por lo que sabía Falk, habría muerto, ahogado en alcohol o en agua de mar.

No todos sus recuerdos del hogar eran tan malos. Una granja de tablas de madera blanca en una carretera curvada de la isla de Deer Isle, con abedules detrás, cuyas hojas destellaban como monedas de plata. Entonces eran cinco en la familia: un hermano mayor, una hermana mayor, sus padres y él. Para estar calientes en invierno dormían en sacos alrededor de una vieja estufa de leña, colocados como fichas de dominó en el crujiente suelo de pino. A la hora del baño, se metían en una bañera de aluminio y echaban agua caliente directamente de la olla, su madre le restregaba bien mientras su hermana se reía y se tapaba la boca.

En la primavera, su padre iba a diario a Stonington, donde tenía amarrado el barco langostero. Se despertaba a las cuatro y ponía en marcha la furgoneta Ford hasta que retumbaba como un B-17 al despegar, porque tenía el silenciador destrozado por el aire salino. Cuando Falk cumplió doce años, le acompañaba las mañanas de verano, aunque recordaba poco de aquellas duras jornadas de trabajo en el mar, aparte del viento helado a primeros de junio, el frío cortante y que las manos y los pies no le entraban en calor hasta finales de septiembre. O tal vez no quisiera recordar más, porque para entonces su padre bebía y su madre se había marchado.

En un año perdieron la casa y se trasladaron al bosque, a un lugar pedregoso, con cardos y varas de oro, donde el hogar era una caravana verde deprimente, con las paredes cubiertas de cajas de cereales aplastadas como aislante. Cuando había tormenta, se bamboleaba y crujía como un barco en el mar. Ya no durmieron más reunidos. Se dispersaban en distintos rincones, y su hermano y su hermana se largaron en cuanto tuvieron edad para hacerlo.

En aquella época, Falk buscaba refugio donde podía encontrarlo: en el bosque, en una cala o en las bibliotecas, las de madera diminutas que había en todas las comunidades. Le gustaba especialmente la de la ciudad Deer Isle, no sólo porque era la que quedaba más cerca sino también porque era el dominio de la señorita Clarkson. Ella imponía silencio, que era exactamente lo que necesitaba Falk, y no toleraba tonterías ni intromisiones, sobre todo de los varones ebrios que subían furiosos los escalones en busca de sus díscolos hijos. Al recordar ahora a la señorita Clarkson, Falk comprendió que era la clase de mujer que le atraería siempre: una mujer que podía deducir lo máximo de la mínima conversación, como si poseyera una destreza lingüística especial. Guardaba cierto parecido con un buen interrogador.

Falk cumplió dieciocho años un mes después de recibir su diploma de secundaria y se fue a dedo a Bangor, donde se instaló en un motel barato el tiempo suficiente para sacarse un nuevo permiso de conducir con una dirección local que pudiera presentar en la oficina de reclutamiento. Después de la instrucción elemental, llegó a Gitmo con la obligatoria cabeza afeitada y la cara bronceada. No había vuelto nunca a Maine ni había enviado jamás noticia de su paradero.

Falk debía muchísimo a la Infantería de Marina: su equilibrio, su paciencia, el suficiente dinero para ir a la universidad. Trabó amistad con algunos hombres buenos a los que todavía ahora confiaría su vida. Pero como había soportado las pruebas más duras a una edad más temprana de lo esencial, se resistió a las presiones de adoctrinamiento más fuertes. Ni siquiera tres años del Semper Fi de la Marina le convencieron de llevar un tatuaje o poner una pegatina en el parachoques del coche. Aún se retiraba cuando era necesario.

Y, debido a esa actitud independiente y a su progreso con Adnan, había adquirido fama de tener el tacto preciso para los detenidos desorientados en los niveles bajo y medio del Campo Delta. Esto suponía que casi nunca echaba un vistazo a las pocas docenas de detenidos considerados las posesiones más preciadas de Gitmo: lo «peor de lo peor».

En su lugar, se reunía con ancianos solitarios y canosos, o con individuos perturbados de veintitantos años (albañiles, taxistas, zapateros y campesinos) que se habían alistado como soldados de infantería de la yihad, sujetos de dudoso valor informativo, a quienes los escépticos aludían a veces como «campesinos».

En el curso de aquellas sesiones, Falk descubrió las virtudes apaciguadoras de los alimentos (los dulces, sobre todo), y los había empleado con Adnan últimamente. Todavía la semana anterior, una porción de baclava chorreante había propiciado una prolongada discusión sobre técnicas de explosivos, y una descripción bastante buena de su instructor en el uso de armas, que coincidía con la de otro detenido que recordaba el nombre. Era de suponer que otros empleaban el mismo método en algún otro lugar.

Un psicólogo militar del equipo Biscuit definió la técnica de cambiar alimentos por información como «carne para los leones». En el caso concreto de Adnan, se parecía más a dulces y leche tras un largo día de escuela, un convite para serenar el alma y ponerse a hacer los deberes. Falk le había llevado incluso una vez un Happy Meal del McDonald's de la base.

– Hoy mereces un descanso -le dijo, entregándole una caja de color rojo chillón.

La ironía publicitaria pasó volando sobre la cabeza de Adnan, pero el joven devoró agradecido la pequeña hamburguesa; la mostaza le caía por la comisura de los labios, agrietados por el sol, mientras masticaba. El único momento tenso llegó al final, cuando Falk tuvo que reclamar el juguete de plástico. Era un minúsculo Buzz Lightyear (hasta los Happy Meal estaban anticuados en Gitmo) y Adnan sólo cedió al ver al policía militar dar un paso al frente con la porra en la mano.

Siguió un breve enfurruñamiento y farfulló algunas palabrotas.

– Lo siento, Adnan. Es contrabando -entonó Falk en árabe de buen poli.

El juguete de plástico estaba ahora en el alféizar sobre el fregadero de Falk, su valeroso compañero en la búsqueda de la Verdad. También había quienes veían con escepticismo el progreso de Falk con Adnan.

– ¿Por qué molestarse? -había preguntado Tyndall hacía unas semanas en el almuerzo, con la boca llena de fritos del ejército-. Está como un cencerro. La única vez que estuve con él tuvimos que sedarle. Y luego parecía un chiflado hablando en sueños. Seguro que mascó demasiadas hojas de qat de muchacho. Y que ha luchado en tropecientas batallas.

– ¡Demonios, Mitch! Tiene diecinueve años.

– Exactamente. Demasiado mayor, pero no tanto como para saber de veras lo que ve, quién le entrenó o quién era decisivo en su red. No merece la pena el esfuerzo.

– Entonces que le dejen marcharse. Que le manden a casa si no tiene puto valor.

– Me parece perfecto. Pero no es decisión mía. Redacta un telegrama para el SOD y lo firmaré.

Se refería al secretario de Defensa, que tenía la última palabra en aquellos asuntos.

Falk fue tan estúpido que se tomó la idea en serio; pero, en el curso de sus pesquisas a favor de Adnan, el alto mando se enteró de su relación, lo que condenó a Adnan a seguir detenido.

– Trabaje con él -le dijo un funcionario visitante del Servicio de Información de la Defensa-. Conviértalo en un proyecto personal. Que no intervenga nadie más, y ya veremos cómo va.

Traducción: volverá a casa sólo cuando nos diga lo que sabe, y le corresponde a usted conseguirlo. Lo cual dejaba a Falk dueño del destino del joven, como si dijéramos. Así que aquella misma semana había decidido probar un nuevo curso de acción: despertaría a Adnan de madrugada (una técnica que al Pentágono le gustaba llamar «ajuste del sueño»), con la esperanza de conectar con un flujo de conciencia distinto del diurno.