Falk había llegado a la verja de entrada al Campo Delta a las 2:20. Un policía militar hosco y aburrido verificó su documento de identidad en la lista de visitas programadas y abrió la verja de la primera entrada. Estas operaciones nunca requerían intercambio de nombres. Los interrogadores firmaban el registro con números. Los policías militares, por su parte, se cubrían los nombres con cinta adhesiva para impedir que sus nombres pasaran a una red oscura de Oriente Próximo que pudiera localizar a su familia algún día en Ypsilanti, Toledo o Skokie. Antes de abrir la siguiente puerta, el policía volvió a cerrar la anterior, y repitió la operación en otras dos. Con tanto ruido metálico, parecía que Falk estuviese entrando en un patio trasero suburbano, y daba la impresión de que el lugar fuese una perrera. Y olía como si lo fuera; apestaba a excrementos, a sudor y a desinfectante. Las duchas estaban estrictamente racionadas y no había aire acondicionado que contrarrestara el calor cubano, y cada bloque de celdas hedía como un vestuario que necesitara una buena limpieza.
El lugar podía ser ingobernable de día. Los prisioneros no siempre aceptaban el castigo por las buenas, sobre todo cuando los trasladaban de sitio. Había refriegas, huelgas de hambre y griteríos. Cuando alguien se pasaba de la raya, los guardias recurrían a su versión de ataque aéreo: una fuerza de reacción inicial o IRF. Era una especie de fila de la conga de combate de cinco guardias con cascos, gruesas protecciones, guantes de cuero negro, sprays paralizantes y escudos antidisturbios. Cuando entraban en acción, golpeando rítmicamente las botas en el suelo, los prisioneros contestaban gritando todos a una: Allahu Akbar! (¡Dios es grande!).
Pese a lo mucho que se habla de que Delta es una especie de torre de Babel con sus diecinueve idiomas, las lenguas mayoritarias eran el árabe y el pashto, y quienes llevaban la batuta eran los árabes, que adoptaban un aire despectivo con los adustos pashtunes de las montañas afganas y paquistaníes. Una actitud extrañamente acorde con la de los interrogadores y psicólogos, que consideraban campesinos a casi todos los pashtunes.
Algunos prisioneros árabes se habían convertido en predicadores carcelarios y podían silenciar todos los bloques de celdas con sus sermones, invocando la cólera divina con encendidos versículos coránicos. Eso desquiciaba a los policías militares, aunque Falk encontraba las exhibiciones curiosamente entretenidas, tal vez porque le recordaban a las emisiones radiofónicas de los domingos por la mañana de su infancia, fúnebres advertencias de muerte y condenación entre las interferencias y zumbidos del dial de amplitud modulada.
Pero de madrugada, el Campo Delta estaba más silencioso, más tranquilo. Hasta el olor era diferente. A veces, llegaba el olorcillo salobre del mar. Falk imaginaba que tenía que resultar seductor a los prisioneros que se les recordara que el oleaje del mar rompía sólo a cien metros de la alambrada. Porque si Gitmo era claustrofóbico, el Campo Delta resultaba absolutamente asfixiante, una campana neumática. Pocas horas en el interior de la alambrada y notabas la cabeza a punto de estallar.
Las primeras semanas que pasó allí, Falk había visitado a menudo el Campo Delta de noche, sobre todo para ver a los prisioneros a su cargo mientras dormían. Familiarízate con sus ritmos nocturnos, se decía, y quizá descubras un punto de entrada oculto a su memoria. Así que pasaba junto a las celdas, mirando por la tela metálica, atento a la respiración, las toses y los ronquidos, intentando en vano descifrar los códigos de silencios en las horas previas a la oración del amanecer.
En los bloques de máxima seguridad que le gustaba recorrer, cada prisionero se acurrucaba en una pequeña litera, con un brazo sobre la cara para protegerse de la luz, que no se apagaba nunca. Algunos permanecían siempre despiertos, observando desde la almohada con un ojo abierto. Falk no demostraba que lo advertía, aunque carraspeaba en cuanto pasaba. Lo hacía para que se dieran cuenta de que no estaban soñando y para inculcarles la idea de que (sólo quizás) estaba siempre allí fuera, acechando tras la puerta.
Alguna que otra vez había encontrado a uno retorciéndose de íntima pasión, masturbándose o soñando con un amor. Falk pensaba en lo que debía ser salir de aquello, viajar tan lejos de esta orilla rocosa de Cuba, sólo para volver a despertar en el punto de partida, atontado por el calor, mientras un reservista de Ohio de diecinueve años gritaba en inglés que era hora de levantarse. Primero para rezar, luego para desayunar, y después para el interrogatorio, que era donde Falk volvía a entrar en sus vidas: el acechador de las celdas, duchado y afeitado ahora, a plena luz del día.
Falk se inscribió para ver a Adnan y luego repasó las notas que había tomado mientras esperaba en una de las ocho cabinas de interrogación idénticas. Su lugar de trabajo no era gran cosa: poco más de 3,5 m2, suelo de linóleo blanco, paneles gris claro y luz fluorescente. Sin ventanas, sólo un espejo-ventana en una de las paredes, que daba a la sala de observación, casi siempre vacía. No había adornos, aunque el ejército había colocado hacía poco carteles de una madre árabe afligida con una leyenda que decía cuánto deseaba que su hijo volviera a casa. Los habían colocado en la pared frente al detenido, y el mensaje implícito era: «El deseo de la madre se cumplirá si hablas». Falk ya se había ganado una reprimenda por quitar uno antes de su última sesión con Adnan. Volvió a hacer lo mismo ahora, lo enrolló bien y lo dejó al lado de la puerta.
El sujeto se sentaba siempre en una silla plegable de acero detrás de una mesa plegable, con tablero de formica, como las de las comidas parroquiales y los reclutamientos juveniles de fútbol. El interrogador disponía de una cómoda silla de oficina, giratoria y con ruedas, que le convertía en el jefe. Si no fuese por la argolla del suelo para enganchar los grilletes del prisionero, la estancia parecería un lugar para rellenar solicitudes de préstamos o formularios de seguros.
Su insipidez no había impedido a Falk inventarse una imagen más elegante del lugar la primera vez que lo vio. Como casi todos los interrogadores que llegaban a Guantánamo, él había desembarcado convencido de que su trabajo sería decisivo. Había jurado que conseguiría que aquella cabina se convirtiera en «la sala en la que desaparecieron los secretos», con él, por supuesto, como ejecutor modélico, que sacaría tesoros de información vital de las cabezas, armado únicamente con paciencia y astucia, sinceridad e ingenio.
Uno de sus instructores del FBI había comparado la labor de los interrogadores con la talla de gemas. No se trataba de «quebrar» a un sujeto; eso era simple brutalidad, un acto de fuerza que convertía en dudoso cuanto confesara. Consistía, por el contrario, en preparación: estudiar los ángulos, buscar el resquicio en el que un golpecito firme y preciso convertiría la gema en bruto en objeto de belleza, que revelaría sus secretos. Establecías comunicación, edificabas confianza y dejabas caer las preguntas como migas en el camino a la revelación.
La confianza de Falk es esos métodos se basaba más en pragmatismo que en altruismo. Sus técnicas no sólo eran más puras, sino también mejores. Pero cuando él llegó a Gitmo, casi todos los prisioneros llevaban ya meses allí; y algunos, más de un año. Las gemas más preciosas ya habían sido apartadas para otros, y las pocas de valor restantes habían sido sometidas a las mismas preguntas tantas veces y desde tantos ángulos distintos (incluidos algunos de lo más estrambótico), que los hombres se habían recluido en el mutismo y se mostraban reacios o, todavía peor, decían lo que creían que los interrogadores querían oír.
Adnan llegó soñoliento y con el pelo alborotado, lo cual le daba un aspecto más juvenil.
– ¿Quiere que me quede o que espere fuera, señor? -preguntó el policía militar en un tono clarísimo de que le traía sin cuidado.
Los agentes de la policía militar no eran siempre hoscos, ni siquiera a aquellas horas, pero reservaban un desdén especial para los interrogadores que hablaban árabe, como si fuese una forma de traición. Si hablabas el idioma de los terroristas, tal vez bebieras de otra forma de sus copas de veneno.