– Fuera. Y, por favor, soldado, quítele las esposas.
– Allá usted -contestó él, obedeciendo de mala gana. Falk se preguntó si hablaría igual a los interrogadores militares. No lo creía.
– ¿Por qué me ha levantado tan temprano? -preguntó Adnan, más confuso que irritado.
– Pensé que podría venirnos bien a los dos. Estamos un poco estancados últimamente, ¿no crees?
Adnan se encogió de hombros y bostezó. Falk lamentó no haber llevado algo de comida. Un vaso de leche antes de dormirse. Tal vez fuese una idea absurda.
Pero ya había notado al menos una señal prometedora. Había advertido en sus muchas conversaciones que Adnan manifestaba algunos tics y tendencias muy simples, hábitos que a veces le convertían en un libro abierto.
Cuando el joven miraba arriba y a la derecha, casi siempre estaba mintiendo, como si fuese allí donde buscaba inspiración, mientras cavilaba tratando de inventar una historia. Si miraba arriba y a la izquierda significaba que se había estancado y que esperaba que Falk cambiase de tema. Si bajaba la vista hacia la mesa, solía estar absorto, pensando en algún otro aspecto de su vida. En esos momentos, podías fiarte de todo lo que dijera. Eran sus mejores momentos. En tales intervalos Falk casi podía pretender que ninguno de ellos oía los grilletes que se deslizaban en el suelo al moverse en la silla. Simplemente estaban pasando el rato en un bar, tal vez, o al menos ése era el escenario que prefería imaginar Falk. Se preguntó cuál imaginaría Adnan. Tal vez un puesto del mercado junto al zoco, tomando un yogur fresco un día cálido, rodeado de la arquitectura de Sana, a la sombra de sus muros de adobe. Con un café árabe cargado a mano, con sus posos oscuros y su pizca de cardamomo. Se sentarían ante un tablero de backgammon, o un periódico doblado del día anterior, mientras los loteros y los vendedores de té pregonaban sus precios al pasar.
Momentos tranquilos como aquéllos habían desembocado en las pocas confesiones sinceras de Adnan. Y cuando pasaban, el prisionero solía alzar la vista de su ensueño y clavarla directamente en los ojos de Falk.
Fuese cual fuese la razón, no obstante, Adnan se había aferrado a la información que más necesitaba Falk: el nombre de su patrocinador de la célula de Al Qaeda en Sana. No el nombre del propagandista o el imán que le había dado la idea de la yihad en Afganistán, sino el de su protector y financiador. Porque en algún punto más alto de la cadena de mando de Falk, tal vez en Langley, en Foggy Bottom o en el Pentágono, los sumos sacerdotes habían llegado a la conclusión de que el pagador de Adnan era alguien importante, una figura sin rostro de su manoseada baraja. Así que necesitaban el nombre, por supuesto; y cuanto antes, mejor. Lo cual significaba que, a pesar de las burlas de los colegas de Falk, Adnan seguía siendo un cliente habitual, aunque últimamente parecía que sólo hablaban del hogar, de la infancia, o del modo especial en que guisaba su madre el cordero en las festividades.
Aquella mañana, Falk comprobó satisfecho que Adnan ya estaba a la deriva, que no miraba a la derecha ni a la izquierda sino totalmente relajado. Sólo tendría que inducirle a dar el paso siguiente y mirarle a los ojos. Procuró conversar de naderías un rato, preparando el terreno poco a poco para la pregunta que los interrumpía siempre. Eran casi las 3:10 cuando Falk hizo su jugada.
– ¿Quién era tu padrino entonces, Adnan? -le preguntó de pasada en una pausa-. ¿Quién era el ricachón que tenía los billetes de avión y llevaba la voz cantante? ¿El hombre del plan?
Adnan, desprevenido, alzó un momento la vista de la mesa, con gesto de sentirse vagamente traicionado. Luego se encogió de hombros y volvió a bajar la vista. Al menos era mejor que su reacción habitual, consistente en alzar la vista hacia la derecha y decir: «No me acuerdo».
En las ocasiones anteriores, Falk había intentado engatusarle con regalos, que, en realidad, le inducían a seguir balbuceando sobre el hogar. Era posible que Falk se hubiese vuelto un incauto. Ni siquiera en un caso delicado como Adnan hacía daño poner un poco de firmeza en el tono de la voz alguna que otra vez.
– Quizá tengamos que preguntar a tus hermanas entonces. ¿Qué te parece, Adnan? ¿Enviamos a alguien a Sana? Seguro que ellas lo saben, ¿no crees?
Adnan clavó la vista en Falk, indignado. No es que Falk fuera a hacerlo así: los matones de la seguridad del gobierno local echarían abajo la puerta y agarrarían a las primeras mujeres jóvenes que encontraran. Pero Adnan no lo sabía y se quedó mirando fijamente el espejo-ventana como si la causa del nuevo enfoque pudiese ser algún otro.
– No hay nadie ahí esta noche, Adnan. Sólo estamos tú, yo y las chinches. Pero ya ha pasado el tiempo de los tentempiés y las risas. Tú me conoces y yo te conozco a ti y sabes lo que necesito para ayudarte a salir de aquí a salvo. Así que sé sincero conmigo. Porque, ¿sabes una cosa? Yo no estaré aquí siempre, y, en cuanto tengas un nuevo superior, empezarán a pensar seriamente en hacer algunas preguntas a tu familia. Y sabes igual que yo que el Ministerio del Interior yemení no repartirá pastelitos. Así que, ¿qué me dices, Adnan? ¿Quién era el hombre?
Adnan le sostuvo la mirada enfadado, aunque parecía también al borde de otra emoción. Era una expresión nueva que Falk no le había visto nunca. El joven bajó la vista unos segundos, como si estuviera ordenando los pensamientos, y, cuando volvió a alzarla, estaba más tranquilo.
– Muy bien, entonces. Se lo diré. -Hizo una pausa, mirando directamente a Falk, que no se atrevía a buscar la pluma y el cuaderno de notas-. Hussein. Se llama Hussein.
– ¿Hussein?
– Sí.
– ¿Y qué más? ¿Hussein qué? Dime su nombre completo, Adnan.
– Eso es todo lo que necesita.
– Lo reduce a unos cuantos miles de Husseines.
¡Jesús! Casi lo había conseguido.
– Hus-sein no. Hus-SAY.
¿Hussay? ¿Qué nombre era aquél? ¿Una variante yemení? Falk no lo había oído nunca, aunque ya había comprobado varias veces que sabía poquísimo de los diversos matices culturales del país. Claro que podía ser un nombre tan raro que ayudara de verdad, así que sería mejor asegurarse de que lo tenía realmente en el bolsillo.
– ¿Hu-say? ¿O Hu-sie? Repítelo más despacio.
– ¡Hussay! -gritó Adnan, dando una palmada en la mesa. Luego frunció el entrecejo y negó con la cabeza, enfadado y preocupado. Los grilletes resonaron-. Te he hecho un gran regalo y eres tan estúpido que no lo ves -dijo, alzando la voz un poco más con cada palabra-. ¡Un gran regalo! ¡Porque mis secretos son iguales que los tuyos!
– ¿Iguales que los míos? -No tenía sentido, pero resultaba extrañamente desconcertante.
– ¿No lo comprendes? ¿Tan estúpido eres?
Falk no había visto nunca nada parecido. Adnan farfullaba de cólera realmente, con una animación que él había esperado, pero nunca había sospechado.
Y fue precisamente entonces cuando Mitch Tyndall entró tranquilamente, recién duchado y afeitado y oliendo a humedad nocturna, tan vigoroso como el presentador de un concurso cuando sonrió y señaló su reloj, dando golpecitos a la esfera de un Rolex enorme.
– Disculpa la interrupción, amigo, pero me dejé aquí un cuaderno de notas antes. Y espero a un pez gordo que llega de incomunicación dentro de unos cinco minutos. Así que si no te importa…
Era evidente que no había estado observando en la puerta contigua, y mucho menos escuchando su conversación con un intérprete. Sencillamente había irrumpido allí igual que todos los que pensaban que cualquier conversación con Adnan era prescindible.