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– Disculpe -dijo él, quitándose la cinta-. Especialista Hilger. De Kentucky.

– Cuénteme lo que ocurrió.

– Fue todo por algo que se me escapó. Conté a unos tipos una noche en la cena algo de Shakeel, uno de los niños. Tiene trece años y ha tenido pesadillas. Algunas semanas, todas las noches. Se despierta gritando y bañado de sudor. Al final, decidimos que el mejor modo de calmarle era sacarle al aire libre. Las normas lo prohíben, no pueden salir en cuanto oscurece. Pero, demonios, funciona; y es mejor que dejar que despierte a los otros. Se calma paseando a la luz de la luna, hasta donde puede oír el ruido del oleaje sobre las rocas. Y el caso es que se corrió la voz, como pasa siempre, y ese capitán Van Meter debió enterarse.

– Y decidió tener una charla con Shakeel.

– Así es.

– Hubiese sido agradable que Wallace me lo contara.

– Supongo que creía que no tenía sentido. Shakeel le dijo a Van Meter que aquella noche no había salido. Así que no tenía sentido interrogarle otra vez para nada.

– ¿Y por qué me lo cuenta ahora? No puedo hacer absolutamente nada respecto a Van Meter.

– Porque Shakeel salió aquella noche. Y yo también. Era mi última semana de turno de noche, y estaba sentado a la mesa de fuera fumando un cigarrillo mientras Shakeel se calmaba paseando. Los dos estábamos demasiado asustados para contárselo al gilipollas de Van Meter, así que acabamos por no decírselo tampoco a Wallace. Pero creía que debería saberlo alguien. Sólo para aclarar las cosas.

– O para cubrirse las espaldas.

Hilger negó enérgicamente.

– No. Aceptaré con mucho gusto la culpa. Demonios, a lo mejor me mandan a casa. Quien me preocupa es Shakeel. Está previsto que vuelva a su país. En realidad, todos, si el alto mando deja de posponerlo. Pero si Van Meter descubre que Shakeel le mintió, bueno… -Se encogió de hombros-. Sabe Dios lo que pasará. Podría quedarse aquí atascado hasta los dieciocho años. Luego le trasladarían al Delta y a nadie le importaría una mierda.

– Entendido. No diré nada a nadie.

– Todavía no lo comprende, ¿verdad? Shakeel no sólo estaba allí fuera, sino que vio algo. En el agua. La misma noche que desapareció el sargento.

Falk miró alrededor para comprobar que estaban solos, atónito y preocupado de pronto. No se habría sentido más vulnerable si alguien hubiera tirado una granada bajo sus pies. La pareja que se besuqueaba seguía concentrada en lo suyo a unos seis metros de distancia, y parecía completamente ajena a todo lo demás. Pero había que cubrirse, pensar en la Seguridad Operativa.

– Vamos al muelle -dijo Falk mirando alrededor-. Y no le diga una palabra de esto a nadie. ¿Comprendido?

– Por supuesto. Es lo que prefiero.

Las tablas crujieron bajo sus pies cuando se encaminaron hacia el final, fuera del círculo de luz que proyectaba una lámpara sobre un pilar. Un pez aleteó en la superficie y desapareció.

– ¿Qué es lo que vio?

– Una lancha. No una grande. Una de esas neumáticas pequeñas.

– ¿Hinchable?

– Sí, como las que usan los comandos.

– ¿La vio usted?

Hilger negó.

– Yo estaba distraído, medio dormido. Shakeel no me lo contó hasta la noche siguiente. Creo que le asustaba, como si supiera que era algo que no debería haber visto.

– Pero si ni siquiera se ve la playa desde allí.

– Es que no la vio en la playa. La lancha pasó, justo más allá de la rompiente.

– ¿En qué dirección?

– Hacia el este.

– ¿Hacia el Campo América? ¿Hacia el lado cubano?

Hilger asintió.

– Los tres.

– ¿Tres botes?

– Tres personas. Una lancha. Son las personas que vio Shakeel.

Falk pensó un momento en ello. Algo no cuadraba.

– Ni siquiera había luna aquella noche. ¿Cómo pudo haber visto algo, no digamos ya hacer un recuento?

– Por las luces de nuestro campo. Están encendidas toda la noche. No son tan intensas como las del Delta, pero sí lo suficiente. Lo vio, de eso no hay duda. No tenía ninguna razón para inventarlo. Y sé que no ha oído nunca nada de ese sargento.

– ¿Y estaba seguro de que eran tres?

– Sí.

– ¿Y por qué no se lo contaron a Van Meter?

– Ya se lo he dicho. Por los chicos. Yo no estaba allí cuando fue Van Meter. No me enteré hasta después. No soportaría que destrozaran a Shakeel, encerrado aquí para siempre.

– ¿Y cree que es eso lo que ocurriría?

– Van Meter se lo dijo a los tres. «Si me mentís no saldréis nunca de aquí.»

– Valiente mamarracho. -Sin mencionar que era un interrogador estúpido. Otro idiota que había visto demasiadas pelis policíacas en las que los gilipollas agresivos consiguen las pruebas.

– Además, supongo que si tres tipos salen a hacer el memo en una balsa y uno de ellos se ahoga, al final uno de los otros dos lo confesará, ¿verdad? Y si no… -Se encogió de hombros-. Entonces supongo que tendrán que vivir con eso.

– Así que, ¿qué cree que pasó? ¿Tres tipos que van a dar una vuelta furtivamente después de oscurecer? ¿Tal vez un breve viaje hasta la zona prohibida, sólo por diversión?

– ¿Qué otra cosa podría ser?

– No lo sé.

Pero en opinión de Falk, cualquier individuo que se había tomado la molestia de dejar la cartera y las llaves no encajaba en el cuadro. Una lancha neumática era precisamente el tipo de embarcación a la que se habría sentido menos inclinado a subir Ludwig.

– Bueno, no se preocupe, Hilger. Ha hecho lo que tenía que hacer contándomelo.

– Eso espero. Le confieso que he estado a punto de no hacerlo por, bueno, por lo que dicen.

– ¿Y de qué se trata?

– Oh, ya sabe. Las cosas habituales sobre los que hablan árabe. Uno de mi grupo dijo que creía que usted era uno de ellos.

– Bueno, ya sabe cómo son los rumores. Ya le he dicho que ha hecho lo que debía.

– Gracias, señor.

Hilger se marchó colina arriba con sus amigos sin añadir nada, mientras Falk miraba desde el dique balanceante. Los tortolitos habían desaparecido. Falk pensó en los rumores que estarían corriendo. Y se preguntó de nuevo qué estaría diciendo Pam. A lo mejor tenía razón Bo y ella lo contaría todo para salvar el pellejo.

Siguió dándole vueltas mientras se encaminaba a una de las mesas de la periferia del Tiki Bar acabando la tercera ginebra, y luego empezó la cuarta. Ya estaba bastante cargado para dar con un plan para averiguar más, y conocía a la única persona que podía ayudarle a hacerlo.

Volvió al coche y metió a tientas la llave de contacto, sin apoyarse un momento en el volante para hacer acopio de los restos de sobriedad. Sólo le faltaba caerse en una zanja con el coche, chocar con un cactus grande, o que le parara la patrulla de seguridad por conducir en estado de embriaguez. Encendió el motor, arrancó y se adentró en la noche, mirando por el retrovisor en cada curva para asegurarse de que no le seguía nadie.

Le costó trabajo encontrar la salida en la oscuridad. Y todavía más con los faros apagados. Bajó la ventanilla al acercarse al cobertizo de chapa ondulada y escuchó el tictac del motor, un metrónomo para el coro discordante de insectos nocturnos. Apagó la luz interior antes de abrir la puerta, y se dio la vuelta en el asiento para comprobar que no le habían seguido.

Sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo de la cartera y esperó unos segundos, sentado, pensando lo que iba a escribir. Quería que las instrucciones fuesen bastante vagas para no despertar sospechas en caso de que leyera primero la nota otra persona.

///Necesito que revise el aire acondicionado de Iguana Terrace otra vez -escribió a oscuras, esperando que fuese legible-. Hace un ruido detrás de la rejilla de ventilación. Gracias. Falk.///

Lo reconsideró, y añadió una posdata: «Cuanto antes, mejor».