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Falk no podía imaginar que la táctica funcionase, no en el estado en que se encontraba Adnan. Tal vez fuese entonces cuando habían decidido trasladarle al Campo Eco. Anotó el número de identificación y luego repasó rápidamente las demás hojas, pero no encontró nada que despertara su curiosidad.

Precisamente entonces recordó la petición de Bo: trae las páginas. No simples copias. Era una orden difícil de cumplir con Badusky sentado a pocos pasos.

– Estos números de identificación de los interrogadores… ¿tienen ustedes una lista general?

Badusky negó, mirando ahora con recelo a Falk.

– Eso está en comandancia -contestó-. Lo que me recuerda que no me ha dicho su nombre. Quiero decir que, normalmente no tengo que pedirlo, y ha mencionado usted algo sobre que pertenece a la Oficina, que está bien. Pero creí que sólo iba a investigar su calendario de interrogatorios. Si está averiguando otros, necesitaré alguna identificación mejor. Así que si no le importa…

– Falk. Revere Falk, agente especial del FBI.

Badusky le pidió que lo deletreara y lo anotó.

– ¿Y qué me dice de estas excepciones de salidas aquí? ¿No deberían incluir todas un número de identificación, y no sólo las siglas NCOIC?

– Seguramente -contestó Badusky, que empezaba a dar muestras de arrepentirse por haberse metido en aquello-. Me ha extrañado bastante cuando me lo ha enseñado.

– ¿Hay algún otro registro de esas sesiones?

– Que yo sepa, no.

– ¿Podría comprobarlo, sólo para asegurarnos? ¿Quién es su comandante?

– Iré a buscarle -dijo Badusky, tenso como un tambor.

En cuanto cerró la puerta al salir, Falk arrancó con cuidado las hojas con referencias OGF, más las de los días correspondientes de los registros de guardias. Las dobló, las guardó en la cartera y lo ordenó todo antes de colocar el cuaderno y el registro en el escritorio del sargento.

Pocos minutos después, volvió Badusky con un capitán de gesto contrariado, que alzó la voz sin dar tiempo a Falk a presentarse.

– Lo lamento, señor, pero he de pedirle que abandone el edificio de inmediato.

– No hace falta que se enfade, capitán, ya me marcho. Solamente una última pregunta sobre esas anotaciones especiales.

– La respuesta es no, no guardamos otro diario. Si necesita aclaraciones, tendrá que acudir al suboficial en cuestión.

– Eso va a ser un tanto difícil -repuso Falk-. Era el sargento Earl Ludwig.

Badusky y el capitán se miraron sorprendidos, sin saber qué decir.

Falk pasó a su lado y cruzó la puerta.

Falk miró el cielo cuando cruzó las verjas. Clifford empezaba a dejar sentir su presencia. El viento había cobrado fuerza y los nubarrones se agolpaban en el oeste. Todavía no había caído una gota, pero ya se olía la lluvia. Hacía demasiado calor para quedarse sentado en el coche, así que puso el motor en marcha para que funcionara el aire acondicionado mientras consultaba el mapa de la base. Quería localizar una carretera sin pavimentar y no sería fácil encontrarla a menos que supiera exactamente dónde mirar. Volvió a pasar el puesto de control, y tomó la carretera de Kittery Beach hacia la colina de la playa. Luego torció a la izquierda y entró en una carretera tortuosa pavimentada que llevaba al punto más alto de la base: la montaña de John Paul Jones.

Los marines disfrutaban subiendo a la cima de vez en cuando, sólo para demostrar que podían hacerlo, con las miras puestas en la bandera estadounidense que ondeaba en lo alto. El lugar guardaba numerosas reliquias de la Guerra Fría: emplazamientos de artillería abandonados hacía mucho tiempo, una estación de radar y refugios subterráneos para tiradores, también vacíos.

Los últimos planes del Pentágono requerían la construcción de una serie de grandes molinos de viento blancos que permitirían aprovechar al máximo la central eléctrica a diesel, cuyo mantenimiento resultaba más costoso cada día, debido a los mismos trastornos que habían llevado a los prisioneros al Campo Delta. Falk pasó junto a la estación de radar, saludando con un gesto lánguido de la mano al personal sentado en una tienda. Se detuvo un poco más adelante, cuando creyó haber llegado a la salida, una pista de coral triturado que bajaba la pared del arrecife. La tomó y avanzó despacio, entre los chirridos de los viejos muelles y amortiguadores del Plymouth.

Recorrió así unos cuatrocientos metros y llegó a su destino. Era otro puesto entoldado, excavado en la ladera, habitado entonces por unos cuantos reservistas de la Marina de New Jersey, miembros de la Unidad Móvil para la Guerra Submarina Costera. Habían montado unos prismáticos enormes en una plataforma giratoria del lado que daba al mar. No podía moverse nada en el océano que no vieran aquellos individuos desde allí arriba, aunque Falk no sabía lo que se vería de noche, incluso con lentes de visión nocturna.

Los dos individuos que hacían guardia se levantaron y salieron de la sombra cuando Falk bajó del Plymouth.

– ¿Qué tal, amigos?

– ¿Te has perdido o qué? -Ni rastro de sarcasmo. Parecían sinceramente perplejos al ver a un visitante civil.

– Precisamente quería veros a vosotros, lo creáis o no. Revere Falk, FBI.

La identificación del FBI solía afectar más a los reservistas que al ejército regular, sobre todo cuando estaban fuera de la alambrada. Los dos individuos parecían bastante impresionados.

– Sólo tengo que revisar algunos puntos de los sucesos de la semana pasada y figuráis en la lista de control.

La imprecisión no les preocupó, al parecer, y ambos asintieron.

– ¿Hay mucho que ver ahí fuera siempre? Me refiero al tráfico de embarcaciones.

– Barcos de pesca a veces, o un yate de crucero por el caribe, a una milla o así de la costa -contestó uno-. Un poco más cerca, suele verse la lancha de abastecimiento de JAX o una patrullera. Los nuestros vienen de frente, y a veces se ven los suyos en aquella dirección. -Señaló hacia el este-. Pero seguro que si salen los localizamos.

– Estupendo. ¿Lleváis un registro diario de todos?

– Claro -exclamó el segundo.

– ¿Conserváis el de hace una semana? ¿El del martes pasado, por ejemplo?

– Seguramente. -Se dio la vuelta para ir a buscarlo a la tienda, sin dejar de hablar-. ¿Quién ha autorizado esto?

– El general Trabert -contestó Falk sin inmutarse. Era bastante cierto, aunque el general rescindiese después su autorización.

– Perfecto -dijo el primero.

– ¿Os gusta estar aquí arriba?

– Más que allá abajo -contestó el primero, señalando con un gesto los lejanos tejados del Campo Delta, que incluso desde allí parecían achicharrarse en la calima-. Buena sombra. Brisa constante. Tal vez un poco solitario.

– Aquí está -dijo entonces el segundo individuo, acercándose con un diario en un estuche metálico-. La página del martes pasado parece bastante vacía.

Lo habitual. Se mencionaban las condiciones meteorológicas y la visibilidad, todo claro y normal. Ni tormentas ni lluvias nocturnas ni cambios de viento importantes. Lo mismo que había dicho el encargado del puesto de control del puerto. La única mención de botes era un barco de pesca cubano a lo lejos hacia el este, y una patrullera de la Marina avistada de madrugada.

El resto de la página estaba en blanco, sin actividad después de oscurecer. Con tan poco que hacer, Falk se preguntó si dormitarían o jugarían a las cartas. Él lo había hecho de marine. Y razón de más para no perderse nada. Estarían absolutamente deseosos de actividad.