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– Gracias -dijo Falk, devolviéndoselo-. Tiene que ser bastante aburrido.

El primero se encogió de hombros.

– Algunas patrullas paran aquí. También ellos se aburren un poco. Claro que se creen que esto en jauja. Uno llama a este sitio el cenador, como si nos pasáramos la noche con los pies en alto bebiendo cerveza. Y lo mismo los de las lanchas neumáticas. Nos hacen una visita de paso hacia la salida y a veces sueltan una pulla también.

– ¿Lanchas neumáticas? -preguntó Falk, procurando adoptar un tono indiferente.

– El contraespionaje militar los lleva al mar a veces -contestó-. Constituyen una especie de patrulla costera informal por la noche. Pero se supone que no lo sabe todo el mundo, y por eso no lo anotamos.

– Pero Trabert lo autorizó -dijo el segundo individuo.

– Sí, es legal y todo eso.

– ¿Con qué frecuencia lo hacen?

Ambos se encogieron de hombros.

– No es que anuncien un programa -contestó el segundo.

– ¿Y dónde está su punto de salida?

– En la Playa Azul. Pasan por aquí para llegar a la carretera de acceso.

Quedaba pocos kilómetros al oeste de donde había salido Ludwig.

– ¿Pasaron por aquí el martes pasado por la noche?

Los dos hombres se lo pensaron un momento y luego cabecearon.

– Se habrían parado. Casi siempre lo hacen.

– ¿Casi siempre?

– Siempre.

– ¿La misma tripulación cada vez?

– No sé si la llamaría tripulación. Dos por bote. Diferentes individuos. Supongo que lo establecen por rotación.

– ¿Quién es su almirante, a falta de una denominación mejor?

– El capitán Van Meter. Él siempre para aquí. Es un buen tipo.

– Sí. Lo conozco. Muy experto.

– Por eso le aprecian sus hombres. Nunca les pide que hagan algo que él no haría.

Como surcar el oleaje de noche en un bote hinchable. Aunque no aquella noche concreta, al parecer. O no desde allí. De hecho, si querías hacer un viaje rápido a la Playa Molino, habría sido mejor punto de partida la Playa Escondida que la Playa Azul, sobre todo si no querías que te vieran al ir hacia allí. Pues no sólo quedaba más retirada, sino que Falk acababa de comprobar en su mapa que el acceso a la misma estaba prohibido oficialmente, cerrado para proteger el delicado ecosistema. Una de esas rarezas que encuentras de vez en cuando en las instalaciones militares, como una reserva de águilas junto a un polígono de artillería.

– ¿El general te ha dado algún tipo de orden que puedas enseñarnos? -preguntó el primer individuo, que tal vez hubiese empezado a desconfiar-. ¿Alguna nota?

– ¡No!-contestó Falk, dándose la vuelta para marcharse-. Sólo de palabra. Tendréis que fiaros.

– ¿Fiarnos?

– Sí. Y gracias por todo. Una última pregunta. ¿Cuándo llovió por última vez aquí arriba?

El segundo individuo, que parecía aún conforme con todo, miró el diario y silbó:

– Ni una gota en veintidós días.

O sea, bastante antes de que desapareciera Ludwig. Bien.

– Gracias, amigos. Que tengáis una noche tranquila.

– Siempre la tenemos.

Falk se dirigió en el coche a continuación hacia la carretera que llevaba a la Playa Escondida. Le llevó un par de intentos fallidos y giros erróneos, pero al fin encontró una pista que usaban las patrullas motorizadas y que parecía seguir la dirección correcta. Por suerte, todavía había bastante luz, aunque las nubes eran más amenazadoras que nunca. Allí arriba, el viento estaba cobrando fuerza, entre los quince y los veinte nudos. Según lo último que le habían dicho, no había peligro de que Clifford se convirtiera en huracán. Se suponía que la tormenta se estaba debilitando, aunque aún era lo bastante fuerte para que la Guardia Costera llamara pronto a los Balleneros de Boston que patrullaban. No tenía sentido arriesgarse a tener que rescatar los propios botes cuando no había nadie más en el mar. La atmósfera daba la sensación de que el cielo estuviera a punto de abrirse, y Falk sabía que tenía que apresurarse.

Siguió la pista, apartándose lo imprescindible de la playa y aparcó. Localizó luego un sendero ancho que seguía cuesta abajo y siguió unos cientos de metros hacia la playa. Era coral triturado, lo que significaba que no quedarían huellas fácilmente.

En cuanto inició el descenso le sobresaltó un súbito susurro en la maleza a su izquierda. Se paró en seco, tenso, con las manos extendidas como un luchador que tiene que rechazar un ataque. Parecía que estuviese de guardia en la alambrada, sólo que se encontraba muy en el interior del territorio estadounidense. Prestó atención un poco más, pero no oyó más movimiento ni sonido. Habría sido una iguana que corría a ponerse a cubierto.

Falk esperaba que la Playa Escondida tuviese algo de arena. Algunas playas allí eran de roca y piedras, lo que los británicos llamaban «guijarral». Eso no le ayudaría mucho.

Resultó ser una mezcla. Casi toda la playa era de guijarros, pero había una franja de arena de unos tres metros de ancho que lo cruzaba a pocos pasos detrás de la playa, justo donde desembocaba el sendero y que fue donde Falk encontró lo que había ido a buscar. Sin lluvia en las últimas tres semanas que lo hubiesen borrado, y al abrigo de las rocas y la maleza que mantenían el viento a raya, la arena que quedaba sobre la línea de la marea constituía una tabla rasa para cualquiera que la hubiese cruzado hacía una semana o así. Y allí en el centro, en línea directa entre el sendero y el mar, había una huella débil pero inequívoca, una marca de metro y medio de ancho en la arena. Era la marca que quedaría arrastrando algo pesado, como una lancha neumática con un motor fuera borda. Falk extendió el mapa, que había llevado del coche, y cotejó la distancia con la escala, sólo para asegurarse de que no exageraba la conveniencia. La Playa Molino quedaba sólo a unos ochocientos metros, justo a la vuelta de la esquina a su izquierda, mirando al mar.

Mientras doblaba el mapa, empezaron a caer las primeras gotas. Cuando llegó al coche, llovía a cántaros, y el polvo y la humedad del parabrisas era un lodo pardo lechoso. Falk alzó la vista hacia la tormenta, sintiéndose tan reconfortado por ella como sólo podría sentirse un marinero. Para entonces, el sendero llano de la playa ya habría desaparecido. Las gotas de lluvia tenían un sabor salobre, un regalo del Caribe, llevado hasta allí por fuerzas lejanas.

Adelante, pensó. Estaba preparado.

24

Falk esperó a que oscureciera para ponerse en marcha. Llovía torrencialmente, la lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas en ángulos disparatados cuando subió despacio Skyline Drive. Aparcó a unos ochocientos metros de su destino, resignándose a un buen remojón a pesar de que llevaba puesto el chubasquero y un sombrero de ala ancha que usaba a veces para navegar. Llevaba una linterna en un bolsillo lateral cerrado con cremallera.

No se había molestado en cenar, tomando en su lugar un emparedado de la cooperativa después de su visita a la Playa Escondida. Estaba demasiado nervioso para otra cosa y sólo podía pensar en Harry, que en aquel momento estaría cómodamente en su casa de la ciudad de Guantánamo, descansando después de otro viaje por la Puerta Nordeste. Falk esperaba que el buen hombre hubiese conseguido cumplir su parte del trato.

Tuvo que adivinar dónde atajar entre las casas de apartamentos mientras cruzaba acechante los prados a oscuras de Windward Loop hacia el patio trasero de su objetivo final. Tuvo suerte, y salió sólo a un edificio de distancia. Pensó que la lluvia era una ventaja. Obligaba a todos a quedarse en casa y era un manto húmedo que le protegía de miradas indiscretas.

Se acercó a la parte posterior del apartamento, plenamente consciente de que dejaba huellas, imaginando a un especialista en pruebas haciendo moldes. Llegó al muro y se abrió paso a tientas por los toscos ladrillos como un escalador al pie de un acantilado.