Falk se habría puesto en pie de un salto vociferando si no hubiese deseado tan desesperadamente salvar el momento. Se agarró con ambas manos fuertemente al asiento. Pero una ojeada a Adnan le indicó que la causa estaba perdida. El joven le miraba fijamente, pasmado, con abatida expresión de que le había traicionado. ¿No acababa de decirle Falk que sólo estaban allí ellos dos? ¿Que nadie más lo sabría? Así que Adnan le había ofrecido su «gran regalo», por muy críptico que fuese, sólo para que lo acogiese aquel patán risueño con traje.
– ¡Maldita sea, Mitch! -exclamó bruscamente Falk-. Sólo cinco minutos, ¿de acuerdo? ¡Cinco malditos minutos y te dejo en paz!
Tyndall retrocedió, y su sonrisa se apagó un poco, sin desaparecer. Se suponía que nadie podía quedar mal nunca delante de los detenidos. Aquel tipo de rapapolvo estaba estrictamente prohibido.
– Tranquilo, tío -miró de nuevo su reloj-. Está ahí mismo detrás. Lo cojo y me voy. Me largo.
Falk no contestó, ni siquiera asintió. Y cuando se cerró la puerta, miró implorante otra vez a Adnan, intentando transmitirle lo indignado que se sentía y disculparse al mismo tiempo.
– No lo sabía -dijo-. De verdad que no lo sabía. Y estoy seguro de que no ha oído ni una palabra, o jamás nos habría interrumpido. Es un estúpido con prisa, simplemente. Un payaso ambulante.
Adnan no le veía la gracia, desde luego. Y la precipitada jerga de Falk tal vez no se hubiese traducido al árabe con tanta soltura como le hubiese gustado. ¿Qué significaría, en realidad, la noción de «payaso ambulante» para un yemení?
Adnan no diría una palabra más, y cuando volvió el guardia para escoltarle, se puso los brazos alrededor del tronco en una imitación involuntaria de una camisa de fuerza, eludiendo a Falk y mirando furioso la puerta abierta.
Estupendo, pensó Falk. Realmente grandioso. Nada como perder semanas de trabajo. Estaba seguro de que eso era lo que había ocurrido exactamente. El «gran regalo» de Adnan estaba arruinado en la mesa, seguía siendo un misterio oculto en el nombre de «Hussay».
Falk se marchó antes de que regresara Tyndall. Quería evitar un enfrentamiento, así que prefería no volver a verle la cara. Salió furioso, haciendo crujir la grava con sus pisadas y echando chispas mientras esperaba a que el guardia le abriera las sucesivas puertas. Y ahora, de vuelta a casa, cuando acababa de colgar el teléfono, tras la oferta de paz de Tyndall, cogió otra cerveza y volvió a grandes zancadas al césped, todavía intentando aplacar la cólera que sentía.
Pero ¿qué era lo que llegaba ahora en la oscuridad? Los faros que se acercaban venían de la dirección del campo. Era un Humvee, a juzgar por el amplio espacio de las luces, que pasaban la cancha de golf, y hacían luego una pausa antes de tomar su calle, Iguana Terrace. Avanzaba lenta y deliberadamente. Una visita de trabajo, seguro.
El destello de los faros le cegó cuando el vehículo dio un viraje brusco y tomó el camino de entrada. Falk consideró su aspecto: pantalones caqui, polo negro y el pelo empapado de sudor. Un soldado bajó del asiento del conductor y se dirigió a la puerta principal. Era extraño, pero no había visto a Falk en el césped y estaba llamando enérgicamente, sacudiendo la mosquitera con sus grandes nudillos.
– ¡Eh, soldado!
El individuo jadeó sorprendido y se volvió rápidamente. Falk se preguntó si se habría llevado la mano al costado buscando el arma, pero no podía determinarlo en la oscuridad.
– ¿Señor Falk? ¿Señor?
– Soy yo. Descanse, soldado. Y no tiene que llamarme señor.
– ¡Sí, señor! -Acento monótono. Otro del Medio Oeste.
Falk se acercó despreocupadamente, sintiendo el cosquilleo de la hierba en los pies. Abrió la puerta chirriante e indicó al hombre que le siguiera al interior, donde la atmósfera estaba tan cargada que resultaba asfixiante. Falk puso el ventilador del techo y fue como revolver una olla de sopa caliente. Se volvió hacia la puerta, pero el soldado seguía en el porche.
– Pase, por favor.
– Verá, señor, he venido a buscarle.
– ¿Problemas en el recinto?
El soldado vaciló.
– ¿Y bien? -preguntó Falk. Se le ocurrió de pronto algo aterrador-. No se trata de Adnan, ¿verdad?
– ¿El Adnan paquistaní o el saudí?
– El Adnan yemení. ¿No habrá intentado…?
– No, señor. Esta vez no.
Siempre eludían el tema del suicidio. Había habido cinco tentativas frustradas en el recinto de la alambrada las dos últimas semanas, y más de treinta desde la llegada de los prisioneros. Y ésas sólo eran las cifras oficiales, un total que había bajado espectacularmente en cuanto el Pentágono empezó a clasificar muchos como casos de SIB o «comportamiento manipulador autolesivo». Por entonces, más de la quinta parte de los detenidos tomaban Prozac u otros antidepresivos.
Adnan no había intentado suicidarse nunca y se había negado a tomar pastillas. Pero a Falk no le habría sorprendido nada después de lo ocurrido en la última hora.
– Así que todo va bien, entonces. ¿No hay que sedar ni lavar a nadie con manguera?
– No, señor. El problema es de nuestra parte.
Falk se alegró de no haber dado todavía la luz, porque por un breve instante casi se tambalea con un estremecimiento del pasado que le recorrió de pies a cabeza. Le recordó cómo se agita y tiembla la superficie del agua cuando un pez raya mueve súbitamente las aletas para surcar los bajíos. ¿Saldría un segundo policía ahora del Humvee para arrestarle?
– ¿De nuestra parte?
– Un tal sargento Earl Ludwig ha desaparecido. No lo ha visto nadie desde la hora de la cena.
Falk suspiró, de alivio y de fatiga al mismo tiempo.
– Continúe.
– Los hombres de su unidad creyeron que habría cambiado de turno. Pero comprobaron que no era así y empezaron a preocuparse. Hace más o menos una hora alguien encontró sus cosas en la Playa Molino.
– ¿Sus cosas?
– La cartera y la gorra.
– ¿El uniforme no?
– No, señor. Ni las botas.
– ¿Se lo han dicho a la policía militar?
– Sí, señor, pero creen…
– Que puedo ayudar. Por ser del FBI.
– Sí, señor. Teniendo en cuenta toda la… bueno, la sensibilidad aquí abajo, señor.
Una forma delicada de decir paranoia. El tipo llegaría lejos.
– Claro. Comprendo -empezó a calmársele el pulso-. ¿Adónde vamos, entonces?
– A la playa, señor. Han dejado sus cosas donde las encontraron. Como si fuera el escenario de un crimen, sólo por si acaso.
– Bien pensado.
Sobre todo para el ejército. O al menos eso creía el marine que Falk llevaba dentro. Pero era la idea del sargento Ludwig lo que le intrigaba. Perderse en Guantánamo era una verdadera hazaña, al parecer sin precedentes. Falk no sabía si aplaudir o inquietarse. Sabía que si el sargento no aparecía enseguida se armaría un revuelo considerable, digna de verse, aunque sólo fuese por su valor novedoso.
La vida en La Roca estaba a punto de ponerse interesante.
2
Siguieron la carretera de la playa hasta el laberinto de barricadas del puesto de control del Campo Delta, donde enseñaron las tarjetas de identificación a un policía militar aburrido, mientras otro los observaba por la mira de una ametralladora calibre 0.50. La prisión estaba iluminada igual que la Super Bowl, como de costumbre. El resplandor de las lámparas a aquella distancia provocaba la impresión de que las alambradas y las torretas de guardia emanaran un vapor anaranjado claro. Con los tejados blancos alargados y las campanas de ventilación de los bloques de celdas, el lugar parecía una granja avícola más que una penitenciaría.
El Humvee cruzó la verja principal, dobló luego por la esquina hacia el Campo América y siguió despacio pasados los barracones, caravanas y casas en las que dormían más de dos mil soldados. Playa Molino quedaba a kilómetro y medio. El pavimento terminaba en una espesura de cactus y zarzales, al pie de un pequeño acantilado coralino, y la playa propiamente dicha era un amplio semicírculo de arena de unos cien metros de diámetro. Junto a la misma, había una zona herbosa con mesas y un pequeño pabellón descubierto con una plancha de cemento resguardada. Antes de que construyeran el Campo Delta, la playa estaba aislada y apenas se usaba. Falk recordaba algunos idilios apasionados allí de sus tiempos de marine. Había compartido uno con la esposa de un alférez, representando la escena de la playa de la película De aquí a la eternidad, disfrutando tanto que nunca se le había ocurrido lo estúpido que era hacerlo con la esposa de un oficial de la Marina.