– Bueno, cuéntale lo menos posible a Van Meter.
– Para ti es fácil decirlo.
– Hablo en serio. Está metido en algo que va mucho más lejos de todo este lío. Y si…
Le hizo callarse otra vez; volvieron a oírse pisadas, y esta vez se detuvieron junto a la puerta, seguidas de un golpe apagado.
– ¿Pam? -era una de las compañeras de casa, en tono preocupado.
– ¿Qué pasa?
– ¿Estás bien?
– Perfectamente.
– Me había parecido oír…
– ¿Qué?
– Llanto. No sé, parecía un sollozo. -¿O una voz grave, tal vez?
– Estoy muy bien, de verdad. Hablaba sola. Oyendo música y farfullando. Es lo que pasa cuando la gente te aísla.
– Sabes que no depende de mí -respondió la compañera en el tono ofendido que adoptan siempre los que obedecen órdenes.
Las pisadas se alejaron sin más palabras.
– Tienes que marcharte -le dijo Pam a Falk en voz casi inaudible-. Ella me denunciaría si lo supiera. En serio. Quizá ya lo haya hecho.
– ¿Está todavía conectado el teléfono?
– Sólo el de la habitación de ella. Y la cierra con llave cuando se marcha.
– Gente encantadora.
– No peor que tus amigos, te lo aseguro.
– Lo tendré en cuenta.
Era evidente que la antipatía entre Pam y Bo seguía siendo recíproca, y así era como acababa bajo presión, cada uno acusando al otro. No era especialmente apropiado por parte de ninguno de los dos. Pero ¿dónde dejaba eso a Falk?
Se besaron de nuevo, suavemente esta vez, el marido que se apresura a tomar el tren para ir al trabajo. Luego se contuvieron mientras ella corría el pestillo de la ventana y la hoja se abría chirriando sobre el ruido discordante de la tormenta. Falk subió gateando al alféizar y se volvió para despedirse. Cuando ella susurró algo sólo pudo leer los labios:
– Vete por ahí -le dijo, señalando la dirección contraria a la que había tomado antes-. Así no pasarás por la ventana de ella.
– Gracias -dijo él, mientras el agua caía a raudales del sombrero-. Confío en ti.
Precisamente entonces era lo mejor que podía decirle, pensó Falk. En vez de asentir o contestar algo, ella se inclinó hacia él bajo la lluvia y acercó la cara a la suya; él volvió instintivamente la cabeza para que le dijera al oído el mensaje de despedida.
– Cuando estemos fuera, cuando pase todo esto, si pasa alguna vez, quiero que me estés esperando.
– Lo haré -dijo él, y se dio cuenta de que lo decía en serio. Así que lo repitió, aunque fuese sólo para convencerse-. Lo haré. -Como una promesa solemne, un paso a un terreno más alto que habría que mantener a toda costa.
Ella asintió, rozándole los labios con los suyos, y retrocedió al interior. Le goteaba el pelo mientras cerró la ventana, todavía mirándole. Luego cerró también las cortinas, cortando la línea de comunicación. Falk notó el nudo en el estómago y dio un paso en la dirección equivocada antes de caer en la cuenta, como un soldado a punto de pisar la mina.
Pensó en las muchas preguntas que había querido hacerle. Pero la más importante de todas era la siguiente: cuando pasara todo aquello, ¿estaría todavía ella allí esperándole? Sabía cuál sería la respuesta ahora, pero ¿y cuándo descubriera más sobre su implicación, sus pasos en falso? Su historial no era precisamente el de alguien con quien puedes permitirte que te relacionen cuando intentabas subir en la cadena de mando.
Atento cautelosamente a una ráfaga de luz o a la aparición de un centinela, cruzó la hierba empapada entre los edificios hacia la parte posterior, de nuevo en la noche lluviosa hacia su coche.
Todavía estaba empapado cuando llegó a la entrada quince minutos más tarde. Apagó el motor y siguió sentado unos segundos mientras la lluvia golpeaba el techo. Era un alivio que no hubiese habido complicaciones. Se sentía lo bastante a gusto para ver ya lo que le había enviado Harry. Dio la luz interior, arrancó la cinta del viejo sobre y buscó el contenido, recordando los días en que metía la mano en las cajas de Cracker Jack buscando el premio en el fondo.
El sobre contenía un pasaporte británico, a nombre de Ned Morris de Manchester, con la fotografía de Falk. Era una versión actualizada del que había usado en el viaje a La Habana. La fotografía también era nueva. ¿Cuándo la habría hecho?, pensó. En algún momento en Miami, tal vez. No había ninguna nota.
Su primer impulso fue encontrar la forma más rápida de destruirlo. ¿Intentarían tenderle una trampa? Casi se muere del susto al oír un golpe en la ventanilla del lado del pasajero. Un rostro pálido y empapado atisbaba por el cristal. Era Tyndall.
– ¡Déjame entrar! -un grito amortiguado-. ¡Abre!
Falk se guardó el pasaporte y el sobre en el bolsillo de la chaqueta y luego abrió la portezuela. Entró en el vehículo el ruido del chaparrón con el hombre de la CIA, que estaba casi tan empapado como Falk. Un relámpago iluminó el cielo y los gomeros batidos por el viento.
– Me has dado un susto de muerte -dijo Falk-. ¿Dónde estabas escondido?
– ¿No ves mi coche aparcado ahí delante? Estaba esperando a que salieras para seguirte dentro. Pero al final he desistido.
– Lo siento -dijo Falk, todavía con el pulso acelerado-. No lo vi con este lío.
– Llevo media hora esperando. Has conseguido lo que querías, pero tiene que ser esta noche y no puedes decírselo a nadie.
– ¿Pero de qué hablas?
– Adnan. Tu media hora de gloria en el Campo Eco. Ahora o nunca, lo tomas o lo dejas.
– Lo tomaré.
– Pues entonces, en marcha.
– ¿En mi coche?
– ¿De verdad quieres empaparte otra vez cambiando ahora de coche?
– No.
– Además, preferiría que no me vieran dirigiendo esta expedición. Pero deprisa. No tenemos mucho tiempo.
Apurados o no, Falk tuvo que conducir despacio por la lluvia, el agua corría ahora en cascadas por el pavimento anegado de las curvas. El paisaje la absorbía a toda prisa, como si supiera que podría tener que vivir de aquel gran trago semanas, pero la tierra ya no podía más, y corrían riachuelos por los espacios entre los matorrales y los cactus.
Cuando viraron bruscamente en las barreras anaranjadas hacia el puesto de control, aparecieron detrás de ellos un par de faros y el destello del espejo retrovisor casi cegó a Falk.
– ¿Quién será ese majadero? -preguntó Tyndall.
– No lo sé.
– ¿Sabe alguien que vendrías aquí?
– No.
– Tal vez sea sólo un noctámbulo, entonces. Pero ¿con este tiempo asqueroso?
El guardia del control, cubierto con una parka empapada, echó una ojeada a sus documentos de identificación y les hizo señas para que pasaran. El conductor que les seguía debía tener el pase listo también, porque al momento estaba otra vez detrás de ellos.
– Pasa la entrada principal del Delta y toma la siguiente a la derecha.
Falk lo hizo, pero el otro coche todavía los seguía.
– ¿Qué demonios se propone? -preguntó Tyndall, volviéndose en el asiento-. No sé si sería mejor dar la vuelta y salir de aquí.
– Demasiado tarde -dijo Falk. Estaban llegando a otra verja, donde otro guardia con parka se inclinó hacia la ventanilla.
– Aparque ahí -les gritó, señalando un pequeño estacionamiento de grava que había al lado-. Luego entren en la caseta. Ellos les atenderán.
Aparcaron, y el otro coche se les acercó sigilosamente.
– Bueno, vamos a ver -dijo Tyndall, y ambos abrieron las puertas para echar a correr hacia la caseta de la policía militar.
Nada más entrar, Falk oyó una voz conocida.
– ¡Un momento, tíos!
Era Bo, que acababa de cruzar la puerta. Falk suspiró, aliviado. Bo seguía en mangas de camisa, ni siquiera llevaba una cazadora.