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Falk le habría preguntado «quiénes» se lo habían dicho, pero sabía que no conseguiría nada. Había advertido al entrar que nadie cumplimentaba ningún formulario ni reseñaba en modo alguno su presencia para que constara. Podría deberse a que aquella visita no se registraba. O tal vez no se registrase ninguna visita al Campo Eco. Sus jefes de Washington habrían palidecido al saber que estaba allí, y no había ningún medio de que él les diera la información.

– No se preocupe, soldado. Asumo toda la responsabilidad. Sólo sujételo al suelo y espere fuera. Le llamaré si le necesito.

– De acuerdo, pero es muy difícil oír desde ahí fuera.

Sin duda, pensó Falk, mirando las paredes y la puerta. Quienquiera que hubiese construido el Campo Eco había pensado en todo, incluido el aislamiento acústico.

Tyndall y Bo estaban detrás del espejo, esperando a que empezara el espectáculo. Un espacio muy reducido y viciado, pero así era. Con el límite de tiempo, no sufrirían mucho y, teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba Falk, era improbable que la media hora fuese fructífera.

Falk había insistido en que no se asomaran ni hablaran alto en cuanto empezase la sesión. En el lamentable estado en que se encontraba el joven, sólo le faltaba a Falk otra intrusión que lo desquiciara, o lo hundiese más en el lugar en el que se hubiese refugiado. Y Adnan podría recordar a Tyndall de la semana anterior. Incluso una cara desconocida como la de Bo podría alterar el equilibrio.

Adnan jadeaba desde el momento en que entró en la habitación, y la hiperventilación no mejoró cuando reconoció a Falk. Dijo algo ininteligible, una especie de gruñido, e incluso eso le costó tanto esfuerzo que le cayó un espumarajo blanquecino en la barbilla. Le brillaban los ojos de cólera o de entusiasmo, o tal vez de ambas cosas. Pero resultaba evidente que quería decir algo para desahogarse.

– Tranquilo, vamos. Tranquilo, amigo. -Santo cielo, era como hablarle a un niño, a un perro. Falk tuvo que contenerse para no tender la mano y acariciarle la cabeza-. Todo irá bien ahora. -Pero no sería así, por supuesto, no si entregaban a Adnan al servicio de información yemení, cuyas tácticas serían todavía peores-. No sé si te lo han dicho, pero van a enviarte a Yemen dentro de pocos días. -Reprimió el impulso de decir «a casa», porque no habría sido la verdad. No pensaba mentir a Adnan. O eso había jurado-. Me han asegurado que van a hacerlo. -Pero dejarlo ahí, sin duda habría sido una mentira de omisión, así que Falk confesó-: Te entregarán a las autoridades, no a tu familia, aunque, con un poco de suerte, tal vez te dejen irte enseguida.

Le pareció oír una tos detrás del espejo. ¿Sería Tyndall que intentaba decirle que estaba contando cuentos? Demasiado tarde ya.

– Pero antes de que te marches, Adnan, tienes que decirme quién te ha hecho esto. Tienes que decirme quién te trajo aquí a esta habitación, y quién ha estado viniendo a verte.

– ¡Traidor! -balbuceó al fin Adnan, y la palabra pareció surgir de un lugar recóndito en el que se había calentado borboteando durante siglos-. Tú y las serpientes. ¡Traidores!

– ¿Las serpientes? -Era la primera vez que Falk le oía emplear aquella palabra.

– ¡Todos! ¡Sois serpientes todos!

El arrebato liberó suficiente presión para calmarle y cuando pasó, Falk se inclinó muy levemente, sin acercarse a él tanto como para resultar amenazador, sino sólo lo suficiente para poder bajar la voz y que le oyera.

– Escúchame, Adnan. Mírame. -Una mirada, la mantuvo casi. Luego apartó la vista hacia el rincón al que se volvía siempre cuando no tenía nada más que decir-. Tienes razón, Adnan. Tienes razón sobre las serpientes. Te han traicionado, pero yo quiero castigarlas por ello, y tú puedes ayudarme.

Falk esperó, y Adnan volvió la cabeza despacio, como un pivote que detuvo casi de frente. Pero siguió moviendo los ojos, los detuvo al encontrar los de Falk y los apartó de nuevo hacia el rincón.

– Puedes ayudarme -repitió Falk-. Puedes ayudarnos a los dos.

Bien, ya estaba, el engaño se deslizaba de nuevo en el enfoque, a pesar de las buenas intenciones. Pero ya no podía retirar las palabras, sobre todo porque parecía que surtían efecto. Adnan había vuelto la cara y clavó los ojos en los de Falk.

– Bien -musitó Falk, como el amo al perro-. Bien. Ahora voy a enseñarte unas fotos, Adnan. Algunas de las serpientes. Pero no te preocupes porque no están aquí, ni están esperando afuera ni volverán a hacerte daño. -Otra promesa que no podía cumplir, y sabía que seguiría haciéndole promesas mientras siguieran funcionando.

Falk sacó de la cartera el número de The Wire en el que figuraba el artículo sobre el equipo de Washington. Había doblado la fotografía, de forma que sólo se veía la cara de Fowler. Lo deslizó en la mesa para que pudiese verlo Adnan, haciéndolo despacio, con cuidado, para no romper el hechizo. Serpientes, de verdad. Él se sentía como una cobra que intentaba hipnotizar a su víctima con la mirada.

– Éste -le dijo, sin dejar de mirarle a los ojos mientras daba un golpecito en la foto-. ¿Lo reconoces? Mira la foto, Adnan. La fotografía no puede hacerte daño.

Adnan bajó la vista, y durante un momento tenso, Falk creyó que lo había perdido, tal era la impasibilidad del semblante del joven al mirar la foto. Era como si mirara un pozo, sin enfocar la vista.

– ¿Lo conoces? -preguntó Falk-. ¿Ha estado aquí?

Adnan negó despacio, con gesto impasible.

– ¿No?

– No -respondió Adnan, afablemente, como si rechazara una ración extra de postre-. No lo conozco. No está entre las serpientes.

Falk obtuvo el mismo resultado con la fotografía de Cartwright. Luego le enseñó otra vez la de Fowler, sólo para asegurarse, y también a modo de prueba. Si Adnan reaccionaba como si la viera por primera vez, entonces tal vez tuviese la mente vacía, reprimiendo el recuerdo de todos los que le habían hecho daño.

Pero no fue eso lo que ocurrió.

– ¡Ya me has preguntado por él! -exclamó Adnan, alzando la voz-. ¡Él no está entre las serpientes!

Retrocedió al precipicio. Falk retiró la fotografía.

– Muy bien, entonces. Muy bien. No pasa nada. No volverás a ver esa foto.

Esto hizo pensar a Falk que tal vez estuviese haciendo los interrogatorios allí la misma persona que había interrogado a los yemeníes en el Campo Rayos X. Si se trataba de Van Meter, contaría con un intérprete, y lo más lógico era que éste fuese Allen Lawson. Tal vez Fowler sólo observara desde detrás del espejo.

Por desgracia, no tenía fotos de Van Meter para enseñárselas, y no creía que pudiese conseguir una antes de que Adnan se marchara o el general Trabert descubriera lo que se proponía Falk y le encerrara. Ya era bastante portentoso que hubiese conseguido entrar allí, pensó.

– De acuerdo, entonces -dijo, cambiando de táctica-. Hablemos de estas serpientes.

Adnan negó.

– ¿No quieres que las castiguen?

Adnan se miró los pies.

– Bueno, ¿no quieres?

Asintió levemente.

– Entonces, descríbemelas. Cómo vestían. El color del pelo, los ojos.

Adnan miró a Falk como si fuese imbécil. Parecía furioso.

– ¡Son serpientes! -gritó-. ¿Qué más necesitas saber? Parecen serpientes, muerden como las serpientes, se enrollan y golpean como las serpientes. ¡Son serpientes!

Así que esto era donde se notaba el daño, supuso. Lo que explicaría por qué ninguna de las fotografías tenía efecto. Enséñale una foto de una serpiente de cascabel y quizá se ponga en pie de un salto, señalándola furioso. Pero Falk siguió adelante pese a todo, hablando en voz baja y manteniendo la calma. No volvió a inclinarse ni se levantó. Cruzó las manos delante de él sobre la mesa, donde podía verlas Adnan.

Adnan reaccionó de la misma manera, hasta cierto punto. Se calmó y no volvió a levantar la voz. Pero, pese a las diversas formas que probó Falk para conseguir una descripción de sus torturadores, Adnan respondía siempre lo mismo: