– Es todo lo que puedo decir de ellos -decía con cautela y evidente exasperación-. Son serpientes.
– Muy bien, entonces. Bien. Pero ¿cuántos eran? ¿Cuántas serpientes han venido aquí?
– Tres -contestó Adnan. Seguro-. Tres en este sitio.
– ¿Y en el otro? ¿El de antes de que vinieras aquí?
– Demasiadas. Muchas más.
– ¿Pero algunas de aquí son las mismas que antes? ¿O aquí son todas nuevas?
– Dos son las mismas que antes. Una es nueva. Aquí y la última vez en la selva.
– ¿La selva?
– Donde vivían los monos.
Debía de referirse al Campo Rayos X. A la última sesión antes de que le trasladaran allí. Todas las demás serpientes debían de ser los que habían hablado con él antes de que se encargara de él Falk. Éste se preguntó qué estarían sacando en limpio Bo y Tyndall de todo aquello. Ninguno de los dos comprendía el árabe, así que sólo se fijarían en los gestos, en los cambios de inflexión y de volumen. Habrían visto a Falk sacar el periódico, pero no sabían lo que era ni lo que le preguntaba. Menos mal, sobre todo en el caso de Tyndall. ¿O estaría el hombre de la CIA grabándolo todo de algún modo? Tal vez, pensó, aunque ya era demasiado tarde para preocuparse.
Falk consultó el reloj y vio que sólo le quedaban cinco minutos. Tyndall le había dicho que le interrumpiría en cuanto acabara el tiempo. Y, por lo que sabía él, la entrega estaba programada para el amanecer, aunque era probable que el tráfico aéreo se interrumpiese al menos hasta que pasara Clifford.
Hizo una última tentativa de conseguir una descripción de la serpiente más nueva, y fracasó; suspiró entonces, con la sensación de que no le quedaba nada que preguntar, al menos porque parecía que no quedaba nada que lograr. Adnan estaba más tranquilo ahora, pero su calma iba acompañada de un gesto de resignación tan ausente que Falk se sentía extrañamente desconsolado. Sólo faltaba una camisa de fuerza para completar el efecto, o las marcas de los puntos de una lobotomía. Adnan era un recipiente vacío, completamente agotado.
– De acuerdo, Adnan -le dijo amablemente-. Está bien. Lo has hecho bien hoy. Esto te ayudará.
Parecía que ni siquiera las mentiras importaran ya. El semblante de Adnan tenía la misma placidez rígida que un estanque congelado. Falk se levantó y llamó despacio a la puerta. El guardia entró de inmediato, con aire nervioso hasta que comprobó que no pasaba nada.
– Ya está -le dijo Falk-. Puede llevárselo.
La frase en inglés hizo reaccionar a Tyndall, que abrió un poco la puerta del cuarto de observación y susurró:
– Todavía te quedan tres minutos, ¿sabes? Si lo necesitas.
– Está agotado -dijo Falk-. No hay nada que hacer.
– ¿Agotado? -protestó Bo, sin molestarse en hablar en voz baja-. Yo no hablo árabe, joder, pero apenas lo has intentado. Parecías su terapeuta más que un interrogador. ¿Es eso lo que os enseñan en Quantico?
Falk oyó una súbita conmoción detrás, y luego un gemido desesperado de Adnan.
– ¡Serpiente! -dijo en árabe-. La oigo silbar.
Falk se dio la vuelta y vio a Adnan con la mirada brillante de miedo.
– ¿Y ahora qué demonios dice? -preguntó Bo.
– ¡Serpiente! -Adnan forcejeó con el guardia, que estaba sacando la porra del cinto.
– ¡Cállate! -masculló Falk por encima del hombro a Bo-. Y cierra la puerta. Quiero esos tres minutos. ¡Agente! Sujétele, pero no se atreva a golpearle. ¡Déjele ahí junto a la puerta, sólo un segundo más!
Falk sacó el periódico de la bolsa. Tenía el estómago revuelto pero mantuvo la compostura lo suficiente para que Adnan prestara atención, rogándole que se calmara para hacerle una última pregunta.
– ¿Es éste la serpiente? -le preguntó, en voz baja y firme, volvió la fotografía hacia el único rostro que aún no le había enseñado, el de Ted Bokamper, que vacilaba a la derecha de la foto.
– ¡Sí! -dijo Adnan, asintiendo rápidamente, y mirando luego furioso hacia el espejo de la pared opuesta-. Silba y está ahí. ¡Vive ahí!
– Cálmate, Adnan.
Pero Adnan ya no se calmaría, e incluso con esposas y grilletes, le dio problemas al joven policía militar, que acabó empujándole hasta su cama con las muñecas y los tobillos sujetos y cerró de golpe la puerta de la celda.
– Ha perdido el control -dijo el guardia despectivamente-. No es de extrañar que esté en este sitio.
– Sí. No es de extrañar -dijo Falk.
Cuando los tres volvieron corriendo bajo la lluvia al puesto de entrada, Falk ya había recuperado la compostura.
– Bo, ¿por qué no nos sigues hasta mi casa? Tú y yo tenemos que hablar.
– Opino lo mismo. -Falk le lanzó una mirada inquisitiva, pero sólo recibió a cambio la mueca insolente habitual-. Pero lamentablemente ahora mismo no puedo. Antes la obligación.
– ¿A las once de la noche?
– Eh, ya me conoces.
– Al menos, lo creía.
Pero Bo ya había cruzado la puerta, y corría hacia su coche en el chaparrón. Tyndall y Falk hicieron lo mismo y, después de cerrar la portezuela del Plymouth de golpe, el segundo se quedó un momento sentado con las manos sobre el volante, analizando las consecuencias de todo aquello.
– Todo esto me da muy mala espina -dijo Tyndall.
– No me extraña.
– ¿Qué es lo que pasó antes?
– No estoy seguro. Pero gracias por traerme.
– Faltaría más. Lo creo.
Falk estaba a punto de encender el coche, cuando se le ocurrió de pronto algo.
– ¡Joder! -exclamó, sintiéndose como un imbécil.
– ¿Qué? ¿Qué pasa?
Sacó la linterna y se inclinó todo lo posible en el asiento, mirando bajo el volante.
– Busca a tientas bajo la guantera -le dijo a Tyndall.
Tyndall tanteó bajo la guantera.
– ¿Qué es lo que busco?
– Cualquier cosa que no deba estar ahí.
– ¿Te refieres a esto, por ejemplo?
Se oyó un chasquido agudo en el lado de Tyndall, y cuando Falk volvió la linterna, vio que tenía en la mano un disco de metal pequeño.
– Estaba enganchado a un cable -dijo Tyndall-. Seguro que va derecho a tu radio. Así lo transmite tu antena.
– O sea que ¿pueden oírme a dos kilómetros de distancia?
– No soy un experto, pero supongo que algo así. Tal vez más. -Tyndall era un tipo muy listo, así que dedujo el resto rápidamente-: Creo que esto explica que acabáramos con un escolta.
– Claro. Mi buen amigo.
– No es de extrañar.
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a él. Y a sus jefes. Parte de nuestra clientela especial de productos de aquí. Yo no te lo he dicho, por supuesto.
– ¿Clientela especial? ¿Desde cuándo?
– Desde siempre. O al menos desde el último cambio de administraciones. Tú eres amigo suyo. Yo había dado por sentado que los dos trabajabais juntos.
– ¿Qué? ¿Para el FBI?
– En realidad no para el FBI. Sólo como parte de su… bueno, como quiera que se llamen.
– ¿Y qué podría ser eso?
– Nadie me lo ha dicho nunca. Lo único que sé es que determinada gente de mi unidad me ha pedido que coopere siempre que me lo pidan. Pero me sorprende que no lo supieras. La forma de andar juntos y demás.
Tal vez Bo y él hubieran estado trabajando juntos, pensó Falk. Sólo que no de la forma en que él había imaginado.
– Ya que todos los demás saben tanto, dime una cosa. Esos tres individuos del equipo, Bo, Fowler, Cartwright, ¿tenían números de seguridad asignados para firmar el registro por los detenidos de Delta?
– Parece una suposición acertada.
– No quiero una suposición. Quiero una respuesta.
– La respuesta es que sí. Pero no voy a decirte sus números.