– Es razonable. Sólo necesito un sí o no de uno.
– Pides demasiado.
– Vamos, Mitch. Es un número de mierda. Yo lo digo y tú me dices si es de Bo.
– ¿Pero crees que tengo tan buena memoria?
– ¿Para recordar esos tres? Por supuesto que sí.
– De acuerdo. Para esos tres, tal vez. Pero no es que tenga todo el Campo Delta memorizado. Oyéndoos hablar a algunos de vosotros, parece que espiamos a todo el mundo. Fowler arresta a alguien y nos culpan a nosotros.
– Yo no culpo a nadie, sólo necesito información.
– Tú y todo el condenado mundo. ¿Cuál es el número?
Falk buscó en sus notas a la luz de la linterna y luego leyó en voz alta los dígitos que se habían registrado para interrogar a Adnan el miércoles anterior en el Campo Rayos X.
– Es el de Bo, ¿verdad?
Tyndall negó y le lanzó una mirada extraña, que parecía más de apuro que de desconcierto.
– Tiene que ser el de Van Meter, entonces.
– ¿Qué es esto, el juego de las veinte preguntas? Maldita sea, Falk, ya basta. Pero de todos los números, yo habría pensado que conocerías ése.
– Bueno, no es de nadie de mi equipo.
– Por supuesto que no. Es el de ella.
– ¿De ella? -Una pausa, mientras todo encajaba-. ¿El de Pam?
– ¿Ya estás satisfecho? Se acabaron las preguntas, ¿de acuerdo? Creo que los dos hemos tenido bastante.
– De acuerdo -dijo Falk con voz débil.
Y, por segunda vez en diez minutos, su mundo se desmoronó.
27
Cuando Tyndall salió corriendo hacia su coche, Falk siguió sentado unos minutos en la entrada con el motor en marcha. Su primer impulso fue volver a casa de Pam: aporrear la ventana hasta que despertara a toda la casa, compañeras y demás, y luego exigir una explicación de pie chorreando en su suelo. Se abandonaría a merced de la policía militar.
Tal vez tuviese que dejar la base. Le pondrían en un vuelo, apartándole de toda esta amargura. Se llevaría las pruebas y les avergonzaría a todos. Lo filtraría a la prensa, quemaría todas las naves. ¿Por qué no, ya que todas sus naves estaban ya en llamas?
Pero ¿por quién o por qué causa le estaban traicionando sus amigos? Que él supiera, tanto Pam como Bo habían interrogado a Adnan. Sin embargo, a menos que la antipatía entre ellos fuese puro teatro, algo que planteaba posibilidades que Falk no estaba dispuesto a considerar precisamente en aquel momento, entonces habían acudido a Adnan desde programas opuestos. ¿Trabajaba Pam para Fowler y su arresto era una especie de tapadera? Todo ello carecía de sentido y le hacía sentirse utilizado. Debían de haberse reído mientras él correteaba entre ellos, deseoso de complacer y mantener la paz.
Apagó el motor y abrió la puerta. El ruido de la tormenta le tragó en una cortina de agua que caía sesgada en el asiento. Le tenía sin cuidado. Y tampoco le importaba empaparse. Había cuatro cervezas en la nevera y una botella de ginebra en el mueble bar. La idea de un olvido temporal tenía su encanto precisamente en aquel momento, así que no le preocupaba lo más mínimo que la lluvia le golpeara todo el camino acera arriba.
Cerró de golpe la puerta al entrar, se quedó congelado por el aire acondicionado, e hizo una pausa para mirar el crujido y el zumbido tranquilizantes de la unidad de la ventana mientras se adaptaba a la oscuridad. La única luz procedía de una ventana de la cocina, a la derecha, donde temblaba el brillo anaranjado de una farola, que se filtraba entre la densa lluvia. Las hojas de una palmera arañaban una mosquitera. Era peligrosa aquella tormenta. Tal vez no fuese una borrasca, pero sí formidable para quienes tuviesen la desgracia de encontrarse en el mar. Lo lamentó por ellos un momento, estuviesen donde estuviesen, zarandeados y solos, concentrados únicamente en mantenerse a flote.
Cuando iba hacia la nevera le sobresaltó el chirrido de un encendedor y el brillo súbito de una llamita en la sala. Había alguien sentado en el sofá.
– ¿Quién está ahí?
No hubo respuesta.
– ¿Bo?
– Una reacción instructiva. -Falk no reconoció la voz.
Entonces se encendieron las luces, que le cegaron momentáneamente.
– ¿Le importaría aclarar por qué esperaba que Ted Bokamper estuviese esperándole a estas horas?
Era Fowler, y no estaba solo. Había un policía militar de pie en un rincón del fondo, con el arma enfundada y las manos a la espalda.
– ¿Qué significa todo esto?
– Tengo algunas preguntas. Tome asiento.
– ¿Y si se largan de aquí ahora mismo? Estoy cansado, necesito una copa, y no tengo ganas de charla.
– Sírvase la copa. Pero no me marcharé hasta que hablemos.
– ¿Ha venido a arrestarme?
– ¿Debería?
Falk negó y se volvió pasillo adelante, alejándose de la cocina.
– Me voy a la cama. Apaguen las luces al salir.
Pero había otro policía que bloqueaba la entrada a su habitación, y cuando Falk se detuvo a considerar qué hacer a continuación, el próximo paso, una mano golpeó la pared detrás de él. La de Fowler. Le había seguido con la rapidez de un comando y estaba tan cerca que Falk notó su aliento a dentífrico.
– Muy bien -dijo Fowler, muy serio ahora-. Basta de juguetear. Puede complicar esto cuanto quiera. Pero no me venga con idioteces sobre órdenes o sus derechos civiles, porque sabe perfectamente dónde estamos y lo que eso significa en lo que se refiere a los derechos de cualquiera. ¿La Constitución? Ni idea. Estamos en la zona de exclusión, y estoy autorizado por la máxima autoridad, así que escúcheme bien. Ahora, ¿qué tal si nos sentamos los dos?
Falk volvió a la sala, preguntándose a qué se referiría Fowler con lo de «máxima autoridad». ¿De la base? ¿Del destacamento? ¿O de Estados Unidos? Sería completamente distinto, según a lo que se refiriera. A lo mejor era un farol. Pero Falk estaba seguro de una cosa. Nadie iba a leerle sus derechos.
– Debería quitarse esa chaqueta empapada -le dijo Fowler, volviendo a sentarse en el sofá-. Esto podría llevarnos un rato.
Al abrirse la cremallera, Falk notó el pasaporte falso rígido en el bolsillo derecho y supo que no podía resistirse. Un toquecito rápido del policía militar y no lo contaba. Colocó con cuidado la chaqueta chorreante en un perchero que había junto a la puerta como si estuviese cargada de explosivos. Luego se sentó en un sillón frente a Fowler.
– Francamente, me sorprende que volviera de Jacksonville -le dijo Fowler-. Cuando me enteré de que se había largado de la ciudad supuse que se quedaría allí hasta que pasara todo y que volvería luego sigilosamente como si nada.
– Es evidente que no ha estado usted mucho tiempo en Jacksonville.
– Tampoco usted, por lo que me han dicho. Se fue hacia el sur y no volvieron a verlo hasta el día del vuelo. ¿No le importa decirme adónde fue?
– ¿Ahora tengo que dar cuenta de mi tiempo libre? Demonios, ni siquiera soy militar. Soy civil. No tengo que darle cuenta a usted de nada.
– Mire, sé que puede considerarme un fanfarrón patriótico. Como muchos otros aquí. Es una especie de fatiga de combate en Gitmo. Dos meses de misión y todos se vuelven cínicos. Así que adelante, pero queda advertido. Ahora mismo su lealtad está en entredicho.
– ¿Lealtad a qué?
– A este destacamento y a todo lo que significa. A su país, a su jefe.
– ¿Le importaría explicarme qué le induce a creerlo?
– ¿De verdad quiere la lista?
– Sí. Porque, francamente, ya no estoy seguro de quién trabaja para qué o por qué. Y eso incluye a mis mejores amigos y compañeros, y también a usted, por supuesto.
– Ya que lo menciona, hablemos de sus amigos. Ted Bokamper, por ejemplo.
– ¿Qué le pasa a él?
– ¿Qué se trae entre manos? ¿Y qué papel desempeña en ello?
– Mire, no sé en qué suposiciones erróneas se basará. Pero yo no estoy involucrado en nada. Lo que haga mi amigo Ted Bokamper es asunto suyo. Si le he hecho algunos favores en el camino, han sido exclusivamente eso, favores a un amigo, y me gustaría saber para qué demonios eran, además, ahora que merecen tanta atención.