– Por lealtad, claro.
– Demonios, sí, por lealtad.
– Pero no es así como convenciste a Endler.
– Pues claro que no. A él le dije que todavía te necesitábamos para llegar al fondo del asunto con Van Meter.
– ¿Estás seguro de que no era ésa tu verdadera razón?
– Puedes creer lo que quieras, pero estás aquí y no en la cárcel.
– Claro, y estoy mucho mejor fuera. En arresto domiciliario y a punto de ser destripado y descuartizado.
– Endler hará lo que pueda. Pero no esperes que sea de inmediato.
– Así que soy un hombre libre, siempre y cuando el doctor consiga su guerra. De lo contrario, adiós muy buenas.
– Tendrías que permanecer oculto un tiempo, eso es todo. Se le explicaría todo al FBI.
– ¿Y Van Meter? ¿Él se sale con la suya?
– Se ocuparán de él.
– Seguro. ¿Qué será, otro accidente en el mar, o muerto en acción en Irak?
– Mira, Falk, si necesitas culpar a alguien, puedes echarle la culpa al joven marine estúpido que decidió que sería estupendo pasar un fin de semana a La Habana. Pero Endler no te despachará porque yo no se lo permitiré. Ya sabes cómo funciona el cuerpo.
– Ya, nunca dejamos detrás a nuestros muertos. Supongo que ahora me toca a mí.
Bo negó, más enfadado de lo que Falk le había visto desde la instrucción.
Se marchó al poco rato, dejando a Falk desconsolado en el sofá para que considerara su futuro. Las alternativas parecían claras. Contárselo todo a Fowler y que le recogiera en la red la otra parte, y posiblemente enfrentarse a acusaciones de espionaje a cambio. O mantener la boca cerrada y esperar que llegara una pequeña guerra espléndida a salvarle el trasero. Nada como tener aquello en la conciencia, aunque las cosas no ocurran nunca. Lo más doloroso era que el último comentario de Bo fuese cierto: sólo podía culparse a sí mismo. Falk había aceptado el trato, y todavía lo estaba pagando.
Se levantó, vagó por la cocina, abrió la nevera y luego la cerró sin decidirse por nada. Se había desvelado. Volvió a la sala y miró la carta náutica que le había regalado el alférez Osgood. Era una preciosidad, el camino para pasar la vida en el mar. Tal vez debiera haber aguantado y haberse quedado en Maine. Podría haber acabado borracho o ahogado, pero era el tipo de vida a la que acompañaba una claridad reconfortante. El éxito o el fracaso se medían por el peso de tus trampas, y cada día que llegabas a casa a salvo era otra pequeña victoria.
Las ramas arañaron de nuevo la ventana con una fuerte ráfaga de viento, y Falk se sintió inspirado, se le ocurrió una idea. Era una insensatez, pero se apoderó de él como una corriente potente, exactamente el tipo de plan estúpido que cabría esperar del hijo de un langostero borracho después de unas copas para darse valor, sólo que Falk estaba ahora absolutamente sobrio.
Quitó las chinchetas de la pared, bajó con cuidado la carta y la colocó en la mesa. Luego sacó las otras dos cartas del tubo. Era poco más de la una de la madrugada.
Salió al pasillo y fue a preparar sus cosas.
29
El camino fue lento y difícil en cuanto Falk entró en la tormenta. Tenía que cubrir casi un kilómetro entre la maleza, cuesta abajo hacia la avenida Sherman. La ruta que seguía no era empinada, pero el terreno húmedo parecía moverse bajo sus pies. Perdió el equilibrio y se deslizó con los pies por delante en la base de un cactus enorme. El ruido de la lluvia era ensordecedor mientras permanecía en el suelo. Por suerte, ninguna espina le atravesó las suelas de los zapatos.
Mientras se debatía para levantarse, creyó oír que alguien se acercaba por detrás, por lo que esperó inmóvil un momento, con los nervios a flor de piel, otra vez el marine de patrulla. Llegó a la conclusión de que era el ruido de la tormenta que le había engañado y siguió el descenso; el agua saltaba en el ala del sombrero, embravecida con el viento y la lluvia.
La bolsa de lona que llevaba a la espalda no le facilitaba nada el avance. Había pasado media hora preparándose, primero haciendo el petate y luego trazando un curso aproximado en la mesa de la cocina.
Lo más pesado de la carga eran dos garrafas de leche de casi cuatro litros que había recuperado del cubo de reciclaje en la cocina, había enjuagado con agua muy caliente y que luego había llenado con agua del grifo. También llevaba una muda de ropa, un par de zapatos de repuesto y todas sus notas de la semana anterior, con las hojas que había robado del registro y las dos cartas a Ludwig. Lo había envuelto todo en una bolsa de basura, que ató bien y metió en una segunda bolsa, para mayor protección.
Guardó el pasaporte británico, la cartera y el dinero en metálico de Florida en bolsas Ziploc dobles, se preparó luego dos emparedados de manteca de cacahuete y cogió dos bananas de la encimera de la cocina.
Antes de envolver en plástico el tubo de las cartas náuticas, extendió una sobre la mesa y conectó el portátil. Le habían cortado el teléfono, pero, al parecer, se habían olvidado la línea, otra señal de su presunción de que no tenía escapatoria.
Buscó la información más reciente sobre la tormenta en la web de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica. Acababan de actualizarla. Clifford estaba perdiendo fuerza, gracias a Dios, ya apenas era una tormenta tropical, con vientos continuos máximos de unos 35 nudos y cada vez disminuyendo. La imagen de radar mostraba su movimiento ciclónico, desintegrándose mientras sus brazos remolineantes barrían la zona sureste de Cuba. A la 1:25, el centro estaba a 19,3o de latitud norte y 74,5o de longitud oeste; y avanzaba a unas doce millas por hora en dirección oeste-noroeste.
Una vez determinado el curso previsto de la tormenta, Falk calculó que, cuando él saliera, estaría a unas treinta millas al sureste de la bocana de la bahía de Guantánamo. Las primeras horas tendría que capear los vientos más fuertes de la parte superior o derecha del remolino de la tormenta en sentido contrario a las agujas del reloj. No era precisamente lo que hubiese preferido, sobre todo en la embarcación que llevaría. La alternativa era esperar otras cuantas horas, lo cual reduciría considerablemente su ventaja, y supondría mar y cielo más tranquilos para sus posibles perseguidores. Con suerte (y necesitaría mucha), saliendo pronto casi habría llegado a su destino cuando alguien descubriera que se había marchado.
Lo último que hizo antes de salir gateando por la ventana fue anotar algunos puntos que esperaba alcanzar. Los guardó en una bolsa Ziploc más pequeña y se los metió en el bolso de la chaqueta junto al GPS de mano.
Tardó unos diez minutos en llegar a la avenida Sherman, y desde allí siguió el arcén, dispuesto a saltar corriendo a la maleza o a la cuneta si aparecía una patrulla de seguridad. No había mucho donde esconderse, pero las carreteras estaban vacías a aquella hora.
Falk estaba familiarizado con la elección de lanchas motoras por las excursiones de pesca que había hecho en Guantánamo. Las alternativas eran escasas: unas cuantas Bayliner y Sea Chaser. Las Bayliner eran las típicas embarcaciones de recreo, de elegantes líneas, con un camarote pequeño, y pensadas más para ser veloces que para soportar el embate del oleaje. Falk prefería la Sea Chaser de siete metros, con una cubierta abierta que se secaba enseguida y un casco que navegaba mejor con mar de popa, aunque, por supuesto, nunca la había pilotado con un temporal como el de aquella noche.
Antes de verlo, Falk escucho el sonido del puerto deportivo por el ruido casi frenético de las drizas en los mástiles de los veleros, un sonido que en cualquier puerto parecía el repique de campanillas de aviso diciéndote que no salgas al mar. La oficina de alquiler estaba oscura y silenciosa. Entró sin problema, perforando el cristal de la puerta principal. En el continente, la oficina habría estado provista de un sistema de seguridad, que habría permitido a la policía llegar en pocos segundos. Pero, a pesar de toda la seguridad de Gitmo en el perímetro y en el Campo Delta, apenas se preocupaban de pequeños hurtos y robos con allanamiento, sobre todo en aquel lado de la base. Alguien le había contado que el índice de delincuencia de Gitmo era muy inferior al de las ciudades estadounidenses del mismo tamaño.