Falk se abrió paso a tientas en la oscuridad hacia la parte posterior, donde Skip, el encargado, guardaba las llaves de las lanchas motoras colgadas en un tablero detrás del mostrador. Falk lo encontró en el suelo, apoyado en el mostrador, justo debajo de la caja registradora.
Tendría que llenar el depósito de combustible al salir, una idea peliaguda con las sacudidas del oleaje en el puerto. El depósito de 500 litros de la Sea Chaser le permitiría llegar a su destino sin problema, aunque la media habitual de 0,60 kilómetros por litro se reduciría considerablemente por el embate de la tormenta.
¿Qué más? Echó una ojeada alrededor en la oscuridad de la tienda. Un chaleco salvavidas, por supuesto, nunca prioritario para un langostero, pero imprescindible entonces para Falk. Cogió un rollo de cuerda extra para poder atarse a una cuerda de salvamento. Luego cogió otra cuerda y buscó entre los artículos de limpieza de un armario un cubo para usarlo de ancla flotante.
Cuando cerraba la puerta del armario, oyó un chasquido y se encendieron las luces. Falk alzó la vista asombrado. Vio a Van Meter plantado en la puerta de entrada, apuntándole con un revólver.
– Un poco tormentoso para una travesía, ¿no?
– ¿De dónde viene?
– Hice un pequeño examen de su casa y vi suelta una reja de atrás. Desde allí ha sido fácil. He visto venados heridos dejar menos rastro.
– ¿Entonces dónde están las luces intermitentes y la sirena? ¿El espectáculo para el jefe?
– Eso va después. Esos zoquetes de Fowler ni siquiera se han enterado de que se ha marchado.
Falk no sabía si alegrarse o alarmarse con la noticia, que sin duda correspondía al estilo de Van Meter.
– Todavía el Llanero Solitario, ¿eh?
– Menos gente que la cague.
– ¿Es eso lo que hizo Lawson en la balsa con Ludwig?
Van Meter se delató un momento, mirándole con ojos desorbitados. Enseguida se sonrió.
– Razón de más para ocuparme de esto por mi cuenta.
Falk miró a los lados, buscando algo que pudiese servirle de arma. El último comentario de Van Meter requería acción inmediata. ¿Sería de verdad tan estúpido como para cargarse a un agente especial? Sí, por supuesto. Y Falk ya había aportado muchas pruebas que indicaban provocación: huida del arresto domiciliario y allanamiento del puerto marítimo, con la llave de una lancha en un bolsillo y un GPS en la otra, más todos los artículos y un curso trazado.
No sería difícil convencer a las autoridades de que Falk había hecho algún movimiento súbito o amenazador. Pero no se le ocurrió nada que pareciese probable que diera resultado. Tirar el cubo no serviría de mucho. Unos pasos a la derecha había un ancla de esperanza que podría haber ido muy bien en combate medieval, pero no era rival para un revólver semiautomático Beretta calibre 9, el arma habitual de la policía militar.
Van Meter avanzó hacia él, sin bajar el arma mientras caminaba hasta pararse a menos de dos metros, justo fuera de su alcance, pero lo bastante cerca para no fallar el tiro. Una técnica perfecta, en otras palabras. Van Meter podía ser un vaquero estúpido, pero seguía su entrenamiento.
Falk estaba a punto de lanzar el cubo cuando vio movimiento en la entrada. Debió de traicionarle su semblante, porque Van Meter retrocedió.
Entró Bokamper.
– ¡Mecachis! -exclamó Bo, tan tranquilo y engreído como siempre-. ¿El marinero místico que vuelve a sus raíces?
Falk vio el disgusto en la cara de Van Meter. Era evidente que había contado con acabar la faena antes de que aparecieran testigos.
– Debías haberme llamado por radio, Carl. Tienes suerte de que yo haya estado haciendo el mismo recorrido. Y los tres tenemos suerte de que los policías militares que dejó Fowler sigan medio dormidos. Fowler es un alma de Dios en algunas cosas, hay que reconocerlo. ¿No estarías a punto de hacer algo que luego lamentarías, verdad, Carl?
– No lo lamentaría en absoluto, te lo aseguro.
– Esperaba que lo dijeras. ¿Qué tal si desaceleramos un minuto y decidimos el paso siguiente?
– ¿Qué hay que decidir? -preguntó a su vez Van Meter, pero bajó el arma, lo que permitió a Falk respirar al fin-. Aquí tu amigo estaba a punto de largarse en una lancha robada; y eso sin mencionar que parece saber lo que hemos hecho. Si quieres que se entere todo el mundo, será tu funeral.
– Y el tuyo también -dijo Bo.
– En tal caso, todavía tengo algo que hacer.
Alzó de nuevo el arma, colocándola en posición de tiro, y Falk estaba a punto de tirarse al suelo para protegerse, cuando Bokamper arremetió contra Van Meter por detrás, golpeándole lo bastante fuerte en la mano para desviar el tiro, una explosión que hizo añicos la luna de vidrio cilindrado que daba a la bahía. El viento y la lluvia entraron por la abertura con estruendo. En la lucha que siguió entre Bo y Van Meter, a éste se le cayó el revólver, que giró con un repiqueteo metálico. Falk se adelantó y lo recogió sin problema, tan tranquilamente como podría haber recuperado un lapicero que se le hubiese caído.
– ¡Basta ya, tíos! -gritó más fuerte que el viento, mientras los dos hombres se daban cuenta de la nueva realidad. La lluvia arrastrada por el viento los rociaba a los tres y el estruendo de la tormenta lo dominaba todo. A Falk le parecieron aplausos los ruidos de los masteleros.
– De pie, pero despacio. Venga.
– No puedes detenernos a los dos -dijo Van Meter, avanzando con cautela, todavía buscando pelea.
– Ya, pero te disparará a ti primero -dijo Bo-. Te lo garantizo.
– ¿Pero tú de qué lado estás, gilipollas? Le había cogido con las manos en la masa.
– Ya no se trata de lados. Aunque tú no lo comprenderías.
Se refería a la infantería de Marina. A la fraternidad del cuerpo. O tal vez sólo a los amigos. Pero Falk, como Van Meter, tenía un trabajo que hacer.
– Dentro del armario. Los dos.
Bo sonrió y negó, como si fuese objeto de una broma pesada especialmente ingeniosa y hubiese decidido tomárselo con ánimo deportivo. Van Meter era harina de otro costal.
– ¡Tendrás que dispararme primero!
– Entonces no te muevas, porque lo haré encantado. Si no, entra en el maldito armario.
Eso aplacó un poco el acaloramiento de su desafío, y entraron los dos en el armario.
– Ahora dejad las radios en el suelo y empujarlas.
Van Meter tiró la suya, apuntando claramente al revólver, pero falló por varios palmos. Eso convenció a Falk de que tenía que cerrar con llave el armario de inmediato. La puerta era muy fuerte y probablemente también la cerradura. La extravagancia gubernamental tenía sus ventajas a veces. Falk metió bajo la puerta un tope de goma del cuarto de baño. Tendrían tan poco espacio allí dentro que les costaría bastante agacharse lo suficiente para empujarla y soltarla y, en realidad, aplicar la fuerza de palanca suficiente para romper la cerradura. Estarían fuera de servicio hasta que llegara Skip a las nueve a abrir la tienda. Y con aquel tiempo, tal vez Skip durmiera hasta tarde.
Falk se encaminó a la puerta principal y apagó las luces, dejando de nuevo la habitación a oscuras, algo que le calmó los nervios de inmediato. Ahora sólo se oía la tormenta, cuyo estruendo sobrecogedor llegaba por la ventana rota. Pobre Skip. Se empaparía todo el local.
– Bon voyage -se oyó el grito amortiguado de Bo.