Van Meter sólo pudo soltar un angustiado «¡Mierda!», que fue más satisfactorio de lo que Falk estaba dispuesto a reconocer. Lo pasarían bien allí dentro. Sonrió por primera vez en muchas horas.
Pero todo aquello había sido la parte fácil de la noche. El mar era mucho más astuto que Van Meter, y le atacaría con todas sus armas. Su única esperanza eran las maniobras evasivas: todos los trucos de marinero que había aprendido de pequeño. Si vacilaba una vez, podía darse por muerto.
Diez minutos más tarde, Falk ya había llenado el depósito de gasolina y surcaba la bahía encrespada, lo bastante abrigada para permitirle mantener una velocidad de casi veinte nudos mientras el casco golpeaba y chapoteaba en las olas. Las boyas indicadoras del canal se balanceaban desaforadamente, luces verdes y rojas parpadeantes. Falk conectó la radio de la Marina. Todo era silencio en la emisora local. Si su partida aparecía en el radar de alguien -improbable-, o si alguien había oído su motor desde la costa -todavía más improbable con aquella vorágine-, entonces a nadie se le había ocurrido todavía dar la alarma ni intentar avisar al loco que iba al timón.
La estrategia general de Falk era bastante simple. La tormenta se centraba justo al sureste, lo que significaba que el viento y las olas le atacarían por el este cuando cruzara el arco superior del remolino. La corriente predominante seguía la misma dirección, por una dosis doble de fuerza de oleaje. En vez de lanzarse contra ellas y arriesgarse a orzar -una desesperada deriva de costado que permitiría que la ola siguiente lo hundiera- tomaría rumbo suroeste, empujado por mar de popa. Luego, cuando el remolino pasara, Falk ajustaría gradualmente el rumbo al sur para mantener el viento cambiante y el oleaje detrás.
Era un tango angustioso, y las primeras horas serían las más peligrosas. No importaba lo que dijera el Centro Nacional de Meteorología sobre el debilitamiento de Clifford, el lado superior o derecho de la tormenta aún conservaba su fuerza aspirante, con vientos que soplaban en la misma dirección que el avance del ciclón.
Al amanecer, si todavía seguía a flote, Falk se habría adentrado en la mitad inferior del remolino, donde el viento y el oleaje se moverían en dirección opuesta al avance de la tormenta, atenuando el embate. Falk planeaba seguir entonces rumbo sur, navegando contra la marejada. Consumiría más combustible e iría más despacio, pero cuando dejara atrás la tormenta aumentaría la velocidad. Falk se preparó cuando el barco salvó la Punta Windward, y el mar no le defraudó, recibiéndole con un ruido sibilante mientras las olas pasaban rápidamente de estribaciones a montañas. La media milla siguiente sería la más difícil, hasta que llegara a aguas más profundas.
Falk había capeado muchos temporales, incluso algunos después de oscurecer, pero lo sorprendente de éste era el calor, la atmósfera tropical cargada. La memoria muscular le indicaba que capear una tormenta suponía tener la cara entumecida y las extremidades doloridas, tal vez incluso una capa de hielo sobre las regalas y que el equilibrio se fuese al cuerno. En comparación, esto era una olla asfixiante en una oscuridad bullente. Pero cuando se aferró al timón, enseguida se hizo a la idea de que, sí, uno puede ahogarse incluso en una sauna.
La pequeña embarcación encajó el castigo muy bien, o al menos, mucho mejor que ningún barco en el que se hubiese hecho a la mar el círculo de langosteros de su padre. La primera embestida le llegó del este, y viró a estribor, encontrando el ángulo óptimo a tientas, porque en realidad no podía ver las olas hasta que las tenía prácticamente encima. Sólo podía notar la sacudida y el empuje bajo los pies cuando el casco aceptaba literalmente el reto.
Había poco que ver, aparte de sus luces de dirección o, cuando tenía tiempo e ingenio para comprobarlo, el pequeño rectángulo fantasmagórico del visualizador del GPS. La iluminación restante llegaba de las salpicaduras, trizas de algodón que pasaban como un rayo a su lado en la lluvia torrencial. A veces veía por encima del hombro izquierdo una ola que se alzaba en la popa, y vislumbraba las vetas blancas de espuma en su costado, como una inmensa ballena listada que saltaba del agua y caía luego estruendosamente, lanzándole miraditas.
Pero en algunos momentos casi le daban ganas de reír. Le producía un júbilo loco encontrar el ritmo, como el viaje en trineo de Nantucket del ballenero de Nueva Inglaterra, arrastrado a la gloria o la muerte en las cuerdas de los arpones clavados. Falk recordó la emoción y el espanto (siempre unidos) que había sentido al volver a casa en Stonington antes de una borrasca concreta. Los barriles iban llenos hasta el borde de chasqueantes bichos rayados, sacados durante el día de las nasas. Le olían las manos a cebo, y tenía la cara embadurnada de grasa de pescado, mientras contemplaba aterrado las olas que formaban murallas a su alrededor.
Pero aquella sensación de ritmo podía ser peligrosa, una nana siniestra, porque había inevitables sorpresas que te despertaban de golpe.
Una de esas sorpresas llegó hacia el final de la primera hora, justo cuando parecía que la tormenta empezaba a remitir. Hubo un destello blanco por encima del hombro. Una ráfaga de espuma pasó disparada como si la persiguiese algo terrible. Falk esperó en vilo cuando la lancha se deslizó de pronto en un seno, lo que indicaba que algo inmenso se alzaba detrás. Falk volvió la cabeza y vio alzarse la ola como un acantilado, una ola de casi diez metros que se abalanzó sobre él tan peligrosa y súbitamente que apenas le dio tiempo de girar el timón, desesperado por mover el casco a 45 grados. La popa se alzó, produciendo un efecto aspirante, como si la fuerza del oleaje hubiese eliminado toda la lluvia y el estruendo de la atmósfera. Era asombroso que no se hubiese hundido ya, que la popa no se hubiese sumergido, pero ése era sólo el primer obstáculo que tendría que salvar. Al instante, el barco colgaba al borde de un precipicio. Era la misma sensación de haber remontado una pendiente en la montaña rusa, el momento en que contemplas el vacío debajo y se te corta la respiración antes del descenso. Falk oyó el impulso del mar, y sintió el vértigo cuando el casco se deslizó por la cara de la ola, dejándose llevar ahora, demasiado rápido, lo último que él deseaba. El deslizamiento parecía eterno, la lancha con voluntad propia en un descenso en picado hacia el fondo del mar. Miró la proa, convencido de que atravesaría la negrura espumosa, arrastrando la lancha en un salto mortal. Entonces él se hundiría, la cuerda de salvamento le arrastraría hacia el fondo hasta que consiguiera soltar el nudo.
Pero la ola se extendió, el agua cruzó el espejo de popa por detrás. Eso aportó el contrapeso necesario para levantar la proa ligeramente, justo a tiempo para que planeara en vez de clavarse. Los remolinos de agua barrieron con fuerza la cubierta e hicieron resbalar a Falk, la última mala jugada. Se cayó de culo, pero consiguió no soltar la mano izquierda del timón, pues de lo contrario la fuerza del agua le habría arrastrado hasta que no pudiese más. Pero su frenético aferramiento movió el timón, y el barco cayó a babor violentamente, y, cuando Falk se levantó e intentó corregir el rumbo, el motor protestó con un zumbido, pues la hélice se había alzado por encima de la línea de flotación. La lancha era como un alpinista que ha perdido la sujeción, y la ola siguiente se acercaba para derribarle.
Se produjo entonces un ruido ahogado, un gargarismo humeante al tocar agua la hélice. El casco cayó a estribor, encontrando el ángulo correcto en el momento en que la ola siguiente pasaba por debajo. Falk aguantó, se tranquilizó y agradeció su suerte.
Hubo otras dos olas traicioneras aquellas primeras horas, pero ninguna tan amenazadora como la primera, y cuando la claridad del amanecer apuntó en el horizonte, Falk creyó que lo peor del viaje ya había pasado. Verificó su posición en el GPS y concluyó que había cruzado la sección central del remolino. De allí en adelante, las condiciones mejorarían. Quizá fuese el consuelo añadido de ver al fin la luz del día, pero también habría jurado que el oleaje se estaba calmando. Tal como se había pronosticado, Clifford se estaba debilitando con el amanecer, y avanzaba siguiendo la costa cubana hacia arriba.