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Ahora el lugar era una salida perfecta, escenario de frecuentes fiestas y comidas al aire libre para desahogarse. Aquella noche no había luna, pero la playa estaba llena de linternas. Cuatro policías militares registraban la arena como niños cazando cangrejos fantasma en las vacaciones de verano. Las luces de las linternas se inmovilizaron al oír llegar a Falk. Los soldados tal vez creyeran que era un oficial. Él observó divertido cómo los cuatro trabajaban de espaldas al agua. El mar nocturno solía producir ese efecto: toda aquella oscuridad sin límites, sorbiendo y retumbando invisible, como si amenazara con arrastrarte a lo desconocido si mirabas demasiado tiempo. O tal vez temieran que el cuerpo del sargento Ludwig estuviera allí, flotando hacia ellos en la marea.

Falk no estaba inquieto en absoluto, sobre todo porque había crecido junto al mar. El litoral de sus recuerdos era un lugar acogedor, con calas, islas, campos verdes y arrecifes pedregosos en los que gritaban las gaviotas y los cormoranes. El mar nocturno le resultaba tan acogedor como la sala de estar de su casa a oscuras. Sabía que siempre encontraría el camino hasta la puerta sin tropezar.

El viento se había calmado y las crestas de las olas brillaban iridiscentes. A pesar de lo que le había dicho el soldado que había ido a buscarle, parecía que lo habían revuelto todo. No era de extrañar, ya que alguien tenía que haber registrado la cartera para la identificación. Pero le disgustó ver huellas de botas casi en cada palmo de arena.

Un soldado iluminó con la linterna las pertenencias de Ludwig: una cartera, una gorra de camuflaje y un juego de llaves. ¿Para qué serían las llaves, a menos que el individuo aún llevara encima las de casa? Falk no creía que un simple sargento tuviese coche propio. El pequeño parque de automóviles de alquiler de Gitmo había sido acaparado hacía mucho por los oficiales superiores y los civiles como él. Todos los demás compartían furgonetas o recorrían la isla en una flota de viejos autobuses escolares, la versión de transporte público en el Campo Delta. Algunos soldados se compraban decrépitos «especiales Gitmo» (coches usados que se heredaban de un reemplazo a otro), pero eso rara vez ocurría con los reservistas.

El uniforme de Ludwig no aparecía. A menos que hubiese llegado allí caminando en bañador, o bien había decidido darse un chapuzón con botas y equipo de camuflaje o adentrarse en las colinas cercanas dejando atrás la gorra y la cartera. Ambas posibilidades parecían improbables, pero si Falk tuviese que elegir una de las dos, elegiría la segunda.

– Hay que retirar esto, señor -dijo el agente más próximo-. La marea está subiendo.

Eso suponía que ya había desaparecido todo rastro de las huellas de las botas de Ludwig dirigiéndose hacia el mar, y prácticamente no existía forma de distinguir sus pisadas de todas las demás. A pesar de la palabrería acerca de que el Campo Delta alojaba a los criminales más peligrosos del mundo, lo cierto era que estaba pésimamente equipado para procesar el verdadero escenario de un crimen. Era más probable que tuviese el equipo adecuado la patrulla costera de la base naval. El máximo esfuerzo de sus oficiales para conseguir mejor equipo parecía concentrarse en las comodidades materiales para los inquietos habitantes: televisores de pantalla grande para ver los deportes vía satélite con antenas parabólicas, cabinas de internet, una enorme terraza nueva para el Club Survivor, que era una versión frente al mar del Tiki Bar del Campo América. Aún estaban construyendo muchas casitas de playa, y el reducto empezaba a parecer una de esas ciudades de crecimiento rápido que acompañan a las fiebres del oro y a las ocupaciones militares. Incluso la semana anterior había llegado una banda de rock de Estados Unidos gracias al Programa Militar MWR: Moral, Bienestar y Recreación. Y antes había aterrizado en la bahía con su hidroavión el cantante Jimmy Buffett. Y esperaban a un humorista el fin de semana. Había torneos de golf, embarcaciones de alquiler, ligas de softball, clases de submarinismo. La diversión no cesaba.

– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Falk.

– El soldado Calhoun. Está arriba en el cuartel.

– ¿Cómo se llama usted, soldado?

El policía se miró el uniforme y advirtió avergonzado que no se había quitado la cinta adhesiva del turno anterior en el interior de la alambrada. Se la quitó.

– Belkin, señor. Cabo Belkin.

– Bien, cabo. Necesito hablar con Calhoun lo antes posible.

– Sí, señor.

– ¿Lo conoce usted?

– ¿A Calhoun?

– A Ludwig.

– Sí, señor. De mi unidad. Movilizada de Pontiac, Michigan.

– ¿Lo conoce bien?

Belkin se encogió de hombros y contestó:

– Bastante bien, supongo.

– ¿Es bebedor?

– Suele tomar alguna que otra cerveza. Poco más.

– ¿Le gusta nadar?

– Lo he visto nadar en la piscina. Pero nunca en la playa. Claro que yo no vengo aquí mucho.

– ¿Ha avisado alguien a las patrullas de a pie? ¿Por si se hubiese ido a las colinas?

Los marines aún recorrían el perímetro de la base a todas horas, y en los sinuosos caminos del Campo Delta solía haber patrullas del ejército, cuatro soldados en fila india, ataviados con maquillaje teatral y dieciocho kilos de equipo. Falk conocía la rutina perfectamente.

– Sí, señor. Los han interrogado a todos. Ningún rastro.

Falk negó con la cabeza y miró a Belkin a los ojos, procurando descifrar su expresión en la oscuridad.

– ¿Qué me dice de suicidio? ¿Cree que él podría ser ese tipo de persona?

– Imposible, señor.

– ¿Por qué? Ellos lo intentan -repuso Falk, señalando con un gesto la mancha de luz sobre el Campo Delta-. ¿Por qué nosotros no?

– ¿Dónde está la nota, entonces? -preguntó a su vez el soldado con cierta insolencia.

Tal vez Ludwig fuese más amigo suyo de lo que había admitido.

– No es su estilo, ¿eh?

– No, señor. Mujer e hijos. Buen trabajo.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Director de banco. Le habían ascendido poco antes del despliegue.

Así que probablemente fuese un tipo cuidadoso, que se atenía a las normas. Claro que Falk no estaba dispuesto a aceptarlo sin más sólo para no irritar a un amigo.

– La nota podría haber volado. Y quizás el banco tenga problemas. ¿Han registrado la cartera?

– Sólo la documentación. -Ahora el tono era desabrido. Belkin estaba claramente irritado-. Suponía que querría hacer usted el resto.

Falk se inclinó a recogerla. Era una cartera de cuero castaño oscuro, tan empapada ya del aire marino que tuvo que hacer fuerza para separar las partes. No contenía gran cosa. Algunas tarjetas de crédito. Un billete de veinte dólares mustio. Un par de recibos del Naval Exchange, un permiso de conducir expedido en Michigan y el resguardo de un depósito bancario arrugado, tal vez de su propio banco. Ninguna fotografía de la mujer y los hijos, lo que significaba que tendría algunas clavadas junto a su litera.

La aparición de otro Humvee interrumpió la inspección de Falk. Dejó con cuidado la cartera en la arena, y se volvió a tiempo de ver apagarse los faros. En la penumbra, sólo se distinguía un banderín con dos estrellas. Había llegado el alto mando.