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Falk consultó el anemómetro media hora después y la lectura era dieciocho nudos, con ráfagas de hasta treinta. Seguía siendo una borrasca corta, pero manejable. Falk se sintió más seguro cuando se iluminó el cielo. Iba a conseguirlo.

El problema ahora era mantener la concentración, no dejarse vencer por la fatiga. Hasta la débil luz del alba le hacía daño en los ojos. Después de las horas que había pasado parpadeando para esquivar las ráfagas de agua salada, el escozor era casi insoportable. Lo que más necesitaba era acurrucarse en cubierta y dormir, mientras la cálida película de agua chapoteaba y mecía el bote como una cuna.

Falk se preguntó qué pasaría en Gitmo, que había dejado unas cincuenta millas atrás en línea recta, aunque el curso arqueado que había seguido supondría unas sesenta y cinco millas de alta mar. Seguramente no tendría problema aunque Fowler hubiese ido a buscarle hacia las ocho, suponiendo que los guardias que había dejado vigilando fuera no hubiesen descubierto su desaparición. Y si Fowler esperaba hasta más tarde, entonces no descubrirían su ausencia hasta que Skip llegara al puerto deportivo, hacia las nueve. Sólo podía imaginar la historia que inventarían Bo y Van Meter. Si lo contaban todo, ambos quedarían en situaciones indefendibles. Y no era probable que ninguno de los dos aceptara la tapadera preferida del otro.

Fuera como fuese, lo peor de la tormenta habría pasado de Guantánamo. El equipo de búsqueda aérea dominaría el cielo. Tal vez la tripulación del helicóptero tuviera suerte y le localizara, pero lo dudaba. Era complicado buscar un bote pequeño solo. Falk había visto búsquedas que se prolongaban días en zonas de océano mucho más reducidas.

Más preocupante era que sólo había un limitado número de fondeaderos en sus destinos finales. La Marina avisaría a las autoridades portuarias y a los capitanes de puerto de Haití occidental y de Jamaica oriental del robo de una pieza militar estadounidense, para que estuviesen al acecho, aunque se tratara de una lancha de recreo. Si bien Haití no podía ofrecer la ayuda más eficaz, las autoridades no estarían preparadas para contener cualquier operación directa de búsqueda de Estados Unidos.

Esas circunstancias habían pesado considerablemente en las decisiones de Falk. Había optado por recalar en la isla Navassa, un rombo deshabitado de poco más de cinco kilómetros cuadrados, con acantilados abruptos y suelo muy árido, unas cien millas al sur de Guantánamo, y más o menos a un tercio del camino entre Haití y Jamaica.

Un alférez de la Guardia Costera había hablado a Falk de aquella isla en su época de marine, porque entonces había allí un faro. El lugar tenía una historia extraña. Contaba con abundantísimo guano, el excremento de ave que, tras siglos de acumulación, constituía buena parte de la masa terrestre isleña. El guano era un abono muy apreciado, por lo que Estados Unidos reclamaron la isla poco antes de la guerra de Secesión y cedieron la explotación a una empresa estadounidense. Las ínfimas condiciones de trabajo provocaron una sublevación cruenta, aunque sería el declive del mercado del guano lo que finalmente paralizó el lugar a principios de siglo. La Guardia Costera había cerrado el faro hacía siete años. Ahora los únicos visitantes estadounidenses oficiales eran equipos de investigación biológica del Departamento del Interior. Los visitantes más frecuentes eran pescadores haitianos que solían acampar allí de noche, sobre todo cuando tenían que aguantar una tormenta inminente como Clifford. Al menos, eso era lo que el alférez le había contado hacía mucho tiempo. Esperaba que siguiese siendo cierto.

Falk consiguió orientarse y encontrar el camino gracias al GPS. Porque la isla era tan pequeña que seguramente habría pasado de largo. Pero ya sin lluvia y a una velocidad de veinte nudos, con mar picada pero navegable, vio la isla Navassa justo delante: una protuberancia de acantilados grises a modo de frente, con una fina capa de matorrales.

Fue más fácil fondear de lo que había esperado, en una cala escasamente abrigada de la bahía Lulu, al suroeste de la isla. Lo mejor fue que sólo había anclado un maltrecho barco pesquero. El motor parecía sospechoso, y la pintura roja y blanca había visto mejores tiempos; pero Falk supuso que si había aguantado la noche pasada, soportaría unas horas más.

Le costó más trabajo llegar a tierra. Tuvo que hacerlo a nado, debatiéndose veinte yardas de mar todavía con marejada. Se agarró a una escala de hierro suspendida unos veinte metros en la pared del acantilado y le impresionó lo débiles que tenía los brazos y las piernas al subir al resbaladizo peldaño inferior. El oleaje le presionó el pecho contra el metal. Se sujetó con fuerza mientras retrocedía, con la ropa empapada, pesada como un ancla. Fue todo lo que pudo hacer para no caerse de espaldas en el mar esmeralda. Luego recobró el aliento lo bastante para iniciar la larga y lenta subida. Cuando iba por la mitad, el sol salió entre las nubes y sintió su calidez en la espalda. Llegó al final y subió a la tosca plataforma de hormigón, agotado. Podía seguir desde allí por una escalera de hormigón el resto del camino hasta la cima del acantilado. Pero estaba demasiado cansado y se quedó profundamente dormido enseguida.

Despertó a los pocos segundos, al parecer, sobresaltado por una sombra en la cara y fuertes pisadas de sandalias en el hormigón. Fue un momento oportuno, pensó, porque estaba soñando que llegaban muchos helicópteros a echar escalerillas desde el aire, cada una con un Van Meter oscilante al final. Abrió los ojos y vio el rostro moreno y curtido de un individuo fuerte y enjuto, con pantalones cortos harapientos. El hombre se protegió del sol llevándose una mano a la frente y le miró.

Falk miró el reloj. Sólo había dormido una hora. Tenía una sed insoportable, y un denso nudo de bilis en el estómago que le produjo arcadas. Pero primero lo primero.

– ¿Habla inglés? -preguntó.

El individuo negó y habló en un dialecto que Falk no entendía. Debía de ser criollo haitiano, pero un poco de francés podría resolver el problema. Así lo esperaba, porque era todo lo que tenía.

Al parecer, funcionó, porque a los pocos minutos habían acordado la transacción necesaria. El viejo pescador, que se llamaba Jean, era ahora el orgulloso propietario de un Sea Chaser de siete metros y medio, que había pertenecido hasta entonces a la división de Moral, Bienestar y Recreo de la Marina estadounidense. Falk era el nuevo patrón del maltrecho barco de pesca blanco.

Para ambos fue el acuerdo de su vida.

30

Miami Beach

Gonzalo no había dejado de vigilar si le seguían en los cinco días transcurridos desde su reunión con Falk. No sabía lo que le aterraba más: que se presentaran en su casa agentes federales o secuaces enviados por La Habana.

Ambas visitas parecían posibles, como consecuencia de sus comentarios indiscretos en el barco. Pero después de dos décadas de trabajar solo en gran medida, había sentido la necesidad de contar con un aliado mientras Falk y él se balanceaban en el oleaje de la bahía Biscayne. Más extraño aún era que había percibido la misma necesidad en Falk, un aficionado en aquel terreno de juego, si alguna vez lo hubo, pero también un alma gemela.

O eso esperaba Gonzalo. Cómo explicar que hubiese corrido el riesgo adicional de pedir a su viejo intermediario Harry que le entregara un pasaporte actualizado, si no fuera porque creía que Falk, como él, necesitaría pronto más flexibilidad. Era el tipo de presentimiento que compensaba con creces o te creaba graves problemas, y no había dejado de preocuparle desde entonces. Tal vez hubiese sucumbido al fin a la temeridad que afligía a toda la Dirección.