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En cualquier caso, la noticia significaba que Gonzalo no disponía de tiempo para dar su paseo matinal de costumbre. Tenía asuntos urgentes que atender. Montó de nuevo en la bicicleta y pedaleó hasta el otro lado del parque. Cruzó Collins hasta la avenida Washington y se dirigió a casa.

Se acercó a su apartamento como siempre que iba en bicicleta: no por la parte delantera, sino rodeando y entrando en el aparcamiento de la parte de atrás, abriéndose paso entre un contenedor y un arbusto grande de cocolobo, donde estaba la rejilla de las bicis.

Dejó la bicicleta y se dirigió al hueco de la escalera. Por el corredor de aire localizó un coche desconocido en el bordillo de delante, un Lexus negro en una zona de «Prohibido aparcar». Sólo los repartidores se atrevían a aparcar allí más de unos minutos. Se puso en guardia. Subió las escaleras despacio, agachado.

Al llegar a la segunda planta se asomó por la esquina lo suficiente para ver su puerta. Todo tranquilo, así que se acercó más. La puerta estaba cerrada y las persianas seguían cerradas. Si había alguien dentro, habrían vigilado su llegada desde el dormitorio o la sala de estar, sin apartar la vista de la calle y del césped de delante del edificio. Pegó la oreja a la puerta. No se oía nada.

Empezó a calmársele el corazón acelerado. El Lexus debía ser de alguien que había ido a visitar a un vecino. Estaba neurótico. Iba a sacar las llaves cuando oyó un susurro, sólo unas palabras, ininteligibles, y unas pisadas en el suelo manchado de arena. Su desaliño en la casa le pareció de pronto una bendición. Oyó más voces. Hablaban en español y en voz tan baja que apenas pudo captar algunas palabras. Había al menos dos hombres. Se alejó de la puerta, dobló por la esquina y bajó las escaleras, procurando no hacer ruido. Seguro que le habían visto llegar. Habrían apostado a alguien en la parte de atrás también. Pero eran descuidados, tal como habían ido las cosas durante años.

Así que volvió a subir a la bicicleta y, convencido de que seguirían mirando en aquella dirección, pasó entre el contenedor y el cocolobo, cuyas grandes hojas cerosas sonaban como plástico. Salió a la callejuela que llevaba a una calle lateral.

¿Adónde iría, ahora? A casa de Lucinda no. Podrían estar allí también. Tenía que avisarla. Era casi la hora de ir al trabajo. Lo que necesitaba realmente era un piso franco, pero ninguno era bastante seguro en aquellas circunstancias. ¿Debería llamar a alguno de sus hombres? Tal vez ni siquiera pudiera confiar en ellos ahora.

Pensó entonces en sus amigos de la playa, el disperso grupo de asiduos. Era hora de dar el paso siguiente, de hurgar un poco más en sus vidas o dejar que lo hiciesen ellos en la suya. Pero ¿a cuál de ellos le pediría ayuda?

Al soldado Ed Harbin no. Haría demasiadas preguntas. Los alemanes, Karl y Brigitte serían cordiales y querrían obrar correctamente, pero también querrían claridad, orden, cada cosa en su lugar, lo cual exigiría explicaciones, una lógica que no podía ofrecer.

Los Lepinasse, por otro lado, eran de Haití. Ellos comprenderían mejor que nadie la importancia de no hacer preguntas en el momento inoportuno. Y era jueves, así que estarían allí. Gonzalo pedaleó hacia el sur.

Todos estaban en la playa, como si lo hubiesen planeado con antelación. Una pequeña despedida para un amigo que ni siquiera sabían que iba a marcharse. Harbin estaba en el agua, y nadaba regularmente hacia la boya, con la espalda bronceada brillando al sol, dura como carey. Los Stolze se sentaban bajo su sombrilla de rayas, con los sombreros aleteando en la brisa en torno a su pálida tez nórdica. Y allí estaban también los Lepinasse, sentados junto a su nevera, con el obsequio de un banquete tropical desplegado ante ellos sobre una vieja tela blanca.

Su hija de cuatro años, la menor de los tres hijos que tenían, se levantó y corrió hacia el agua turquesa.

– Hola, Gonzalo -le llamó Charles alegremente.

Karl y Brigitte le saludaron con la mano.

Era grosero precipitar las cosas, pero las circunstancias apremiaban.

– Necesito que me ayudes -dijo en voz baja, mirando a Charles a los ojos-. Que me lleves en coche a un sitio, lo antes posible. A dos sitios, en realidad, y uno queda en Fort Lauderdale. Te pagaré la gasolina. Janette y los niños pueden quedarse aquí.

Charles no vaciló.

– Iremos todos -repuso con firmeza, recogiendo una piña y varias naranjas para el camino-. Lo que te haga falta. Y no tienes que pagar nada. Somos amigos.

Y así se abrió una brecha en la muralla, sin problemas. Los niños protestaron un poco, no serían niños si no lo hiciesen. Dos horas en los asientos de vinilo con el picor de la arena y la sal en el trasero era mucho pedir. Fueron enfurruñados casi todo el camino. Pero Janette y Charles actuaron con un sentido de misión, siendo como eran de un lugar donde nunca se cuestionaba la necesidad de urgencia cuando alguien pedía ayuda.

La primera parada fue en un banco de Aventura, un barrio de renta alta, en el que cajeros y directores estaban acostumbrados a no hacer preguntas, aunque no estaban acostumbrados a que sus clientes llegaran al aparcamiento en un viejo Chevette herrumbroso con todas las ventanillas bajadas y tres niños morenos amontonados con su madre en la parte de atrás.

La transacción se hizo sin contratiempos. Gonzalo enseñó su identificación, les enseñó una llave que llevaba siempre en su cadena y le acompañaron a una oficina con paneles de madera, donde un subdirector le llevó una caja de seguridad y le dejó solo. En el interior de la caja había un permiso de conducir del estado de Nueva York con la fotografía de Gonzalo y varias tarjetas de pago. Todas llevaban un nombre que los jefes de Gonzalo no habían oído nunca, ni siquiera su jefe. También había un sobre con diez mil dólares en metálico, sus ahorros de años de trabajo como guardia de seguridad y oficinista. ¿No era aquello el estilo americano, en realidad, guardar aquellos ahorrillos para el futuro?

Al salir del banco, Gonzalo localizó una cabina telefónica y decidió hacer una llamada rápida. No sabía cuándo vería una que todavía aceptara monedas.

– ¿Lucinda?

– ¡Qué delicia recibir una llamada de mi novio a media mañana! -exclamó ella; luego, como si acabara de advertir el tono apurado de él, preguntó-: ¿Pasa algo?

– Tengo que irme de la ciudad unos días. Por trabajo, claro.

– ¡Vaya! -El entusiasmo había desaparecido-. Claro. -Añadiría algún comentario sobre «las locuras» a menos que él actuara con prontitud.

– Lucinda, tal vez algunas personas pregunten por mí dentro de un par de días. Me buscarán, diciendo que son mis amigos. No les digas nada, pero no te muestres inquieta.

– ¿Qué pasa, Gonzalo? ¿Qué ha ocurrido?

– Confía en mí, por favor. Se solucionará en pocos días. Entonces volveremos a hablar de algunas de tus ideas sobre el traslado, ¿de acuerdo? Las he estado considerando seriamente.

– ¿De verdad?

Él se dio cuenta de que ella no podía decidir si alegrarse o preocuparse.

– Sí. ¿Este sábado tal vez?

– Por supuesto. ¿En mi apartamento?

– Bueno, tal vez sea un poco más complicado. Quizá tengas que hacer la maleta. Pero ya lo hablaremos.

– De acuerdo.-Su tono era ahora apagado, atónito-. ¿Gonzalo? En realidad no eres uno de los chiflados, ¿verdad? -era más una afirmación que una pregunta.

– No.

– Creo que siempre lo he sabido.

– Está bien. Guárdatelo para ti.

– Lo haré. Ten cuidado.

– Por supuesto.

Había tanto tráfico como siempre en la I-95, pero, a los cuarenta y cinco minutos pararon en el bordillo del carril de salidas del aeropuerto internacional de Fort Lauderdale. Antes de bajar del Chevette, Gonzalo puso cinco billetes nuevos de veinte dólares en la mano a Charles, y luego rechazó las protestas de éste.

– Por favor. Es lo justo. Me habéis salvado la vida, de verdad. Y si alguien pregunta por mí, no digáis nada. Ni siquiera a Ed Harbin ni a Karl y Brigitte.