Charles asintió, con gesto decidido. Janette hizo lo mismo. Todos se despidieron, pero fue la despedida de Joseph, su hijo de ocho años, la que confundió a Gonzalo cuando dio la vuelta en la acera para marcharse.
– ¿Volveremos a verlo, señor Rubiero? -le preguntó con ternura, asomando la carita redonda por la ventanilla de atrás.
– No lo sé, Joseph. De verdad que no lo sé.
Y se apresuró a atender sus asuntos.
31
Falk suponía que siempre había sabido dónde acabaría su viaje, por muy tortuoso que fuese el curso. Pero, en realidad, no lo reconoció hasta que se lo dijo en voz alta aquella noche por teléfono al encargado de reservas de unas líneas aéreas.
Llamaba desde un hotel barato de las afueras de Kingston, sentado exhausto al borde de un colchón hundido, procurando mantenerse despierto, después de un restregado caliente en una ducha minúscula. Había cenado en el bar de al lado buñuelos de cocha y dos botellas de cerveza Red Stripe.
El último trecho desde la isla Navassa había sido de ochenta millas. Él y el viejo pescador habían trasladado sus equipos a sus nuevos barcos respectivos. Falk había dormido luego unas horas al sol mientras el mar seguía calmándose. Hacia la una de la tarde, después de beberse casi cuatro litros de agua y devorar los dos emparedados de manteca de cacahuete, se consideró en forma para aguantar otra buena tirada al timón.
A pesar de la limpieza de la lluvia tropical, el viejo barco apestaba a pescado podrido y a lubricante, pero respondió mejor de lo esperado. El motor era otra cuestión. Alcanzaba una velocidad máxima de quince nudos, lo que supuso que no llegó a Port Antonio de Jamaica hasta las seis y media aquella tarde. Habría llegado a Haití en un tercio del tiempo, pero entrar en Estados Unidos procedente de un aeropuerto haitiano habría sido mucho más problemático, sobre todo con pasaporte británico, y eso sin mencionar los peligros de tratar con las autoridades haitianas.
No oyó ningún helicóptero en la travesía. El silencio le indicaba que le habían dado por muerto, que estaban buscando en todos los sitios equivocados o que habían decidido correr un tupido velo. Los rumores habrían proliferado en la base, y montar una operación de búsqueda y rescate sólo habría servido para que se propagaran más rápidamente. Más valía guardar un discreto silencio. Esperarían que apareciera en algún cruce de frontera con su propio nombre. O tal vez creyeran que había navegado un poco costa abajo para entregarse a los cubanos: el viejo traidor astuto que demostraría así finalmente cómo era. Falk suponía que Fowler podría creerlo, en cuanto se enterara de la historia. Bo se guardaría de hacerlo, y esperaba que también Pam.
Prácticamente nadie le prestó mayor atención en el puerto de Port Antonio (otra señal alentadora), así que se echó la bolsa a la espalda y llamó a un taxi resollante para el tortuoso viaje de una hora a Kingston, bordeando el pie de las Montañas Azules.
Y allí estaba ahora, aferrado al teléfono en la habitación de atmósfera viciada mientras el crepúsculo doraba la ventana. Reservó una plaza en el vuelo de las 6:45 a Boston de American Airlines, vía Miami, a nombre de Ned Morris de Manchester (Reino Unido). Dijo al empleado que lo pagaría al contado en la ventanilla. Con tan escaso margen de tiempo, el precio era exorbitante. A aquel ritmo, se quedaría sin dinero antes del sábado.
Falk telefoneó a continuación a Hertz para reservar un coche en Boston, pero de pronto cayó en la cuenta de que Ned Morris no tenía permiso de conducir y colgó al primer timbrazo. ¡Mierda! Tendría que tomar un avión más pequeño hasta Bangor y hacer a dedo el resto del camino (otros cuantos cientos de dólares desperdiciados), o tomar un autobús desde Boston, lo cual parecía interminable, sobre todo a alguien que a duras penas conseguía mantener los ojos abiertos.
Mañana, se dijo, dejándose caer en la cama con un crujido de muelles herrumbrosos. Mañana organizaría las cosas. Se sumió en un profundo sueño, sintiendo todavía el movimiento del oleaje en los músculos cansados, como si se preparara para el embate de una gran ola en la oscuridad.
Por la mañana, con cara de sueño, casi sin tiempo para una taza de café, corrió al aeropuerto para tomar el primer vuelo. No se molestó en adoptar un acento británico (demasiado cansado) y durmió durante la breve escala en Miami. Hasta que ya estaban en la segunda etapa hacia Boston, no se le ocurrió que podría aparecer su cara en televisión, aunque no había habido ninguna noticia sobre Guantánamo en los informativos de la mañana. Así que pasó el resto del vuelo acurrucado detrás de una revista, por miedo a que le reconociese alguien.
Se puso nervioso en la cola de control de pasaportes de Logan, pero pasó casi sin una pausa. Se concentraron sobre todo en los jamaicanos, que asentían repetidamente mientras contestaban una pregunta tras otra. Los agentes de aduanas sonrieron con una venia cuando pasó Falk, agitando la mano, con la bolsa fiable manchada de agua del mar. Menos mal que aún no tomaban las huellas dactilares a los viajeros británicos. Luego cruzó las puertas y pasó la hilera parloteante de los que esperaban a los viajeros y de conductores de limusinas con carteles escritos a mano.
Lo había conseguido. Estaba oficialmente en el país. Pero aún tenía que recorrer kilómetros para poder dormir. Sacó un billete para el vuelo de las 5:17 a Bangor y corrió a un puesto de periódicos a comprar el Globe, el New York Times y el USA Today. Les echó un vistazo y no vio ningún despacho de Guantánamo. Ni una palabra. Y otro tanto en los canales de noticias a todo volumen en el bar.
Tal vez el general Trabert estuviese maquinando todavía una tapadera. Parecía que al final Washington había conseguido en Gitmo su ideal en la dirección de los medios de comunicación. No salían noticias sin autorización o, al menos, sin semanas o incluso meses de retraso. Falk no era tan ingenuo como para sentirse orgulloso o seguro por esto; pero, de momento, era una ventaja a su favor. Cuando el avión aterrizó en Bangor poco después de las seis, había dormido y comido lo suficiente para recuperar la energía, e inició con entusiasmo el recorrido de los últimos cien kilómetros escasos. Sólo tardó unos minutos en conseguir que parara el primer coche, que le dejó en una salida nada más pasar Bucksport. Agitando la mano mientras el coche desaparecía en una curva, Falk experimentó una profunda sensación de consuelo en el silencio de la estrecha calzada. El cielo vespertino teñía el paisaje de un rosa encendido. Pinos y álamos se inclinaban en ambos arcenes de la carretera, y el rugoso pavimento estaba pandeado y arqueado. El aire olía a resina, a hierba y ligeramente a mar.
El segundo trayecto le llevó hasta South Penobscot. El conductor del tercer vehículo que le paró, un camión frigorífico que acababa de entregar un cargamento de langostas, le dijo que iba directamente a Stonington. Y de ese modo, sin haber tenido realmente tiempo para prepararse, Falk se vio rumbo a casa, botando en los baches de la carretera 15, mientras pasaban las entradas y las casas de antiguos amigos.
Justo antes de cruzar la ciudad de Deer Isle, pasaron la casa en que Falk había vivido sus primeros años. Habían restaurado los lados de madera y habían sustituido el encalado por un azul verdoso. El tejado estaba arreglado y el césped cortado. Al otro lado de la carretera, la casa de McCallum había superado el aburguesamiento, convirtiéndose en una galería de arte. Pero Falk vio en la puerta contigua al señor Simmons, que debía ser ya octogenario, llevando la segadora como lo había hecho siempre, balanceándose en una nube grasienta de gases mientras pasaba entre las cinco fuentes para pájaros que llevaban en su patio toda la vida. Uno de los primeros recuerdos de Falk era lanzar barcos de papel para que flotaran en sus plácidas aguas.
Las vistas se multiplicaron y el goteo de recuerdos se convirtió en un diluvio. Allí estaba el prado que llevaba a la pista del estanque de los lirios, su antiguo lugar para nadar. La ciudad de Deer Isle pasó volando, y Falk vislumbró la pequeña biblioteca en la que había pasado tanto tiempo. Habría cerrado ya a aquella hora, pero imaginó que veía por una ventana los estantes silenciosos, la mesa de roble y el reloj de la pared con su tictac característico. Vio los turistas que paseaban junto a las tiendas de antigüedades, aunque también podrían ser fantasmas que rondaban este museo de su infancia. Sí, podría ocultarse allí perfectamente, porque había mil escondrijos en los que había aprendido a hacerlo. Cuando llegaron a Stonington, literalmente al final de la carretera, encontró habitación en una pequeña pensión con un nombre francés mucho más extravagante que la decoración sencilla pero inmaculada. Era una casa de madera gris, situada en un cerro arbolado que daba a Greenhead Cove, la pequeña ensenada en la que su padre y todos sus amigos amarraban los barcos langosteros durante la temporada. La única habitación libre era una individual junto a la cocina, sin vista, con un baño en el pasillo.