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– Paré junto a la vieja caravana -dijo Falk.

El señor Holman pareció confuso un momento; pero enseguida cayó en la cuenta y se le iluminó la cara.

– Te refieres a la vieja caravana de tu padre. Había olvidado que también viviste allí, ha pasado tanto tiempo… Tuvo que dejarla cuando se trasladó a la residencia, claro. Pero allí está mejor. Le dan todas las comidas a su hora. ¡Demonios! Creo que la mitad de sus amigos pescadores estarán allí ahora. Dame a mí unos años más y ya veremos. -Se rió un poco más fuerte de la cuenta-. Pero ya te lo contará él todo, supongo.

– Sí, estoy seguro.

Sólo había una residencia de ancianos en la isla y quedaba a unos ochocientos metros de su antigua casa, junto a la carretera. Sonó la campanilla de la puerta y entró otra persona, un turista, a preguntar cuándo ponían a la venta la captura del día. Falk aprovechó la ocasión para iniciar su retirada.

– Ya nos veremos, señor Holman.

– Vuelve a vernos, Revere.

Pero Falk comprendió entonces que no tenía forma de llegar a la residencia, a menos que quisiera recorrer once kilómetros en bicicleta. Así que esperó junto a la puerta mientras el señor Holman le decía al turista que volviera más tarde, cuando los barcos estuvieran descargando en la báscula del puerto.

– Por cierto, señor Holman, lamento tener que pedirle un favor, pero me falló el coche de alquiler esta mañana y tuve que llegar al pueblo en autostop. ¿Podría dejarme…?

– Pues claro, hijo. Llévate mi furgoneta. Está ahí mismo.

Le tiró las llaves.

– No la necesito hasta las cuatro.

Y, por la forma de decirlo, Falk se preguntó si el señor Holman habría creído una palabra de los cuentos chinos sobre la carrera en el extranjero de Revere Falk.

Subió al vehículo y arrancó. El sonido del motor parecía el estruendo de una pequeña fábrica; tenía el silenciador destrozado por el aire salino y los crudos inviernos. No era de extrañar que allí todos los mayores de cincuenta hablaran a gritos después de tantos años de tener que hacerse oír con aquel ruido. La vibración del motor le recorrió la columna como señales de Morse enviándole un mensaje de todos los preamaneceres de su pasado, las horas frescas en que se soplaba las manos hasta que se calentaba el motor en el viaje a la bahía. Falk salió del aparcamiento y volvió hacia el pueblo, y luego tomó la carretera 15 hacia el norte. Así que había llegado el momento, suponía, y sentía el estómago ligero y palpitante. Y la sangre que se le agolpaba en la yema de los dedos. Un encuentro para la posteridad. Pero ¿qué demonios diría él?

Falk aceleró, y el motor retumbó. Siguió hacia el norte, tan absorto en las vistas que se desplegaban ante él que ni siquiera se fijó en el Ford azul oscuro que se metió detrás de él justo cuando salía de la ciudad.

El Ford se rezagó enseguida, manteniendo una distancia prudente pero sin perder nunca del todo el contacto.

32

El simple hecho de saber que su padre vivía aligeró la carga de Falk, aunque sólo fuese apartando sus pensamientos de Gitmo.

Una parte de él siempre había creído que cuando reuniera el valor suficiente para regresar encontraría sólo una lápida. En cambio, su padre estaba en aquel momento sólo a unos kilómetros en la carretera 15, tal vez charlando con sus viejos amigos en una sala de juegos, revisando las cartas mientras esperaba el siguiente reparto. Sobrio, nada menos.

Lo que preocupaba a Falk eran las implicaciones implícitas de la noticia que había mencionado Bob Holman, como si bordease de puntillas algo catastrófico. Falk supuso que podría encontrar a su padre conectado a tubos y monitores, con una mirada vidriosa y vacía, y el hijo olvidado hacía mucho.

Entró en el aparcamiento, bajo un dosel de árboles jóvenes. La Residencia Blue Cove era un edificio de ladrillo de una planta, que contaba sólo con treinta camas, no lucrativo y nada selecto. Falk imaginó que pagaría la cuenta alguna dotación gubernamental.

Se acercó a la recepcionista que había detrás del mostrador alargado. A primera vista, la joven le recordó a su hermana, a quien había visto por última vez cuando él tenía once años y ella dieciocho. Le dijo el nombre de su padre, y ella lo escribió en el ordenador mientras miraba una pantalla parpadeante. Cuando volvió a alzar la vista, Falk pensó que el parecido con su hermana se había esfumado y era como cualquier otra joven de cabello oscuro y ojos castaños.

– ¿Su nombre?

Falk vaciló un momento. ¿Y si las cadenas de televisión empezaban a transmitir su nombre en los noticiarios de la tarde?

– Revere Falk. Soy su hijo.

– ¡Vaya! -exclamó la joven, alegrándose-. No sabía que tuviese ningún… Bueno, a nadie.

Así que su padre no había seguido urdiendo sus historias allí, al parecer. Falk se preguntó si tendría alguna fotografía en la habitación. La recepcionista le indicó que siguiera un pasillo a la derecha.

– Si no está despierto, pida ayuda a una enfermera. Y también puede esperar en la habitación.

– Gracias.

El pasillo olía a medicamentos y a desayunos a medio terminar, a cuñas sin lavar y a productos antisépticos. Alguien tosía espasmódicamente en una habitación, y, en otra, alguien gemía. Y parecía que había un televisor a todo volumen en cada una de ellas. La atmósfera estaba cargada, como si estuviese puesta la calefacción. Todos estos pobres cuerpos se helaban enseguida. Cuando encontró al fin la habitación de su padre, había vuelto al precipicio del miedo.

La puerta estaba entornada. Llamó ligeramente y oyó agitarse las sábanas. Una voz ronca de anciano preguntó:

– ¿Sí?

Falk entró enseguida y vio un rostro vagamente familiar, pero reducido a los elementos esenciales, con la piel traslúcida. Reconoció primero los ojos (azul claro y un poco llorosos), que se animaron al reconocerlo cuando se acercó más. Afluyó el color a las mejillas del anciano, y el cambio fue espectacular, como si alguien hubiese aumentado su energía cincuenta mil vatios.

– ¿Papá?

El hombre sonrió ahora realmente, y se le formó una lágrima en la comisura de cada ojo. ¿O intentaría su padre sólo despejar la neblina de su campo de visión?

– ¿Hijo? ¿Revere?

Falk contestó con voz entrecortada:

– Sí, papá. Soy yo.

Cruzó el suelo de linóleo con piernas temblorosas y se acercó a las barras de aluminio de la cama. Tenía un tubo de respiración en la nariz, otro tubo en el brazo derecho, que goteaba un líquido claro de una bolsa suspendida, y un tercer tubo que salía de debajo de las sábanas hasta una bolsa de plástico llena de un fluido amarillento.

– Hijo -dijo su padre, con voz más reconocible ahora-. Así que te lo han contado.

– No, no me han contado nada, en realidad. Sólo decidí que era el momento. Que era cosa del pasado, en realidad.

– ¡Caramba, entonces! ¡Caramba! -aquella leve sonrisa de nuevo.

Su padre alzó una mano blanca y huesuda e intentó tocarle, pero no pudo salvar la barra, así que Falk se la cogió, estrechándosela junto a la muñeca mientras se agarraban con torpeza. Tenía la palma cálida y el dorso helado. La piel parecía tan quebradiza como papel de arroz, como si fuese a romperse con la presión. Falk sintió en la muñeca el levísimo latido del pulso de su padre. Le apretó la palma y su padre apretó también. Falk carraspeó.

– He visto a Bob Holman en la cooperativa. Me ha dejado la furgoneta para venir.

– ¿Qué? ¿Un tipo importante como tú no tiene coche propio? Y pensar toda la basura que les he estado contando.

– Ya me lo ha dicho el señor Holman. Que vivía en Europa. Que trabajaba para el gobierno. En realidad, no ibas muy desencaminado.

Asintió, como si fuese así sin duda.

– ¿Tienes hijos?

– No me he casado. Como imaginabas.

– ¿Dónde vives?

– En Washington.