Выбрать главу

Gitmo era demasiado difícil de explicar. Además, no quería pronunciar el nombre en voz alta, como si temiera que pudiese detectarle algún radar si lo hacía.

– ¿Trabajo gubernamental?

– Sí. FBI. -Ya había hablado más de la cuenta, por su propio bien. Pero el anciano había sabido al menos aquella parte de la verdad-. Soy agente especial, papá. Hablo árabe, hago muchos interrogatorios. Estoy bastante solicitado estos días.

– Lo sabía. -Sonrió abiertamente ahora-. Estaba convencido de que todas aquellas lecturas compensarían. Eras demasiado listo para seguir saliendo al mar hasta que te ahogaras.

Ojalá lo supiera. Pero ésa era una historia para después.

– Creo que ya no pescas mucho.

El anciano jadeó, pasando bruscamente de la risa a la tos, que consiguió dominar inclinándose ligeramente, conteniendo un estertor en el pecho.

– Hace años -estaba ronco otra vez-. ¿Has visto el barco?

– Ayer, cuando llegué. Está creciendo la hierba entre el casco.

Él asintió, sin extrañarse.

– No ha salido desde el noventa y ocho. Hiciste bien en marcharte, ¿sabes? En largarte cuando lo hiciste. Yo era un desastre, ninguna ayuda para nadie. Sólo quería que me lo dijeras luego. Sólo una dirección, ¿sabes? Una nota para hacerme saber que estabas bien.

– Lo sé. Lo siento.

– No. Yo sí que lo siento.

Su padre asintió de nuevo, una aceptación de cómo eran las cosas, una absolución, hecha con la gracia y la dignidad que había tenido siempre, aunque Falk lo hubiese olvidado después de presenciar tantos momentos de cólera y estupor.

– ¿Y dónde están Henry y Lucy? -preguntó Falk.

Resultaba extraño pronunciar los nombres de sus hermanos, como si hablaran de personas muertas hacía tiempo o citaran algún cuento de la historia antigua. Su padre negó, y las lágrimas afluyeron abundantes ahora a sus ojos, y rodaron despacio por sus mejillas tensas.

– No lo sé, hijo. Todos se fueron. Tu hermano, tu hermana, tu madre. Los ahuyentamos a todos, la bebida y yo. Tú eres el único que ha vuelto.

– Está bien, papá. No volveré a marcharme. Nunca más.

Tendió la mano sobre las barras y tomó la de su padre. El anciano parecía cómodo apoyado en la almohada.

– Lo intenté. Sé que nunca creíste que lo hiciera, pero lo intenté. Aunque nunca con suficiente empeño.

– Lo sé, papá. Está bien. Todo eso ya pasó.

Su padre asintió, hundiéndose más en la almohada, ahora que ambos estaban absueltos. Una calma especial cubrió su semblante. Apretó la mano de Falk, y luego la soltó.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Oh. Tres años, algo más. Fuera lo saben con certeza. No estuvo tan mal un tiempo. Pero en cuanto dejé de caminar, bueno… las cosas no han ido muy bien últimamente, eso es todo. Y el peso, prácticamente no peso nada. -Sonrió inexplicablemente-. Verás, cuando yo nací, el médico solía cobrar los partos según el peso. Mi madre se quejaba siempre por eso, porque decía que yo había pesado cuatro kilos, o sea que fui extra. Tal vez si aquí cobran por el peso pueda ahorrar algo de dinero al Estado.

Volvió la risa, y con ella el leve jadeo. Pero no apartaba los ojos de Falk, y Falk estaba seguro de que sabía por qué.

– Te estás muriendo, ¿verdad?

Él asintió, sin lágrimas esta vez, el marinero que afronta la tormenta con la cabeza alta.

– ¿Te lo ha dicho Bob?

– No hizo falta.

– Cáncer. Dicen que avanza rápido. Creen que no duraré mucho.

– Disculpe, señor Falk.

Ambos alzaron la vista al oír la voz de la enfermera, pero iba a buscar a su padre y entró en la habitación con un frufrú de algodón blanco.

– ¡Vaya, tiene una visita! Estupendo. Lamento interrumpir, pero es la hora del baño y la medicación.

– Él es mi hijo, Revere. Trabaja para el FBI, así que tenga cuidado.

Falk sonrió, complacido de haberle proporcionado un pequeño motivo de orgullo.

– Volveré luego -dijo, mientras la enfermera sacaba la cama de la habitación y un camillero se llevaba el gota a gota. Salieron al pasillo como ayudantes de una barcaza que avanzaba lentamente río abajo.

– Que sea mañana -le dijo su padre-. No valdré gran cosa cuando acaben conmigo.

La enfermera asintió desde el otro lado de la cama, afirmando lo acertado del consejo de su padre.

– De acuerdo entonces -respondió Falk. Pero, para entonces, las ruedas de la cama resonaban pasillo adelante.

Falk volvió a recepción un poco entumecido, sin acabar de creer que aquello fuese real. Miró por encima del hombro justo a tiempo para ver desaparecer la cama en la esquina del fondo. Se contuvo y recuperó el control. Ya se estaba preguntando cómo pasaría el tiempo hasta el día siguiente por la mañana, y se paró en recepción para dejar el nombre de la pensión, por si tenían que localizarle. La recepcionista alzó la vista como si hubiese olvidado algo y dijo:

– Ah, señor Falk, hay un caballero en el vestíbulo que quiere verlo.

– ¿A mí?

– Sí, señor. Está ahí mismo.

Señaló tímidamente, como si fuese de mala educación, manteniendo la mano debajo del mostrador; pero Falk no se atrevía a darse la vuelta. Quizá debiera decir que se le había olvidado algo, volver directamente por el pasillo a la habitación de su padre y saltar por la ventana. Quitar otra mampara para esconderse en el bosque. Robar otro bote y huir hacia Dios sabe dónde. Isle au Haut, tal vez, o la isla de los Cisnes. Pero ¿qué sentido tendría hacerlo ahora que le habían localizado?

Así que respiró hondo, se dio la vuelta y vio la cara redonda de Paco, que alzó la vista de una revista y le sonrió como un amigo travieso.

33

– Estamos los dos ausentes sin permiso, como dicen en su ejército, ¿verdad?

– Yo sólo puedo hablar por mí mismo -contestó Falk-. Pero ¿cómo sabía dónde…?

– Por favor -repuso Paco, alzando la mano como un policía de tráfico-. No me pida que revele secretos del oficio. Y pidamos algo de comer. Sería poco civilizado tratar estos asuntos con el estómago vacío.

Estaban sentados en un reservado del Fisherman's Friend. Paco había insistido en invitarle a comer antes de «hacer ningún trato», según sus palabras. Había subido luego a su Ford alquilado y había seguido a la ruidosa furgoneta de Bob Holman de vuelta a Stonington.

En el camino, Falk llegó a la conclusión de que Harry debía haber avisado a los cubanos de su huida. Tantas molestias por mantener a raya los rumores de la base. Pero ¿cómo sabía Paco que él iría allí? Y, si un cubano de Miami podía calcularlo, entonces seguramente lo harían también los estadounidenses.

Estaban repantigados en los asientos de vinilo del reservado como dos trabajadores a la hora del almuerzo, cuando se acercó una camarera con lápiz y bloc de notas.

– ¿No se supone que son buenas las almejas fritas? -preguntó Paco, parloteando como si hiciese aquello siempre. Su humor era contagioso, y Falk decidió disfrutar mientras pudiera.

– Eso o el rollo de langosta. Imposible fallar con ambas cosas.

– Las almejas entonces. -Paco cerró el menú de golpe.

– Que sean dos.

Irreal. Primero, una conversación con su padre moribundo, al que no había visto en veinte años. Y ahora, un almuerzo informal con el pequeño cubano que había vuelto su vida del revés.

– Tuvo que ser muy agradable crecer aquí.

– No comíamos así muy a menudo.

– Me refiero a los bosques, a la costa. Es precioso. Aunque supongo que los inviernos pueden ser muy malos.

– A veces era muy malo todo el año.

Paco se lo pensó un momento.

– ¿Por eso le mintió al reclutador de la infantería de Marina y le dijo que era huérfano?

– Por favor. No me pida que revele secretos del oficio.

Paco sonrió. Parecía que disfrutaba muchísimo.