– ¡Bueno! Ya me dirá qué quiere de mí -dijo Falk.
Paco tomó un buen sorbo de té helado antes de contestar:
– Creo que eso es algo que deberíamos plantearnos los dos, porque ambos podemos ayudarnos el uno al otro.
– ¿Ayudarnos? Mi próxima parada podría ser Canadá. Y después, ¿quién sabe? Claro que si es también un fugitivo, tal vez quiera acompañarme.
– No, no más carreras. Me refería a ayudarnos para poder quedarnos ambos. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el barco? ¿Dar un poco para recibir un poco?
– Sí.
– Sería un buen comienzo. Sólo que esta vez le toca primero.
– Creo recordar que fui el primero la última vez. Quizá pueda empezar contándome algo más sobre para quién trabaja.
– ¿Desde ayer? ¿El día que llegué a casa y me encontré a dos grises de La Habana registrando mi apartamento? Desde entonces trabajo por mi cuenta. Soy una nación de uno. Pero sin duda será bien acogido si solicita la ciudadanía.
De alguna forma, Falk le creyó. Tal vez fuese porque la idea de nación de Paco le resultaba demasiado familiar, no sólo respecto a sí mismo, sino a todos con los que había trabajado en Gitmo: un archipiélago entero de empresarios que trabajaban principalmente para sí mismos; una lucha de organismo contra organismo, conspirador contra conspirador, y que ganara el más sinvergüenza.
– De acuerdo, entonces -contestó Falk, mordiendo una almeja frita. El sabroso aroma a agua salada y grasa le llenó la lengua-. Jugaré. Empecemos el miércoles hace una semana, con el yemení del que quería que me ocupara, Adnan Al-Hamdi.
Paco asintió.
– Tiene razón -dijo-. Estas almejas son buenísimas. Siga, le escucho.
Falk contó su historia de los últimos diez días, mientras Paco aportaba a la misma detalles interesantes desde su punto de vista. A Falk se le ocurrió un par de veces que a lo mejor Paco no estaba huyendo; que a lo mejor todavía trabajaba para los cubanos. Pero ya no le importaba. Era un alivio confesarlo todo y desahogarse. Cuando acabaron de dar cuenta de las almejas, de algunos fritos y de dos enormes raciones de tarta (la de Falk, de crema de coco y la de Paco, de manzana), había llegado a la firme conclusión sobre su insólita alianza.
– He decidido -dijo, limpiándose la boca con una servilleta- que los dos hemos perdido el juicio.
– Quizás esté en lo cierto. Pero también existe la posibilidad de que ambos hayamos recuperado la razón.
– Me gusta más su versión, pero no me convence.
– Una respuesta muy racional. Que apoya mi posición.
En ese punto, no les quedó más remedio que reírse y pagar la cuenta. Falk dejó la propina, mientras Paco iba a la caja. Todavía no sabía qué hacer, aunque le aliviaba contar con un aliado; o con un cómplice, según el caso.
Concluidas las confesiones, dejaron los vehículos en el aparcamiento y fueron caminando hasta el embarcadero, analizando cuál sería su paso siguiente. Salieron a la calle School, que bajaba en pendiente hacia el pueblo. Era un día soleado, con el cielo azul nítido, y temperaturas de veintitantos grados; pero Paco era caribeño y se frotaba los brazos al aire para protegerse del frío. Falk, por otro lado, ya estaba a gusto allí, un camaleón que volvía a cambiar del turquesa tropical al frío azul norteño.
– Supongo que le encontrarán, o nos encontrarán, en un par de días -dijo Paco-. Nuestra gente en Jamaica dice que los federales han registrado a fondo el puerto de un sitio llamado Port Antonio. Incautaron un barco de pesca registrado en Haití y luego hablaron con taxistas y hoteleros.
– ¿Cuándo ha sido eso?
La noticia le impresionó, aunque suponía que no debía extrañarle.
– Ayer. A media tarde.
– Habrán encontrado la lancha de la Marina en Haití. Pobre viejo. Supongo que a estas alturas saben mi nombre falso.
– ¿Ned Morris, de Manchester?
– Por cierto, gracias por eso. ¿Cómo sabía que lo necesitaría?
– No lo sabía. Pero me pareció una buena precaución, teniendo en cuenta dónde estaba y lo que sabía.
– Así que ha seguido en contacto con La Habana. ¿Qué ha sido de la Nación de Uno?
– Sólo con mi jefe. Es el único en quien confío todavía. Llamé y dejé un mensaje en un busca de New Jersey, y él realmente me contestó en una línea sin garantía. Eso le indicará todo lo que necesita saber sobre lo desesperado que está. Me protegerá mientras pueda.
– ¿Y cuánto tiempo será?
– Un par de días. Entonces, los que están en los márgenes vendrán a buscarme.
– ¿Y qué hará entonces?
– Mi jefe cree que debería entregarme. El término operativo sería «desertar». Cree que es la única forma de parar el desastre que se está fraguando. Avisar a los suyos de la «cábala», como dicen ustedes. Los de ambos lados que tienen tantas ganas de provocar una pequeña pelea.
– Chiflados.
– Es lo que ocurre siempre cuando ambas partes están seguras de que ganarán.
– Entonces tal vez debiéramos marcharnos los dos a Canadá. Pero tendremos que llevar su coche. Si vamos en la furgoneta de Holman, nos quedaremos sordos antes de llegar a la frontera.
– Escapar no es la solución -dijo Paco-. Entre los dos, tenemos lo que más desean todos.
– ¿Información?
– Y no sólo sobre su amigo árabe, sino sobre todos los que han participado en esto, en ambos lados.
– Según mi presunto amigo Ted Bokamper, lo importante no es tener la información, sino conseguirla el primero y entonces manejarla como quieras.
– Tiene razón. Precisamente por eso hemos de actuar ahora nosotros. Pero necesitaremos papel y lápiz.
– ¿Para qué?
– Para escribir un mensaje electrónico. Uno para una amplia audiencia. O pequeña, si lo prefiere. Será el mejor juez de quién puede usarlo mejor. Pero tiene que ser a toda prueba, sin defectos ni lagunas. Ahora mismo, somos los únicos que lo sabemos todo, y ése es nuestro vale. El medio de conseguir el reconocimiento internacional para nuestra nación de dos.
– Tengo un cuaderno en la pensión. Podíamos trabajar allí en él.
– Me parece bien.
Llegaron al pie de la colina y torcieron a la derecha en la calle Mayor, junto a los muelles. El tráfico ya se estaba animando y parecía que Paco se divertía, mirando los escaparates y sonriendo a los transeúntes. Falk se paró a mitad de la manzana y alargó la mano para detener a su compañero.
– Están ahí -dijo-. Mire.
Había un Chevy Suburban aparcado delante del hostal.
– Eso sí que es delatarse -dijo Paco, demasiado familiarizado con las prioridades del FBI-. Fíjese. Un hombre en el portal, hablando con el posadero.
– Y lo peor es que casi seguro que son del FBI, probablemente de Bangor. Vayamos a los coches.
– ¿Quiere un consejo? Deje que tome el mando el profesional. Estoy acostumbrado a trabajar con su gente desde el otro lado. Haga lo que le diga y saldremos de aquí.
Otro cambio disparatado de los acontecimientos. Dejar que dirigiese el espectáculo el cubano para poder esquivar a los colegas que se habían entrenado del mismo modo que Falk.
– Adelante.
– Lo primero que hay que hacer es que salga usted de la calle. A lo mejor empiezan a patrullar antes de que consigamos llegar a los coches. Por lo que sabemos, ya tienen una descripción de su furgoneta.
Volvieron rápidamente cuesta arriba. Paco estaba en mejor forma de lo que hubiese imaginado Falk. Uno de los primeros sitios por los que pasaron fue el teatro de la ópera estilo granero. A la derecha, había un callejón, con espacio suficiente para un coche.
– Entre ahí y espere -dijo Paco, mirando alrededor-. Quédese en la parte posterior del edificio. Entraré con el coche en la callejuela para recogerle. Si la cosa se pone fea, lárguese y haga lo que pueda. Pero necesitaremos un refugio.
– La biblioteca -dijo Falk sin vacilar.
– ¿En la calle Mayor?