– En Stonington no. En Deer Isle, diez kilómetros al norte por la carretera 15.
– Perfecto. Completamente fuera del pueblo. Todavía haremos de usted un auténtico profesional. Pero, una pregunta. ¿Cómo va a ir?
– Soy de aquí. Encontraré el medio.
Eso convenció a Paco, que asintió y se fue cuesta arriba. Falk entró en la callejuela, pero su suerte se esfumó casi al momento. No bien había doblado la esquina al final del edificio, cuando se abrió la puerta de una entrada de artistas y salieron en tropel al pequeño aparcamiento tres adolescentes risueños, ataviados con camisetas y pantalones negros. Cargaron cajas en una furgoneta y luego uno de ellos aguantó abierta la puerta de la entrada de artistas y gritó:
– Muy bien, cargadla.
Era evidente que tardarían un rato, y uno de ellos se quedó mirando a Falk de forma extraña, como si se preguntara qué buscaría un hombre adulto allí a plena luz del día. Si le veían subir al Ford, tendrían una descripción del coche, y tal vez también de su conductor; así que Falk volvió por donde había llegado. Con un poco de suerte, alcanzaría a Paco cuando volviera con el coche.
Pero apenas se había dado la vuelta, cuando asomó el capó del Suburban al final de la callejuela. Se agachó rápidamente detrás de un contenedor, y luego vio al gran vehículo deslizarse cuesta arriba. Paco tenía razón. Si Falk se hubiese quedado un minuto más en las calles le habrían atrapado. Conducía el vehículo una mujer, lo que significaba que el individuo que habían visto en la pensión debía estar haciendo las visitas a pie. Falk se preguntó si contarían con refuerzos, o con ayuda local. En cualquier caso, ya no se atrevió a ir al encuentro de Paco. Ni a dejar que los chicos de detrás del teatro de la ópera le echaran otra ojeada.
Se fue cuesta abajo y luego torció a la izquierda para evitar la calle Mayor. Llegó a una entrada de coches que desembocaba en una hilera de hostales. Tal vez si atajaba por unos cuantos aparcamientos pudiese llegar a la carretera 15 e intentar allí que le llevara algún coche. No, entonces sería un blanco seguro. Era mejor parar antes en algún sitio para calmarse y planear el paso siguiente. Claro que si el agente que patrullaba a pie iba de puerta en puerta, seguiría atrapado.
Oyó detrás una voz de mujer:
– ¿Revere? ¿Revere Falk?
¡Mierda! Se acabó.
Falk se dispuso a salir corriendo y, al darse la vuelta, vio a la antigua compañera de clase a la que había reconocido la noche anterior en la cena, la que tenía tres niños y unos kilos de más. Ahora recordó su nombre como una bendición.
– ¿Jenny? ¿Jenny Kinlaw?
– ¡No me digas que te acuerdas! Anoche me pareció que me mirabas, pero con Jeffrey desquiciado no pude acercarme a saludarte.
– Ha pasado mucho tiempo. -Falk miró detrás de ella, sintiendo la necesidad imperiosa de desaparecer.
– ¡A quién se lo vas a contar! Pero tú estás estupendo. ¿Dónde vives ahora?
– En Washington.
– ¡Caramba! Parece importante.
– No tanto. ¿Y tú qué tal?
Tenía que largarse. De pronto le asaltó una idea.
– Estoy aquí mismo cuesta arriba, detrás de la pensión de mi madre. Precisamente iba a casa. Dos horas más de libertad antes de que acabe el servicio de guardería.
– Jenny, sé que te parecerá extraño, así de pronto; pero me encuentro en un apuro. Tengo el coche en el taller, he de ver a alguien en la biblioteca de Deer Isle dentro de cinco minutos, y no sé si podrías…
– ¿Llevarte? Pues claro.
Algo en su tono entusiasta parecía indicar que se lo estaba tomando como una insinuación, pero, en cualquier caso, había funcionado. Su furgoneta roja estaba calle abajo, y él subió con un suspiro de alivio, deseando no tener que agacharse bajo la guantera si pasaba el Suburban.
– ¿Y qué, estás casado? -preguntó Jenny cuando torcieron hacia el norte en la carretera 15.
– No. Supongo que a ti no tengo que preguntártelo, ¿eh?
– Bueno, lo estás haciendo. Divorciada hace dos meses.
– Vaya, lo siento.
– No lo sientas. Steve era una rata.
– De acuerdo.
– Acuesto a los niños hacia las nueve, si quieres pasar luego.
– Claro.
Cualquier cosa por un viaje, siempre qué él pudiera aguantar otros seis kilómetros. A lo mejor para entonces ya se habían prometido. Pero le pareció que ella notaba su nerviosismo, y tal vez lo atribuyera a su descaro. Fuera lo que fuese, desvió de nuevo la conversación hacia temas triviales, y le puso al corriente de las venturas y desventuras de los compañeros de clase a los que no había visto en veinte años. Cuando se le acabaron los nombres, se concentró otra vez en Falk.
– Estaba pensando que es bastante extraño reunirse con alguien en la biblioteca, pero a ti siempre te interesaron mucho los libros, ¿eh?
– Supongo que sí.
– ¡Así que eres gay!
– ¿Qué?
– ¿Eres gay?
– Ah, no.
– Bien, bueno. Entonces pasa cualquier rato antes de marcharte del pueblo.
Gracias a Dios acababan de entrar en el pequeño aparcamiento de la biblioteca de madera blanca.
– Lo haré -dijo él, brindándole su sonrisa más viril mientras abría la portezuela-. Y gracias por traerme.
– A cualquier hora después de las nueve.
– Entendido.
Falk se preocupó un poco al ver que no había rastro del Ford de Paco. Entró en la biblioteca y sus emociones dieron paso a la nostalgia. Lo que más le desconcertó fue el olor: la misma mezcla mohosa a encuadernaciones de tela y papel antiguo, y los estantes de roble y la mesa de lectura grande al lado, donde había pasado tantas horas tranquilas de refugio. También le impresionó el silencio, con su hermética característica, sobre todo si te sentabas junto a la ventana del fondo y contemplabas el juego de la luz del sol en la cala de las mareas. Habían cambiado algunas cosas. El viejo reloj con su tictac fuerte había sido sustituido por un modelo gris grande que zumbaba. Otras novedades eran una cabina de internet y una mesa en la que se exhibían las últimas adquisiciones. Casi todas eran títulos de la lista de más vendidos.
– ¿Puedo ayudarle?
He aquí otro cambio. La bibliotecaria era una mujer esbelta de cuarenta y tantos años. Ninguna relación con la señorita Clarkson, supuso Falk, severa pero afable, que siempre le dejaba quedarse cuanto quisiera, como si fuese discretamente consciente del infierno que se vivía en su casa.
– No, gracias. Estoy esperando a alguien para una breve consulta.
– Bueno, ya me dirá.
– Gracias.
Pocos minutos después apareció el coche de Paco en la calle, y no lo seguía ninguno. Parecía preocupado, hasta que cruzó la puerta y vio a Falk. Entonces esbozó una gran sonrisa y saludó con un gesto a la bibliotecaria.
– Así que lo conseguiste -le dijo en un susurro, respetando la santidad del lugar.
– Por los pelos. He tenido suerte. ¿Ahora dónde?
– Al cibercafé más próximo, supongo. Enviamos el mensaje y luego esperamos que pase la borrasca.
Falk preguntó a la bibliotecaria si conocía algún sitio adecuado.
– Es difícil. Blue Hill, tal vez. En Bangor seguro, pero queda lejos. Claro que siempre pueden usar éste.
Señaló la cabina. Falk se sintió como un idiota.
– ¿Podemos enviar un e-mail?
– Si tienen cuenta de servidor, sí.
– Manos a la obra.
La bibliotecaria les proporcionó unas hojas de papel de cuaderno, y se afanaron una hora, sentados a la gran mesa de roble, escribiendo con los lapiceros cortos y gruesos que suele haber en las bibliotecas. Falk sabía que en algún sitio bajo la mesa figuraban sus iniciales, marcadas con un lápiz igual hacía un cuarto de siglo. Lamentó no tener tiempo para echar una ojeada, aunque era probable que a aquellas alturas alguien las hubiera lijado. Quizá fuese mejor dar por sentado que seguían allí.
Trabajaron deprisa; formaban un equipo excelente. En cuanto se pusieron de acuerdo sobre los puntos esenciales y la idea general, se trasladaron al teclado del ordenador, y Falk empezó a darle. Primero, una breve exposición de su trabajo como agente doble extraoficial para Endler (Falk tenía la información, así que aplicaba su propio enfoque; al menos, aprendía rápido), y la epístola de ambos continuaba con la versión de Falk de las recientes actividades de Fowler, Bo, Endler y Van Meter en Gitmo. No escatimó ninguna prueba del asesinato de Ludwig y dejó constancia de todas las fechorías. Complementaban todo esto los hallazgos de Paco, que encajaban a la perfección. Exponían, por último, una conclusión conjunta de que los elementos delincuentes de los servicios de información estadounidenses y cubanos parecían decididos a provocar una confrontación empleando mal los hallazgos expuestos.