Como plato fuerte del informe (al menos en lo concerniente a los intereses del FBI), detallaban los planes del agente de la Dirección de Inteligencia cubana Gonzalo Rubiero, nombre en clave «Paco», de pasar a Estados Unidos, de forma efectiva y de inmediato, a cambio de la ciudadanía y el traslado confidencial. Falk explicaba brevemente a continuación los propios medios de escapar de Guantánamo, alegando que las actividades de los mencionados conspiradores no le habían dejado otra alternativa.
No era una obra magistral, pero sin duda era un bombazo.
– ¿Quieres añadir algo, Paco? -preguntó.
Después de todo este tiempo, todavía no se acostumbraba a la idea de llamarle Gonzalo.
– A mí me parece terminado.
– Es tan bueno que tendremos que ver con esto mucho tiempo. La cuestión ahora es a quién se lo enviamos. ¿A mi jefe o a sus superiores? ¿Al director, tal vez?
– A mi modo de ver, esto es como elegir entre las almejas fritas y el rollo de langosta. Es imposible fallar. Pero si está muy hambriento, ¿por qué no todo?
– Buen consejo.
Falk puso los nombres de los tres, pero cuando llegó el momento de enviarlo así, vaciló.
– ¿Qué pasa? -preguntó Paco.
– Sólo estaba recordando con quién tratamos. Pensaba en lo que le han hecho ya a las pocas personas que se interponían en su camino. Necesitamos algún respaldo.
Pulsó para volver a la línea «cc» y poner la dirección electrónica de un periodista con quien había tratado en la oficina de Washington del New York Times. Para mayor seguridad, envió también una copia a un periodista del Washington Post. Nada como el calor de la competición para asegurar la masa crítica. Y además, le tenía sin cuidado que el FBI viera aquellas direcciones.
Respiró hondo, pulsó Enviar y se recostó en la silla. Vieron la línea azul extenderse en la pantalla, una señal de socorro lanzada desde su pequeña balsa, que hacía aguas. Ya sólo era cuestión de quién les alcanzaría primero, sus salvadores o sus perseguidores.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Paco.
– No nos vendría mal tomar un café. Podremos volver en una hora a comprobar si hay respuestas.
– Me parece buena idea.
Falk se dio unas palmadas en los muslos y se levantó, un poco rígido tras la intensa sesión al teclado. Suponía que seguía cansado de la larga travesía por el mar agitado.
– ¡Madre mía! -exclamó la bibliotecaria mirando por la ventana-. Hay más movimiento que en toda la semana.
Otros dos usuarios acababan de salir de un Suburban negro familiar: una mujer con falda azul marino y blusa blanca, que miró por la ventanilla del Ford de Paco; y un hombre con un polo y pantalones caqui (Falk conocía bien el uniforme), que ya estaba subiendo las escaleras.
– Creo que nos quedaremos sin café -dijo Paco.
– Seguro que tendrán un poco en la oficina de Bangor -susurró Falk cuando se abrió la puerta y se oyeron los ruidos de la carretera y el grito de una gaviota-. Bienvenido a su nueva vida, Paco. Espero que sea realmente lo que deseaba.
EPÍLOGO
La historia no se publicó nunca. Demasiados desmentidos y muy pocas confirmaciones.
Además, estaba el asunto del llamado círculo de espías de Gitmo para desviar la atención de los medios de comunicación. Habían arrestado a otros dos intérpretes la semana que siguió a la huida de Falk, y, aunque acabaron retirando todas las acusaciones menos algunas insignificantes, el tema captó la atención del público durante semanas.
Pero cuatro meses después, Falk y Gonzalo seguían siendo hombres libres, lo que Falk consideraba suficiente victoria para su Nación de Dos.
La información de Gonzalo ocupó gran parte de ese tiempo, provocando otra oleada de deportaciones de las secciones de intereses cubanos en Washington y Nueva York. El FBI trasladó luego a Gonzalo con un nombre nuevo. Menos mal, porque Falk pensaría siempre en él como Paco. Falk intentó averiguar el posible paradero, pero nadie admitía saber nada, aunque un agente dejó caer firmes insinuaciones de que estaba en el oeste, tal vez cerca de Scottsdale. Por lo visto, le acompañaba una mujer, y Falk se preguntó si sería la misteriosa Elena, hasta que alguien comentó que era venezolana.
Falk conservó su trabajo, al menos nominalmente, aunque el FBI le había despojado de la autorización de seguridad y le había asignado un escritorio en el edificio Hoover, donde podían vigilarle a todas las horas.
Hubo bajas, por supuesto.
Una de ellas fue Adnan, que desapareció en el vientre de un avión de transporte al día siguiente de que Falk llegara a la isla Navassa. Lo máximo que había podido determinar Falk, basándose en comunicaciones encubiertas con Tyndall y con algunos otros que comprendían su apuro, era que Adnan se había desvanecido en un calabozo yemení para una vida de tormento o abandono, escondido como una de esas vergüenzas nacionales menores que podían hacer daño sólo si se permitía que volviesen a salir a la luz del día.
Cuando Falk pensaba en Adnan ahora -algo que ocurría casi a diario-, recordaba siempre el cartel de la cabina de interrogatorios, la fotografía estilizada de la madre acongojada que deseaba el regreso de su hijo.
El padre de Falk murió tres semanas después de su reencuentro, sin haber vuelto a ver a su hijo. Los interrogadores le dijeron que estaban demasiado ocupados para prescindir de él, aunque pudo telefonear algunas veces. Le permitieron asistir al entierro. El papeleo del patrimonio se resolvió en un día. Alguien tasó el terreno que ocupaba la caravana, y cuando la funeraria sumó los precios, ambas partes acordaron darlos por saldados si Falk firmaba la escritura de cesión. Enterraron a su padre en una colina que dominaba la antigua cantera de granito de la isla, en la que había desempeñado su primer trabajo cuando era joven y soltero y aún no se había hecho a la mar.
Pero eso fue a finales de agosto. Ahora era un miércoles de primeros de diciembre y, mientras Falk abría el correo, sentado a su escritorio en Washington, le llamó la atención el nombre de otro de los caídos, destacando en el remite de un sobre que había sobre el montón: «Doris Ludwig, Buxton (Michigan)».
Abrió el sobre con cuidado, como si los frágiles rastros del dolor de la mujer pudiesen caerse y fragmentarse en el escritorio. La letra era pulcra y clara, la caligrafía de alguien que procuraba no pedir demasiado.
Estimado señor Falk:
Después de todo este tiempo, me apena decir que no he conseguido que alguien responda a mis muchas preguntas sobre la muerte de mi marido en Guantánamo. Esperaba contar con su ayuda, ya que fue el investigador que me telefoneó el pasado mes de agosto. Un tal teniente Carrington del general auditor del cuerpo jurídico militar me dice que usted ya no se ocupa del caso, repitiéndome su anterior conclusión de que la desgracia de Earl, como la llamaba, ha sido dictaminada oficialmente «muerte accidental», debida a un accidente en una embarcación no autorizada.
Pero después de hablar con usted, y también con Ed Sample en el banco de mi marido, no estoy convencida de que el ejército haya investigado bien los asuntos. ¿Puedo preguntarle si está usted de acuerdo con sus conclusiones? No recuerdo exactamente sus palabras, pero me dijo usted algo así como que seguiría con ello. Así que supongo que es lo que le pido ahora. Abajo figura mi dirección electrónica, por si quiere contestarme de ese modo.