Se acercó a ellos a grandes zancadas el general de división Ellsworth Trabert, E. T., como lo llamaban algunos, aunque nunca delante de él, sobre todo por su tendencia a aparecer súbitamente como surgido de la nada, igual que acababa de hacer entonces. Uniforme impecable y recién planchado, como si se levantara siempre a aquella hora.
Trabert llevaba seis meses al mando de la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo, y dirigía todas las operaciones desde un edificio administrativo que quedaba al otro extremo de la base, al que llamaban Palacio Rosa por el color del estucado. Trabert era un ex paracaidista de Alabama, y nunca se cansaba de mencionarlo, un individuo enjuto y fuerte, que confiaba en las fuerzas aerotransportadas, en la Biblia y en el fútbol de Crimson Tide. Reacio a ceder el nivel de confianza en sus subordinados, lo que facilitaba el funcionamiento de la cadena de mando, era no obstante un perfeccionista obsesivo, que insistía en atenerse siempre estrictamente a las normas.
El problema consistía en que nadie había escrito aún las normas para dirigir un lugar como el Campo Delta y el general tenía que inventárselas sobre la marcha. Hasta el momento, los jefes de Falk del FBI no estaban lo que se dice entusiasmados con los resultados.
Falk había oído los comentarios de otros agentes meses antes de su propia llegada: peleas a gritos en el Palacio Rosa, Trabert rojo de cólera, inclinado al otro lado del escritorio imponiendo plazos y propuestas tácticas a los interrogadores civiles.
– Si sus métodos son tan superiores -había dicho, según un informe de la Oficina-, entonces tráigame resultados a finales de semana. Si Para entonces aún no ha conseguido nada, lo haremos a mi manera.
Su sistema consistía en buena medida en lanzar a la palestra a legiones de interrogadores entrenados precipitadamente, pero muy motivados, con mínima preparación y múltiples accesorios dramáticos: luces estroboscópicas, potentes estéreos, capuchas y cadenas cortas, perros gruñidores y minifaldas. Como si todos hubiesen visto las mismas películas malas en las que los sujetos lo soltaban todo a la primera señal de incomodidad prolongada o de una chica cachonda con escote. Era la clase de estupidez a la que había aludido Falk en su anterior disputa con Tyndalclass="underline" subir el aire acondicionado, dejar desnudo al detenido y salir de la habitación unas horas mientras el prisionero se retuerce de forma inquietante, doblado porque está atado a la argolla del suelo por una cadena de tres palmos. Someterlos a los destellos de las luces estroboscópicas y al sonido a todo volumen de música heavy metal o al tema musical de Barney. Regresar luego y exigir las respuestas gritando a pleno pulmón mientras un intérprete traduce diligente las obscenidades.
Claro que no todas las sesiones discurrían del mismo modo. Pero Falk había visto y oído lo suficiente para dar muestras de desaprobación de vez en cuando. Y, al igual que sus predecesores, se había quejado a la oficina central y buscado consejo sobre lo que debía hacer al respecto. Todas las respuestas de la oficina de Hoover tenían el mismo tono: «Lo esencial es que el personal del FBI no se involucre en ningún método que se desvíe de nuestra política. La orientación específica que nosotros hemos dado ha sido siempre la de no leerle sus derechos, pero siguiendo la política del FBI y el Departamento de Justicia, como lo haría en su oficina de campo. Emplee el sentido común. Utilice nuestros métodos, de probada eficacia».
El resultado fue que prohibieron a Falk asistir u observar los interrogatorios dirigidos por el Pentágono, por miedo a que eso le impidiera declarar en el futuro ante cualquier jurado civil en el continente. La prohibición hacía referencia también a los interrogatorios dirigidos por la CIA, como si la Agencia se lo hubiese permitido en cualquier caso.
Las quejas de Falk se remitieron al general Trabert. Era una de las razones de que no creyera nunca que las líneas de información de su portátil fuesen seguras, a pesar de las garantías del Pentágono. Así que podríamos decir que los dos hombres no estaban precisamente predispuestos a tener una conversación agradable a las 4:30 de la madrugada en la playa.
Los agentes de la policía militar se cuadraron mientras el general se acercaba. Parecía MacArthur en Corregidor, sólo que él llegaba por tierra en vez de por mar. Dos soldados iluminaron su camino con las linternas y se oyeron los saludos alrededor. Falk tuvo que contenerse para no alzar también la mano derecha.
– Obligados por el honor -soltaron dos soldados.
– A defender la libertad -respondió el general devolviéndoles el saludo.
Trabert había ordenado que se introdujeran esas frases en la mezcla diaria de saludos, tomándolas del lema que figuraba en el omnipresente logotipo de la Fuerza de Área Conjunta Guantánamo: «Obligados por el honor a defender la libertad». Falk percibía siempre lo irónico de ver gritar a los soldados «defender la libertad» entre los muros de una prisión, si bien, por lo demás, resultaba demasiado efectista para su gusto, aunque tenía que admitir que parecía haber levantado realmente la moral a algunos soldados.
Transcurrieron unos segundos de tenso silencio, tras los que se hizo evidente que nadie por encima del rango de cabo se había hecho cargo de la situación todavía, el tipo de fallo que se encontraría sólo en una unidad de la reserva o de la Guardia Nacional. Así que Falk tomó la iniciativa. Al hacerlo, evocó algunos antiguos códigos de comportamiento de los que nunca se había librado del todo. Asintió bruscamente (la versión civil del saludo) y habló alto con voz firme y vigorosa.
– Buenos días, general Trabert.
– Buenos días, Falk. ¿Le han sacado de la cama? -Su expresión parecía inquirir de la cama de quién.
– No, señor. Estaba levantado.
– Bien. Es usted un ave nocturna.
Algunos guardias de la policía militar se habían quejado de las rondas nocturnas de Falk, alegando que inquietaba inútilmente a los prisioneros y complicaba su trabajo. Trabert, dicho sea en su honor, les había pedido que se esforzaran, aunque seguramente a él tampoco le gustaba.
– ¿Le han informado ya de lo sucedido? -preguntó Falk.
– Me han dicho que tenemos un ausente sin permiso. El primero aquí, al menos durante mi mando.
Trabert no había coincidido con su predecesor, un general de brigada de la unidad de la Guardia Nacional de California. Una de sus primeras medidas había sido poner fin a las grandes fiestas que se celebraban en la zona residencial de la base, que había sido ocupada por los subalternos del Campo Delta. No soportaba la idea de todos aquellos charlatanes en el mismo sitio, donde corría el alcohol y se mezclaban libremente civiles y militares. Pero su mayor obsesión era conseguir que los trenes fuesen puntuales, y se suponía que todos los trenes que llevaban información a Washington salían cargados de nuevos descubrimientos.
– ¿Ha tenido tiempo de establecer alguna hipótesis? -preguntó el general.
Si se lo hubiese preguntado alguien del FBI, Falk se habría limitado a contestar que no. Para Trabert hizo un pequeño zapateado.
– Como todos los demás, supongo. Si se ha ahogado, tendría el uniforme puesto, botas y todo, lo que parece extrañísimo, a menos que sea un suicida. Un compañero suyo me ha dicho que no lo es. Si se ha alejado caminando, las patrullas no lo han visto, y no ha explotado nada en los viejos campos de minas esta noche, que yo sepa. Si estaba borracho, supongo que podría haber perdido el conocimiento bajo un arbusto en algún sitio, lo cual significa que aparecerá en cuanto amanezca. Pero, al parecer, ése tampoco es su estilo. Aún no he preguntado si tiene un apaño en algún sitio.
El general retrocedió como si en su ejército no se hablara de aquello, al menos no delante de otros.
– Bueno, por lo que me han dado a entender quienes deben saberlo, simplemente ha desaparecido sin más.