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Luis XIV estaba de excelente humor: las justas le habían entretenido, y barrido (¿por cuánto tiempo?) la melancolía amorosa que se había apoderado de él desde su ruptura con María Mancini. El recibimiento que dispensó a Sylvie se benefició de esa disposición feliz. Su mirada vivaz la descubrió muy pronto entre las damas reunidas alrededor de su madre, y fue directamente hacia ella:

— ¡Qué alegría veros de nuevo, duquesa! ¡Y siempre tan bella!

Le tendió la mano para incorporarla de su reverencia y rozó su mano con sus labios adornados con un fino bigote, bajo la mirada sorprendida y ya envidiosa de la corte.

— Sire -respondió Sylvie-, ¡el rey es demasiado indulgente! ¿Puedo permitirme agradecerle el hecho de que haya pensado en mí?

— Era muy natural, madame. Me importaba mucho rodear a la que va a convertirse en mi esposa de damas alas que aprecio de manera muy especial, y vos sois, según creo, mi amiga más antigua. ¡Acercaos, Péguilin!

El nombre sobresaltó a Sylvie, que observó con atención al hombre con que soñaban las pequeñas Nemours; a primera vista, se preguntó qué podían encontrar en éclass="underline" era de escasa estatura de un cabello rubio descolorido, no guapo pero al menos de cuerpo armonioso, y con un rostro a la vez insolente y espiritual. No dudó en quejarse:

— ¡Sire, me llamo Puyguilhem! ¿Es realmente tan difícil de pronunciar?

— ¡Péguilin me parece menos bárbaro! Y además no durará siempre: sólo hasta que el Condé de Lauzun, vuestro padre, deje este mundo. Deseo presentaros a la señora duquesa de Fontsomme, que me es muy querida. Si obtenéis su amistad, os estimaré más por ello.

— Me colmaréis de dicha, Sire -dijo el joven al tiempo que ofrecía a Sylvie el saludo más elegante y cortés posible-, pero es suficiente ver a madame para arder en deseos de gustarle… -Mientras hablaba, la miraba directamente a los ojos con una sonrisa tan sincera que ella sintió que sus prevenciones desaparecían.

— ¡No ardáis, señor! Demasiadas llamas no convienen a la amistad, que es la dulzura de la existencia -contestó entre risas-. Pero si no depende más que de mí, seremos amigos.

Mientras el rey se alejaba, intercambiaron otras palabras amables, y luego el joven capitán se dirigió con unas prisas reveladoras hacia una mujer muy bonita que charlaba con Madame de Conti. Ésta se apartó de inmediato, y los dos quedaron a solas.

— ¿Quién es? -preguntó Sylvie a Madame de Motteville, señalando a la pareja con la punta de su abanico-. Quiero decir, ¿quién es ella?

— La hija del mariscal de Gramont, Catherine-Charlotte. Ella y Monsieur Puyguilhem son primos y han pasado juntos su infancia.

— ¿Se aman?

— Creo que es evidente. Por desgracia, Catherine es desde hace unas semanas princesa de Mónaco. El pobre Puyguilhem tiene demasiado poco patrimonio, a pesar de su hermoso título, para pretender su mano. ¡Pero eso no le impide pretender el resto de su persona!

Sylvie visualizó los rostros sofocados de las pequeñas Nemours y pensó que no aguantaban la comparación, y que su pobre madre no había llegado aún al final de sus padecimientos. Pero a esa edad un amor sustituye con facilidad a otro y las penas son efímeras, al menos para la mayoría de las muchachas.

Cansada del viaje y con pocas ganas de asistir a las distintas diversiones que se ofrecían -danzas locales en la plaza, una comedia interpretada por la gente del hôtel de Bourgogne, y finalmente baile en el salón de la reina-, obtuvo sin dificultad permiso para retirarse a descansar, habida cuenta sobre todo de que para la expedición prevista a Fuenterrabía saldrían por la mañana temprano. Pero al llegar a la casa Etcheverry, se dio cuenta con asombro de que Monsieur de Saint-Mars seguía en el mismo lugar. Parecía haber echado raíces allí porque, de brazos cruzados y recostado debajo del balcón de la casa de enfrente, miraba fijamente cierta ventana como si intentara hacer salir a alguien por ella con la única fuerza de sus ojos.

Cuando la silla de Sylvie se detuvo ante la puerta, él se sobresaltó y luego se precipitó a ocultarse en una especie de callejón entre dos edificios.

— Alguna historia de amor hay detrás de esto -murmuró Madame de Fontsomme entre dientes.

Y de hecho descubrió el motivo de esa historia cuando, al ser acompañada a la cena por su anfitrión, vio de pie a su lado a una joven muy bella que él presentó brevemente como «mi hija Maitena», y que dedicó una hermosa reverencia a la huésped de su padre. Producto puro de la tierra vasca, Maitena poseía todo lo necesario -una tez de marfil, cabellos de ébano y ojos de brasa- para hacer perder la cabeza incluso al más grande señor. Con mayor razón a un modesto mosquetero.

Después de la cena, Sylvie habló del tema a Perceval, que por su parte no había salido de la casa desde su llegada.

— ¡Ah, ya me he fijado! -dijo-. Cuando he visto a la muchacha lo he entendido todo, pero ese atolondrado no se ha movido de ahí en toda la tarde y está comportándose como un imbécil. Nuestro anfitrión no parece un hombre que deje que pelen la pava con su hija sin levantar una ceja…

— Sin embargo, cuando vino a nuestra casa, ese Saint-Mars parecía una persona seria.

— Como si no supieras que el amor enloquece a los más sensatos… Todavía sigue ahí -añadió Raguenel, que se había acercado a la ventana abierta a una noche deliciosamente templada, azul y llena de música-. ¡Ah, hay novedades! ¡Ven a ver!

Un oficial de aspecto orgulloso, delgado, de mirada relampagueante semioculta bajo el sombrero de fieltro gris con un penacho rojo, acababa de desmontar y abroncaba a su subalterno con un acento gascón que muchos años de servicio al rey no habían conseguido atenuar; lo cual preocupaba poco a Monsieur d'Artagnan, teniente de los mosqueteros en funciones de capitán, porque estaba orgulloso de sus orígenes. El sentido de su reprimenda estaba claro para los observadores: el pobre enamorado había olvidado que tenía el deber de formar la guardia del rey y recibió la orden de regresar al cuartel y sufrir allí el arresto de rigor hasta nueva orden. Con un suspiro que partía el alma y una mirada desesperada a la querida casa que se veía obligado a abandonar, Saint-Mars se marchó arrastrando los pies pero sin intentar discutir, lo que sólo habría tenido por resultado agravar su falta.

D'Artagnan iba a montar a caballo para escoltarlo cuando apareció otro jinete. El mosquetero detuvo su movimiento para saludar al mariscal de Gramont, que por su parte le saludó alegremente:

— ¡Vaya, amigo mío! ¿Os habéis alistado en la policía o estáis aquí representando el buen pastor?

— La segunda hipótesis es la buena, señor mariscal. He venido a recuperar una oveja que tiene tendencia a descarriarse demasiado a menudo por esta parte.

— Si conocierais a la señorita de la casa, lo entenderíais mejor. Es tan bella que un santo se condenaría por ella.

— Mis mosqueteros no son santos y tienen el honor de servir al rey. Las tentaciones les están prohibidas, por lo menos cuando están de guardia…

— Bah, ya sabéis cómo es el amor en nuestra tierra. [7] ¿Y no deberíais casaros vos mismo?

— Estoy pensando en ello, porque deseo descendencia. Es un asunto serio… Ahora permitid que os deje, señor mariscal.