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— ¡Ah! -dijo-. ¡Ella ha llegado! Entonces será esta noche…

— Si no es mucha molestia, señor rector. Sabéis desde hace mucho tiempo la prisa que tengo.

— En ese caso, venid conmigo -dijo tras estrechar la mano de Sylvie con un gesto cálido y reconfortante.

A pesar de la extraña emoción que se había apoderado de ella, Sylvie quiso hablar, pero François colocó un dedo sobre su boca.

— ¡Silencio! De momento no debes hablar.

Siguieron al anciano hasta la iglesia. El abrió la puerta cerrada simplemente con un pasador, les hizo entrar y luego volvió a cerrar utilizando en esta ocasión una pesada llave. Los tres se encontraron en una oscuridad apenas quebrada por una lamparilla de aceite colocada ante el tabernáculo.

— No os mováis. Voy a encender los cirios.

Encendió los dos del altar, e hizo seña a sus visitantes de que se aproximaran, después de colocarse al cuello la estola ritual.

— Debo ahora oíros en confesión, madame. Luego escucharé… a vuestro compañero.

Al comprender que aquella historia de la confesión, anunciada en tono de broma poco antes, iba en serio, Sylvie preguntó:

— Pero… ¿porqué?

— Porque no puedo casaros si no estáis en paz con el Señor, hija mía. Espero que no pondréis ningún impedimento.

— ¿Casarnos? Pero, François…

— ¡Silencio! No es conmigo con quien tienes que hablar. Vamos, corazón mío… No olvides que el secreto es inviolable para un sacerdote. Y a éste lo conozco bien.

Después de la confesión más incoherente de toda su vida, Sylvie se encontró delante del altar al lado de François, que la miraba sonriente.

— ¿Vamos a hacerlo de verdad? -susurró ella-. Sabes bien que es imposible. El barón d'Areines no existe…

— ¿Quién habla del barón d'Areines? Tienes que saber que prometí a tu hijo casarme contigo durante nuestro largo viaje hasta aquí.

— ¿Lo sabe?-dijo ella espantada.

— No. Sabe únicamente que amo a su madre desde hace mucho tiempo. Sabe también que nunca se avergonzará de nuestra extraña situación.

El sacerdote volvía con una pequeña bandeja en la que reposaban dos modestos anillos de plata. Hizo arrodillarse a los contrayentes ante él y juntó sus manos mientras invocaba al Señor con los ojos alzados al cielo. Luego llegó el momento del compromiso y Sylvie, con una especie de terror sagrado, le oyó pronunciar lo que ya no creía posible escuchar.

— François de Borbón-Vendôme, duque de Beaufort, príncipe de Martigues, almirante de Francia, ¿aceptáis por esposa a la muy alta y noble dama Sylvie de Valaines de l’Isle, duquesa viuda de Fontsomme, y juráis amarla, guardarla en vuestro hogar, defenderla y protegerla durante el tiempo que Dios quiera concederos sobre la tierra?

— … ¡Y más allá! -añadió François antes de pronunciar con voz firme-: ¡Lo juro!

Como en un sueño, Sylvie se oyó pronunciar el mismo juramento con una voz entrecortada por la emoción. El sacerdote bendijo los anillos antes de dárselos, cubrió sus manos unidas con el extremo de su estola, y pronunció finalmente las palabras que les unían ante Dios y ante los hombres. Entonces, François se inclinó profundamente ante la que se había convertido en su mujer.

— Soy el humilde servidor de Vuestra Alteza Real -dijo en tono grave-. ¡Y también el más feliz de los hombres!

Apoyados el uno en la otra, el duque y la duquesa de Beaufort salieron de la iglesia y la noche tibia les envolvió con su esplendor estrellado, que les brindó, mientras volvían a paso lento a través de la landa solitaria, una corte más brillante y majestuosa de lo que jamás sería la de Saint-Germain, la de Fontainebleau o incluso la de ese Versalles aún inacabado cuya magnificencia iba a asombrar al mundo. Belle-Isle les ofreció los aromas nocturnos del pino, la ginesta y la menta silvestre, mientras la gran voz del océano cantaba, mejor que el órgano, la gloria de Dios y la unión de dos seres que se habían buscado durante tanto tiempo…

Olvidados del mundo y forzados a una eterna clandestinidad, François y Sylvie iban a vivir su amor con intensidad, modestamente mezclados con una población humilde de pescadores y campesinos que nunca intentarían penetrar un misterio que, no obstante, intuían de manera confusa. Esas gentes los quisieron sobre todo cuando en 1674 llegó la prueba de un mortífero desembarco holandés dirigido por el almirante Tromp, cuyos navíos, como en otro tiempo los de los normandos, aparecieron una mañana delante de la playa de Grandes Sables. Aquellos hombres pasaron por la isla como un viento de desgracia, saqueando e incendiando sin que la antigua ciudadela de los Gondi -casi desprovista de guarnición-, que Fouquet tanto se había empeñado en reforzar, pudiera hacer gran cosa para defenderse. François y Sylvie, cuya casa del fondo de la caleta no sufrió daños, se multiplicaron para apoyar, consolar y aliviar a los afectados por aquel azote, y después para ayudarles a reparar los destrozos. Desde entonces Belle-Isle, herida, les acogió sin reservas y su amor se vio exaltado por ello.

Ese amor tan bien escondido iba a durar quince años…

Epílogo

Sylvie murió el 22 de junio de 1687. O más bien dejó de existir, porque la muerte se la llevó dulcemente sin que ningún síntoma hubiera hecho presagiar su llegada. Ocurrió al finalizar un hermoso día. Sentada junto a François en el banco de piedra adosado a su casa, contemplaban el mar incendiado por la más gloriosa de las puestas de sol, cuando su cabeza se posó en el hombro de su esposo como solía hacer con frecuencia, y exhaló un suspiro de dicha… que fue el último.

La enterraron bajo los brezos, a la sombra de una cruz de granito plantada junto a la iglesia en la que se había casado. Abrumado por el dolor, François guardó desde entonces un silencio que apenas turbó la llegada de una carta como las que en ocasiones venían del continente. Después de leerla, preparó un pequeño equipaje, subió a su barca con la marea de la tarde, como si fuera a pescar, y llegó a tierra firme, donde abandonó la embarcación. Belle-Isle no volvió a verle…

La carta era de Philippe de Fontsomme, ahora casado y padre de dos hijos varones. Cuando el caballero de Raguenel falleció, tres años atrás, en su casa de la Rue des Tournelles, a la vuelta de su última visita a los exiliados -viajaba a la Bretaña aproximadamente una vez cada dos años-, Philippe había hecho saber a Saint-Mars que tomaba el relevo en la comunicación que habían establecido. Supieron así que después de la muerte de Fouquet, ocurrida en 1680, y de la vuelta de Lauzun al favor del rey, un año después, el carcelero y su preso se habían trasladado de Pignerol a otro castillo-prisión. Esta vez, el mensaje de Philippe anunciaba que Saint-Mars acababa de ser nombrado gobernador de la isla Sainte-Marguerite, una de las islas de Lérins, situadas en el Mediterráneo frente a un pequeño pueblo de pescadores llamado Cannes. El prisionero enmascarado le había seguido en una silla cerrada, cubierta por una lona encerada y acompañada por una fuerte escolta.

François conocía bien aquellas islas, que formaban una línea fortificada a lo largo de la costa de Provenza. Sabía que en Saint-Honorat, la más pequeña y más alejada, subsistía un puñado de monjes testarudos, que a lo largo de los siglos habían resistido los golpes de distintos enemigos venidos del mar, de los que les protegía mejor o peor una serie de escollos y viejas fortificaciones.

Algunas semanas después de la marcha de Belle-Isle, el abad de Saint-Honorat subió a una barca conducida a remo por uno de sus monjes, cuyo capuchón no dejaba ver otra cosa de su fisonomía que la barba gris, y llegó a Sainte-Marguerite para pedir al gobernador una entrevista mediante una carta que llevó un centinela. El día era magnífico, y el Mediterráneo, de un azul tan intenso que hacía palidecer el cielo, pero el sol de verano brillaba en las bayonetas de los guardias y relucía en las enormes bocas de los cañones de los adarves de la fortaleza. Nunca un prisionero había estado mejor guardado.