— ¿No me acompañaréis un rato? Vengo de la isla de los Faisanes, donde he tenido que arreglar algunos detalles del pabellón de las Conferencias, y estoy rendido. Cuento con un buen chocolate para reponerme. Venid a compartirlo conmigo.
— Un ch…
Su buena educación permitió al oficial evitar una mueca, pero su sonrisa de disculpa era un verdadero poema. Se apresuró a excusarse porque el rey le esperaba, saludó, montó y se alejó. El mariscal se encogió de hombros y entró en la casa. Cuando Sylvie se acostó, el aroma del misterioso brebaje impregnaba toda la casa.
— Encuentro agradable ese aroma, pero un poco fatigoso a la larga -confió al día siguiente a Mademoiselle y Madame de Motteville, mientras se dirigían a Fuenterrabía en la carroza de la primera.
— Tendréis que acostumbraros a respirarlo diariamente -dijo la princesa-. Nuestra futura reina consume, al parecer, unas cantidades asombrosas. Lo mejor sería que lo probarais; es bastante bueno, ¿sabéis?
— ¿Lo ha probado Vuestra Alteza?
— Gracias al mariscal de Gramont. Lo ofrece a todos los que se ponen a su alcance. De modo que no vais a poder escabulliros, porque ocupáis la misma casa.
— Habrá que probarlo, entonces. Pero ahora que pienso: ¿por qué un matrimonio por poderes cuando aquí todo está dispuesto para la ceremonia definitiva?
— Porque una infanta de España no puede abandonar el reino de sus padres si no está casada. Es la ley… Ya llegamos.
Sobre una colina con jardines floridos, y rodeada por murallas medievales, Fuenterrabía presentaba un aspecto noble y lleno de gracia. Subieron por la calle principal entre dos filas de casas con balcones y miradores, en medio de una densa multitud que se apretujaba en la plaza principal, entre la iglesia de Santa María y el viejo palacio de Carlos V en el que se alojaba la novia. La compañía de la princesa, cuyo ilusorio incógnito fue desvelado muy pronto, les permitió instalarse en un buen lugar en una iglesia con altares sobrecargados de dorados. Pensando sin duda que todo aquello no bastaba, el aposentador de la corte, el pintor Diego Velázquez, había añadido tapices y grandes cuadros que representaban escenas piadosas. El olor del incienso era tan fuerte que Madame de Motteville estornudó en varias ocasiones, lo que le atrajo las miradas ceñudas de una nobleza que no dejó de sorprender a Sylvie, acostumbrada a los colores alegres con que se adornaba la corte francesa. Allí, casi todo el mundo iba vestido de negro, los hombres con jubones de otra época -algunos incluso llevaban aún los cuellos de las gorgueras almidonados-, y las mujeres con pesados ropajes de mangas colgantes. Ellas parecían llevar bajo las faldas unos grandes toneles achatados por delante y por detrás, que llamaban «guardainfantes» [8] y muy poca ropa blanca visible. En cambio, tanto ellos como ellas lucían enormes joyas de oro con grandes piedras preciosas incrustadas: el oro que los conquistadores enviaban desde América cargado en los galeones de la flota de Indias. Por su parte, los españoles miraban a las tres francesas con curiosidad pero sin hostilidad: el gran luto de Mademoiselle, el de Sylvie y el prudente color oscuro elegido por la confidente de la reina eran otros tantos puntos en su favor. De pie en el coro, don Luis de Haro, que negociaba desde hacía meses con Mazarino, se disponía a asumir la representación del rey de Francia.
Finalmente, conducida por la mano izquierda de su padre, apareció la infanta y todas las miradas se volvieron hacia ella.
Al lado del rey Felipe IV, vestido de gris y plata y luciendo en el sombrero un gran diamante, el Espejo de Portugal, además de la Peregrina, la mayor perla conocida, María Teresa parecía curiosamente apagada. Su vestido era de simple lana blanca con bordados de plata del mismo tono, y su magnífico cabello rubio peinado en bandas a ambos lados de las orejas apenas se veía, cubierto por una especie de bonete blanco que la afeaba. A pesar de ello estaba encantadora con su tez luminosa, su bonita boca redondeaba y sus magníficos ojos azules, dulces y brillantes. Por desgracia, era de escasa estatura y tenía feos los dientes.
— ¡Qué lástima que no sea un poco más alta! -susurró Madame de Motteville-. Creo que de todas formas el rey estará contento…
— Le pondrán tacones -respondió Mademoiselle en el mismo tono-. Además, él tampoco es tan alto… ¡Estaría bueno que se hiciera el difícil!
Después ya no vieron nada, porque el rey y su hija habían pasado detrás de una especie de cortina de terciopelo abierta únicamente del lado del altar, en el que oficiaba el obispo de Pamplona.
Una vez acabada la ceremonia, las tres francesas se retiraron para ir a reunirse, en la isla de los Faisanes, con la ahora reina madre, que iba a ver a su hermano por primera vez desde hacía cuarenta y cinco años…
— ¿Van a traernos a nuestra nueva soberana? -preguntó Sylvie que, en su cometido de dama suplente de compañía, esperaba poder ayudar a la pobre reina joven a quitarse aquellos arreos, para mostrarla a su esposo con un aspecto más favorecedor.
— ¡Cómo se ve que no conocéis la etiqueta española! -suspiró Mademoiselle-. Hoy es el día del reencuentro familiar, y mi primo será la única persona de toda la corte que no asistirá.
En efecto, en la pequeña isla del río Bidasoa, casi enteramente ocupada por el pabellón de las Conferencias, con dos galerías enfrentadas que conducían a una gran sala, habían dispuesto una larga alfombra roja cortada por la mitad que simbolizaba la frontera entre los dos reinos. También allí se había prodigado Velázquez de tal modo que la sala parecía una exposición de pintura. Las dos cortes se alinearon en silencio, cada una en su lado. Luego el rey de España y la reina madre se acercaron al borde cortado de la alfombra y se dieron un frío abrazo… Cuando Ana de Austria, llevada por la emoción, quiso besar realmente a su hermano, él desvió rápidamente la cabeza. Después ambos se sentaron en sendos sillones para hablar, en tanto que la infanta tomó asiento en un almohadón, de modo que desapareció casi por completo en su «guardainfante».
Mientras tanto Luis XIV, que desde hacía un rato galopaba por el lado francés de la isla, se consumía de impaciencia. Cuando no aguantó más, fue a la puerta de la sala a preguntar si podían admitir en ella a «un extraño».
De inmediato la reina madre, con una sonrisa, rogó a Mazarino que autorizara a aquel extraño a mirar a los presentes. Escoltado por don Luis de Haro, el cardenal abrió de par en par las puertas para que los jóvenes novios pudieran verse, aunque no se permitió a Luis cruzar el umbral. Felipe IV carraspeó para aclararse la voz.
— Guapo yerno -dejó caer-. Pronto tendremos nietos.
Pero cuando Ana preguntó sonriendo a la infanta qué pensaba ella, el rey se apresuró a añadir con cierta brusquedad:
— ¡Aún no es tiempo!
El joven Monsieur se echó a reír:
— Hermana, ¿qué os parece esa puerta? -preguntó a la joven, que se puso colorada pero también rió.
— La puerta me parece muy bella y muy buena -dijo.
Eso fue todo por aquel día. Se intercambiaron cortesías gélidas, se separaron y el rey de España se llevó consigo a su hija.
— ¡Me pregunto si se decidirá a dárnosla algún día! -gruñó Mademoiselle.
— Pasado mañana -respondió Madame de Motteville, que se había enterado de los detalles de la ceremonia.
— ¡Todo esto es ridículo! Mi primo Beaufort ha tenido razón al no querer asistir a las bodas. Ya detesta bastante a los españoles: habría hecho alguna escena.
— Y eso habría sido una estupidez más que añadir a su cuenta -dijo entre dientes Mazarino, que lo había oído-. Me he cuidado además de que no fuera invitado.
— ¿Y el rey os ha hecho caso?