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— No me molestará mucho. Lo que le interesa a la princesa Palatina [10] es el título, y no la función, que ha obtenido después de muchos esfuerzos y gracias a Mazarino, porque el rey no llega a perdonarle su actuación en la época de la Fronda. Me extrañaría que durase mucho tiempo a nuestro lado. ¿Qué hace en este momento, en lugar de velar por todo como lo exige su empleo? ¡Piensa en las musarañas, recostada en los almohadones del gabinete de la reina madre, y dice que tiene demasiado calor! Aunque es cierto que es una gran dama -añadió Madame de Navailles con una sonrisa torcida.

— ¡También es muy bella! -dijo Sylvie con voz soñadora.

— ¡Decid más bien que lo es todavía! Os concedo que ha sido sublime. Por lo demás, sus aventuras son incontables. La que tuvo con el arzobispo de Reims causó un buen revuelo en su época. ¡Curioso modelo para las doncellas de honor!

Al llegar la noche, la ciudad se iluminó. Había candelas en todas las ventanas, linternas en todas las puertas, antorchas en centenares de manos; y al saberse que el cortejo real estaba próximo, se encendieron hogueras por doquier. Por fin, hacia las diez de la noche, hizo su aparición la carroza real, escoltada por toda la corte a caballo: Monsieur cabalgaba junto a la portezuela derecha, y Mademoiselle junto a la izquierda. En el fondo del coche, vestida de brocado de oro y plata, iba la infanta sentada muy tiesa, hierática como una Virgen de catedral. Las aclamaciones se alzaban al paso de los caballos, y ella respondía con gesto tímido, con una sonrisa temblorosa que contrastaba con el entusiasmo que suscitaba su presencia.

Las mujeres que iban a formar su séquito se precipitaron a las ventanas, movidas por un mismo impulso. Agitaban sus pañuelos mientras la carroza se aproximaba a la casa de la reina madre, donde María Teresa había de pasar su primera noche francesa. Entre los mosqueteros de la escolta, Sylvie reconoció a Saint-Mars. También vio entre la multitud a Perceval, que se comportaba como hombre que encuentra un verdadero placer en el ejercicio de mirón… Luego llegó el momento de las reverencias, cuando, su mano posada en la de Ana de Austria, la infanta hizo su entrada, en medio de un profundo silencio, en la casa que iba a ser la suya durante un tiempo tan breve. Vista de cerca, era visible que había llorado mucho pero que se esforzaba por guardar la compostura.

Al ver aproximarse a aquella niña desolada, rígida dentro de su enorme vestido de raso encarnado recamado en oro, que parecía sostenerla más que vestirla, Sylvie sintió un impulso de piedad y simpatía. En aquel rostro joven se leía la dulzura, y también la resignación. La reina madre procedía ahora a las presentaciones: primero la superintendente; luego la dama de honor; después, fue su nombre el que salió de los labios reales:

— La señora duquesa de Fontsomme os gustará, hija mía -dijo en español-. Ha sido ella quien ha enseñado a tocar la guitarra al rey, que lo hace muy bien. Sirve a nuestra corona desde que tenía quince años. Es recta y leal. Además, habla nuestra lengua a la perfección.

Los dulces ojos azules, tan melancólicos, se iluminaron, y cuando Sylvie le dio una protocolaria bienvenida en el más puro castellano, la joven contestó que se alegraba sinceramente de sus futuras relaciones. Mientras pasaban a otras damas, Sylvie descubrió lo impensable: aquella hija de una princesa francesa no conocía su lengua materna. Ahora bien, al margen de la reina madre, de Madame de Motteville, de ella misma y, felizmente, también del rey, nadie en la corte practicaba la lengua del Cid.

«¡Muy bien! -pensó Sylvie sin desanimarse lo más mínimo-. Intentaremos enseñarle el francés.»Mientras tanto, María Teresa había sido conducida hasta su habitación, de la que habían tomado ya posesión su camarera española, la morena y seca Molina, la hija de ésta y una enana horrenda vestida de manera extravagante, que respondía al nombre de Chica y toqueteaba todo lo que caía en sus manos. Costó conseguir un poco de tranquilidad, y mientras Molina se encargaba de la recepción de los cofres que venían de España, las damas francesas pudieron liberar a su joven ama del estorbo del «guardainfante» y del pesado tocado de plumas. Tuvieron entonces la sorpresa de descubrir debajo de todo aquello a una joven llena de gracia, de formas perfectas y poseedora del más hermoso cabello rubio rizado que jamás habían visto.

— ¡Nuestro rey tiene mucha suerte, señora! -dijo en voz baja Sylvie, lo que le valió una sonrisa radiante.

Mientras, el citado rey recibía una reprimenda importante de su madre: había expresado el deseo de consumar el matrimonio aquella misma noche, y se le recordaron agriamente las conveniencias. Finalmente, todos -es decir, las dos reinas, el rey y Monsieur- se reunieron para cenar en petit comité. María Teresa apareció vestida con un negligé de batista abundantemente adornado con encajes y cintas, y el cabello peinado suelto, un espectáculo que hizo brotar una sonrisa de los labios de su esposo.

Después de dejar a la familia real sentada a la mesa, Sylvie regresó a la alcoba con Madame de Navailles para poner un poco de orden y preparar el momento de acostar a la joven reina. Encontraron a Molina desconsolada: faltaba un cofrecito de joyas.

— ¿Estáis segura? -preguntó Sylvie.

— Completamente. Cuando cargamos el coche que está aún abajo, yo misma puse los tres cofrecitos de las joyas… ¡y sólo me han subido dos!

— Faltará por subir el tercero.

— No. He ido a ver. El coche está vacío.

— ¿Quién lo ha descargado?

— Los criados los baúles grandes, y dos soldados los cofrecitos.

— Esto corresponde a la señora superintendente -dijo Madame de Navailles-, pero como ha ido a cenar con el cardenal, me ocuparé yo. Voy a interrogar a los criados. Madame de Fontsomme, ¿tendréis la bondad de ir a echar un vistazo abajo?

— Con mucho gusto.

Delante de la casa Haraneder había cierta confusión alrededor de un carruaje vacío que dos gentileshombres de la reina madre registraban minuciosamente ante la mirada inexpresiva del cochero. Las personas atraídas por la descarga del equipaje se retiraban. Sin embargo, a unos pasos de la puerta, dos mosqueteros discutían animadamente. Uno de ellos era Monsieur d'Artagnan. Sylvie se acercó:

— Sois el capitán d'Artagnan, ¿no es así?

— Teniente solamente, múdame -respondió él con un saludo.

— ¿Podéis explicarme qué ha ocurrido? Soy la duquesa de Fontsomme, dama de compañía suplente de la nueva reina.

— Un caso grave, me temo, señora duquesa. Para honrar a la Infanta, el rey había decidido que mis mosqueteros guardarían esta noche las puertas de su casa. Cuando llegaron los coches, estaban de guardia Monsieur de Laissac, aquí presente, y Monsieur de Saint-Mars.

— Monsieur de S…

— ¿Le conocéis?

— Apenas, pero continuad, os lo ruego.

D'Artagnan explicó entonces que en el momento de detenerse los carruajes -la escolta española no había cruzado las puertas de la ciudad-, los lacayos se habían encargado de los grandes baúles de cuero, pero que el intendente de la reina madre había rogado a los guardias que se ocuparan en persona de los cofrecitos sellados con las armas de España. Uno tras otro, Laissac y Saint-Mars los habían subido, esperando cada uno para hacerlo a que el otro hubiera bajado. Pero al bajar por segunda vez, De Laissac no había encontrado ni el último cofrecito ni a Saint-Mars…

— ¿No supondréis que haya podido…? ¡Oh! Es un gentilhombre y un soldado… -protestó Sylvie.

— Lo sé, y creedme que la perspectiva no me hace feliz…

— ¡No hay ninguna razón para que se haya marchado con el cofrecito! Si Monsieur de Saint-Mars ha abandonado su puesto, tiene que haber tenido un motivo… grave. Una razón importante. Sabéis igual que yo la… atracción que ejerce sobre él la casa Etcheverry, en la que me alojo…