Выбрать главу

— Sin duda. ¡Por desgracia, alguien le ha visto!

— ¿Apoderarse del cofre y huir con él?

— Sí.

— ¿Quién lo afirma?

— El hombre que veis allí abajo, guardado por dos de mis hombres. Es uno de los peregrinos del hospicio, y ha visto a Saint-Mars salir corriendo en dirección al mar.

Desconcertada, Sylvie intentaba poner en orden sus ideas. La cita acordada con Maitena era para la noche del día siguiente, y Saint-Mars no tenía ninguna razón… a menos que… Creyó oír de nuevo la voz tan triste del joven murmurar: «Soy pobre… De no ser así, entraría audazmente en la casa de Etcheverry y le pediría la mano de su hija.» Se sintió acongojada. ¿No había podido resistir la tentación, al verse delante de la fortuna que representaban las joyas de una infanta? Después de todo, no conocía a aquel hombre, ni hasta dónde podía arrastrarle la pasión. Sin embargo, algo le decía que era imposible; Saint-Mars tenía una mirada demasiado franca, demasiado directa. Además, Maitena, tan orgullosa, nunca aceptaría deber su felicidad a un robo miserable… y sobre todo realizado de una manera tan estúpida. Era de noche, pero marcharse con un cofre bajo el brazo pensando que nadie iba a verle era decididamente ridículo. Se dio cuenta de que estaba pensando en voz alta cuando oyó a D'Artagnan opinar:

— Estoy bastante de acuerdo con vos, y creo conocer a mis hombres, pero nunca se sabe lo que puede pasar por la cabeza de un muchacho enamorado. Si no hubiera ese testigo…

— ¿Puedo hablarle?

— Claro que sí. Venid conmigo.

El peregrino, que lucía con ostentación un gran sombrero de fieltro abollado y adornado en el reverso con la tradicional concha de Santiago, no le causó buena impresión a Sylvie. A pesar de su hábito piadoso, de su actitud humilde y sus palabras untuosas, producía una sensación turbia. Con una especie de complacencia, repitió la acusación que ya había hecho: había visto al mosquetero bajar del coche con un cofrecillo y luego, en lugar de entrar en la casa, mirar en derredor para asegurarse de que nadie le veía y escapar a la carrera hacia la oscuridad de la playa.

— ¿Y a vos no os vio? -preguntó Sylvie.

— No, yo estaba a la sombra de la capilla que veis allá abajo, y al principio no di crédito a mis ojos. Pero tuve que rendirme a la evidencia. ¡A pesar de su magnífico uniforme, ese hombre no era más que un ladrón!

— ¿Esa declaración os satisface, capitán? Quiero decir, teniente… -Sylvie se había llevado unos pasos aparte al mosquetero para hacerle la pregunta.

Él se encogió de hombros.

— ¡La verdad es que no, señora duquesa! Pero no veo forma de contradecirle. Además, no veo por qué razón un peregrino desconocido se tomaría el trabajo de mentirnos. Y lo cierto es que no conozco muy bien a Saint-Mars.

— ¿Vais a dejar libre al peregrino?

— ¿Puedo hacer otra cosa? Es un caminante de Dios La infanta se quedaría horrorizada si prendiéramos a una de esas personas…

Ella tomó al oficial del brazo y se lo llevó un poco más lejos…

— No podríais al menos…

Se detuvo en seco. Un poco más allá, Perceval de Raguenel y el mariscal de Gramont cruzaban tranquilamente la plaza donde unos bailarines españoles se preparaban para un espectáculo. Dejó plantado al mosquetero sin más explicaciones, se recogió las faldas y echó a correr hacia ellos:

— Mil perdones, señor mariscal, pero tengo que hablar urgentemente con vuestro acompañante. Permitid que me lo lleve.

La expresión de alegre sorpresa se borró del noble rostro.

— Creía que veníais a uniros a nosotros -suspiró-. Vamos a cenar a casa de Mademoiselle.

— Creedme que estoy desolada, pero se trata de un asunto de importancia.

Perceval quería demasiado a Sylvie como para no acudir en su ayuda. Dio unas excusas corteses y se dejó arrastrar. En pocas palabras, ella le contó lo que acababa de suceder, y luego señaló al peregrino, al que los guardias dejaban ya marcharse.

— ¡Tenéis que seguir a ese hombre! Algo me dice que miente.

— ¡Cuenta conmigo!

Se puso en marcha en seguimiento de aquel individuo, mientras Sylvie regresaba precipitadamente a la casa de la reina madre. Era absolutamente preciso que asistiera a la ceremonia de acostarse, y llegó justo a tiempo de ver a Luis XIV besar ceremoniosamente, ¡no sin un suspiro de pesar!, la mano de María Teresa, antes de regresar a sus aposentos. Durante su ausencia, Madame de Navailies había conseguido calmar a Molina, con Madame de Motteville como intérprete: era preciso no inquietar a la infanta en su primera noche en Francia por un feo asunto de robo. Pero en cuanto la joven posó la cabeza en la almohada, ella se despidió con una reverencia y corrió a la casa Etcheverry tan aprisa como pudo, sin dejarse distraer por el colorido ambiente festivo de la plaza: ¡tenía que ver a Maitena a cualquier precio!

A pesar de lo tardío de la hora, la casa estaba aún iluminada y el aroma a chocolate era intenso: habían debido de prepararlo para la vuelta del mariscal. Cuando entró en la gran sala, reinaba allí cierto desorden: sillas volcadas, jarrones rotos. Manech Etcheverry parecía preocuparse muy poco de todo ello; sentado delante de la chimenea, con la espalda encorvada y los codos apoyados en las rodillas, fumaba su pipa con una especie de furia mientras contemplaba las llamas. Ni siquiera se levantó al entrar Sylvie, prueba patente de que debía de estar de pésimo humor.

— ¿Aún no os habéis acostado? -preguntó Sylvie en voz baja.

— ¡No hay forma de dormir en esta ciudad enloquecida! La infanta tendrá suerte si llega a pegar ojo.

— Habrá que intentarlo a pesar de todo. Yo… me habría gustado hablar con vuestra hija. ¿Quizá también ella está aún levantada?

— ¡No está!

El corazón de Sylvie dio un vuelco, y de inmediato temió lo peor: los dos enamorados habían huido con el cofre de las joyas. Sin embargo, forzó su tono de serenidad para decir:

— Sin duda está participando en la fiesta. Ha ido a ver las danzas… Es muy natural…

Pero de golpe Etcheverry se levantó y la miró de frente. Ella tuvo la impresión de que hervía de cólera y tenía que imponerse un gran esfuerzo para no mandarla a paseo.

— No. Se ha ido esta tarde a un convento del interior…

— Ha sido una despedida movida, a juzgar por lo que veo aquí…

— ¿Puedo saber, señora duquesa, por qué os interesáis tanto en mi hija?

— Le tengo verdadera simpatía, porque es tan orgullosa como bella. Pero pongamos las cartas sobre la mesa, si lo preferís así: ¿de verdad ha ido a un convento, o bien…?

— Queréis saber si se ha fugado con ese loco que me ha caído encima hace un rato reclamándola a voces y acusándome de haberla llevado a un escondite para casarla de inmediato con su primo. ¡Puro y simple delirio!

— Los enamorados deliran con facilidad. ¿Así que Monsieur Saint-Mars ha estado aquí?

— Sí. Estaba fuera de sí. Gritaba que le habían avisado demasiado tarde y lo ha registrado todo, incluso vuestros aposentos y los del mariscal, que ha estado a punto de incendiar al volcar el hornillo en que su criado español estaba preparando esa bebida infernal. Al final se ha ido a la carrera, no sé adonde… Fue una inspiración del Cielo el haber puesto esta misma tarde a mi hija al resguardo de ese loco furioso… ¡que se vaya al diablo!

— ¿Hace mucho que se ha marchado él?

— Pocos minutos antes de que llegarais.

— Entonces tenía razón -dijo Sylvie, triunfal-. Le han atraído a una trampa porque no podía, a la misma hora, estar aquí poniendo todo patas arriba y escapar con las joyas de la infanta. Lo que hace falta saber ahora es dónde está, y en cuanto a eso, tengo una idea.