— ¿Podéis explicarme qué ocurre?
— Sería demasiado largo, pero podéis venir conmigo si os apetece… o mejor esperadme un instante -añadió tras echar una ojeada a sus zapatitos de raso, que parecían pedir auxilio-. El tiempo de cambiarme de zapatos.
Jeannette solucionó muy pronto aquello. Quiso acompañar a su ama, pero ésta se opuso: era preferible que se quedara en casa. Momentos después, Sylvie corría en compañía del armador en dirección al hospicio. De camino, contó en pocas palabras el problema e hizo una pregunta: ¿llevaba Saint-Mars su túnica de mosquetero en el momento del escándalo? La respuesta fue negativa, y como su acompañante observó con acritud que no veía razones para ayudar a un hombre al que detestaba, ella se encogió de hombros.
— Tenéis las mejores razones posibles: primero, un hombre de vuestra calidad debe respetar el derecho de todos a la justicia. Después, os interesa que ese pobre muchacho, cuyo único pecado es amar a una mujer más rica que él, pueda proseguir su carrera. Dentro de pocos días su oficio le alejará de vos, y sin duda no volveréis a verle nunca. Son muchos los soldados que mueren al servicio del rey.
— También los marinos. La pesca de la ballena es el oficio más peligroso del mundo, y yo quiero un yerno que se dedique a ella -añadió, y se marchó.
Como esperaba Sylvie, Perceval estaba aún por los alrededores. Cuando le llamó a media voz, salió de entre las sombras de la torre cuadrada.
— Llegas a tiempo -suspiró-. Me estaba preguntando qué debía hacer…
— ¿Ha ocurrido algo?
— ¡Diría que sí! Tu peregrino, tal como pensábamos, ha regresado tranquilamente, pero algo me ha impulsado a esperar aún, y al parecer he tenido razón: hay mucha agitación en el convento de los monjes agustinos cuando un rey se casa. Hace aproximadamente un cuarto de hora han llegado tres hombres que sostenían a un cuarto. Mejor dicho, lo llevaban a cuestas. Han entrado en el hospicio, con algunas dificultades: el hermano portero empezaba a pensar que había demasiados peregrinos fuera esa noche. Han dicho que habían conseguido encontrar a su hermano en el arroyo, inconsciente por haber bebido demasiado vino… Pero yo juraría que el supuesto borracho es Saint-Mars.
— Bien. En ese caso, querido padrino, tened la bondad de seguir vigilando un momento aún, por si acaso…
— ¿Qué quieres hacer?
— ¡Ir a buscar a Monsieur d'Artagnan! Es preciso que consiga un permiso del rey para registrar el hospicio…
— ¡Es tierra de asilo! ¡El rey no aceptará!
— Si ese asilo es también el de las joyas de su esposa, me extrañará mucho que no acepte. De todas maneras, vamos a ver lo que nos dice D'Artagnan.
Le encontraron sin dificultad. Seguía en la casa de la reina, como si no consiguiera apartarse de aquel lugar. Estaba visiblemente muy preocupado, y escuchó a Sylvie y a su acompañante sin decir palabra. Cuando acabaron su relato, llamó a cuatro mosqueteros.
— ¡Seguidme, señores! Vamos al hospicio.
— ¿No pedís una orden del rey? -preguntó Sylvie.
El teniente la miró de reojo y le dedicó una sonrisa fiera.
— Cuando se trata de mis hombres, iría a ver al diablo en persona sin pedir permiso a quienquiera que sea. Yo mismo responderé ante Su Majestad… si es preciso.
— ¡Arriesgáis vuestra carrera!
— Puede ser, pero si tenéis razón y no nos damos prisa, esos supuestos peregrinos, que deben de ser ladrones, escaparán a España en cuanto se haga de día. ¿Alguna objeción más?
— ¡Dios mío, no! Sólo una aclaración: si habéis de responder ante el rey, yo estaré a vuestro lado.
— ¿Por qué no? ¡Cosas más extrañas se han visto!
Un momento más tarde, la campana del antiguo convento de los Hospitalarios llevaba una vez más al hermano portero al torno. Oyó que le reclamaban con urgencia, «en nombre del rey», una entrevista con el superior, y no se hizo rogar demasiado para abrir la puerta; pero tuvo de todos modos un sobresalto cuando vio entrar, detrás del oficial, a cuatro mosqueteros armados hasta los dientes y a una dama.
Fue más difícil convencer al superior de que dejara a los soldados del rey registrar su casa.
— Sé bien que no todos los peregrinos de Dios son santos, pero el solo hecho de emprender el penoso camino de Santiago les merece paz y protección. Me niego, a menos que me traigáis una orden de monseñor el obispo…
— No tengo tiempo. Pero tampoco tengo la intención de molestar a nadie. Actuaremos sin armar jaleo… y supongo que en la capilla nadie se acuesta.
— En efecto, pero durante los oficios los peregrinos están invitados a unirse a nosotros, y no falta mucho para los maitines.
— Y después se hará de día y esa gente podrá marcharse con el botín. Pensadlo, padre: ¡las joyas de la infanta que hoy mismo será nuestra reina! Es casi un delito de lesa majestad. Si me concedéis lo que pido, nos quitaremos las casacas y los sombreros y nos separaremos. Aquí todos conocen a su camarada. La señora duquesa de Fontsomme, que representa a la infanta, también lo conoce. ¡Apresurémonos, Vuestra Reverencia! ¿Nos dais permiso, o no?
— ¿Quién os dice que vuestro hombre no es cómplice de los supuestos ladrones? Fue a él a quien vieron huir con el cofre…
— No. Fue uno de los otros vestido con su uniforme después de haberle mareado lo bastante para que aceptara esa curiosa sustitución… Entonces, ¿vamos? ¡Si os negáis, pediré al rey que cierre el hospicio!
— Bien, obrad como queráis, pero si no encontráis nada…
— ¡Soy un hombre que responde de sus actos!
Encontraron. Lo encontraron todo: a Saint-Mars, aún bajo el efecto de la droga que le habían hecho beber a la fuerza; a los cuatro ladrones, pacíficamente dormidos a la espera de la hora de mezclarse con los demás y reemprender el camino, y las joyas de la Infanta, repartidas en las «cestas» de aquellos peregrinos de un género muy particular. ¡Encontraron incluso la casaca del mosquetero! Los bandidos intentaron defenderse acusando a Saint-Mars. El era el culpable de todo y ellos no estaban allí más que para pasar las joyas a España, donde las venderían sin dificultad a un judío de Burgos.
— Sin duda por esa razón lo habéis drogado cuando os habéis reunido con él a la salida de la casa Etcheverry -dijo D'Artagnan.
El hombre gordo que había representado el papel del denunciante protestó:
— ¿La casa… Etcheverry? No teníamos nada que hacer allí. Le esperábamos en la playa. Vino derecho a encontrarnos…
— ¿Después de arrojar su casaca? ¡Qué verosímil! ¿Se proponía desertar, marchar con vosotros, abandonarlo todo? ¿Su honor y lo demás?
— Quería casarse con una muchacha rica. Le hacía falta dinero. Lo había arreglado todo con ella y ella iba a fugarse con él. No hacía falta ir a buscarla.
— Pues a pesar de todo, fue -afirmó Sylvie-. Manech Etcheverry podrá testimoniar que puso toda la casa patas arriba…
El otro puso cara de astucia.
— Es posible que estuviera también de acuerdo con él. En todo caso, nosotros no nos movimos de la playa…
— ¿Y él no fue a la casa Etcheverry?
— Pues… no. No tenía tiempo y corría el peligro de que lo arrestaran.
— ¿Y esto? -Sylvie señalaba con el dedo la enorme mancha grasienta y oscura extendida por el justillo de ante del mosquetero-. Esto -prosiguió- es chocolate: lo derramó en el aposento del mariscal de Gramont. Etcheverry lo testimoniará.
— No os toméis tantas molestias, señora duquesa. Ese chocolate es una buena prueba, como lo es el sueño tenaz de este infeliz, al que sin duda habrían abandonado a su vergüenza y la justicia del rey mientras ellos huían a España. De todas maneras, conoceremos los detalles de la operación cuando el verdugo se ocupe de estos señores para arrancarles la verdad… Lleváoslos, y que alguien acompañe a este imbécil al cuartel.