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— ¿Será castigado severamente?

— Ha abandonado su puesto, ¿no? Y un puesto de confianza. Además, ha prestado su casaca para que no se dieran cuenta de inmediato de su ausencia. Irá a las prisiones militares, pero yo cuidaré de que después se reintegre a los mosqueteros. Es un buen soldado, muy bravo. Quiero conservarlo… ¡pero os debe más que la vida!

Fue lo que el pobre Saint-Mars escribió el día siguiente a Sylvie: «Sé, señora duquesa, lo que habéis hecho por mí. Sé que me habéis salvado la vida y el honor. En adelante os pertenecen, y podréis venir a reclamarlos en cualquier ocasión…»

— ¡Pobre muchacho! -murmuró la joven, y acercó la carta a la llama de una vela-. ¿Qué podría hacer yo con su vida, y sobre todo con su honor? ¡Olvidémoslo!

Pero Perceval se apoderó del papel, que empezaba a arder, y lo apagó con el tacón de la bota.

— ¡Una carta de ese género no se destruye, Sylvie! Se guarda como un tesoro. No sabes lo que os puede ocurrir a él y a ti en el futuro.

— ¡Muy bien, guardadla si es vuestro gusto! -suspiró ella-. Es hora de ir a vestir a la infanta para la misa del domingo.

Unas horas más tarde, María Teresa, resplandeciente en su primer atavío francés -un vestido de raso blanco sembrado de flores de lis como el manto de terciopelo púrpura sujeto a sus hombros-, se encaminaba a la iglesia. El manto iba sostenido, hacia la mitad de su longitud, por las hermanas pequeñas de Mademoiselle, y en el extremo por la princesa de Carignan; pero se habían necesitado dos damas y un peluquero para mantener la corona real fija sobre la magnífica cabellera rubia, recién lavada y demasiado abundante, de la princesa.

En medio de los vivas y el repique frenético de las campanas, fueron a la iglesia a pie como todo el mundo, bajo un calor tropical y una floración de parasoles que intentaban defender el lucido cortejo de los ardientes rayos del sol. Abría la marcha el príncipe de Condé, y detrás iba Mazarino empaquetado en una impresionante cantidad de muaré púrpura y con diamantes en todos los dedos de ambas manos. Luego el rey, vestido de paño de oro velado con un fino encaje negro, sin una sola joya, precediendo a la novia, conducida a la derecha por Monsieur y a la izquierda por Monsieur de Bernaville, su caballero de honor. La reina madre, resplandeciente de alegría, les seguía, y cerraba la marcha Mademoiselle, que había cubierto sus velos negros con todas las perlas que poseía. Todas las mujeres llevaban colas que, a pesar de no ser tan largas como la de la nueva reina, no dejaron de complicar las evoluciones en la bella iglesia del suntuoso retablo dorado y esculpido, en la que los hombres de la región, situados en las tres galerías escalonadas hasta la bóveda en forma de casco de navío, entonaron las canciones más bellas del mundo.

Sylvie, que recordaba lo que había sido el matrimonio de Luis XIII y Ana de Austria, rezó con todo su corazón para que la nueva pareja, tan apropiada, encontrara la felicidad que muy raramente acompaña a los personajes reales; pero la sonrisa de Luis cuando miraba a su joven esposa, y sobre todo la mirada de María Teresa, brillante ya con un amor que no había de extinguirse nunca, permitían albergar las mayores esperanzas.

Tampoco Ana de Austria olvidaba. Se aferraba con todas sus fuerzas a la felicidad que esperaba, y al llegar la noche, para que al menos el pudor de María Teresa no se viera sometido a una prueba excesivamente dura, no vaciló en quebrantar las tradiciones: corrió con su propia mano las cortinas del lecho en que la joven pareja acababa de acostarse y despidió a todo el mundo.

— ¿Pensáis que serán felices? -preguntó Sylvie a Madame de Navailles cuando ambas salían juntas de la casa del rey.

— Tengo mis dudas. Corre el rumor de que, en el camino de vuelta a París, el rey quiere dar en solitario un rodeo para pasar por Brouage, donde Mazarino ha exiliado a su sobrina María, con el pretexto de visitar el puerto de La Rochelle. Por otra parte, no se me han escapado ciertas miradas dirigidas a una de las damas de honor. Habrá que vigilar…

— ¿O conseguir que la reina siga gustando a su esposo?

— Algo me dice que eso será más difícil…

La brisa marina refrescaba la noche estrellada. Las dos mujeres prolongaron su paseo para mejor aprovecharla.

3. Un regalo para la reina

Fue en Fontainebleau, y por supuesto en el momento en que menos lo esperaba, donde Sylvie volvió a ver a Frangís.

Antes de presentar a la reina en París y de hacer junto a ella su «feliz entrada», Luis XIV decidió pasar unos días en un palacio que le gustaba en particular. Hacía más de un año que la corte había dejado la capital por la Provenza y el País Vasco, y siempre resulta agradable volver a casa. Además, el largo viaje de vuelta durante varias semanas puntuadas por fiestas, discursos, banquetes, bailes y toda clase de distracciones, había deparado alojamientos improvisados y en ocasiones miserables, y todos deseaban reencontrar el espacio y el encanto de la que era entonces la más agradable de las residencias reales.

También Sylvie amaba Fontainebleau, donde se había alojado en varias ocasiones durante el reinado anterior. Le gustaban la belleza del gran bosque y la comodidad de las construcciones. Eran éstas menos elevadas que las de Saint-Germain y menos severas que las del Louvre, donde los reyes habían vuelto a instalarse -con el cardenal, que ocupaba un amplio espacio- después de los disturbios de la Fronda, durante los cuales habían comprobado la dificultad de defender el amable Palais-Royal. Sylvie conservaba el recuerdo, divertido después del tiempo transcurrido, de su primer encuentro con Richelieu. Y pensando en él había bajado a los jardines una mañana temprano, con la intención de disfrutar del frescor del alba y repetir aquel primer paseo que tanta influencia había de tener en su vida de doncella de honor de quince años, puesto que le había permitido conocer no sólo al temible cardenal, sino además a quien después se había convertido en su esposo, y que aquel día acompañaba al excesivamente guapo e imprudente Cinq-Mars. ¡Una peregrinación de amor, en cierto modo!

Era verdaderamente muy temprano: la aurora incendiaba el cielo y Sylvie pensaba disponer de al menos una hora hasta que la pareja real se levantara. Pero al llegar al pabellón Sully, vio que la inmensa extensión de jardines que iban desde el estanque de las carpas hasta el Gran Canal había sido invadida por una multitud atareada de criados, obreros, jardineros y pirotécnicos, ocupados en lo que no podía ser sino los preparativos de una gran fiesta de la que nadie había dicho palabra, porque el día anterior por la noche el parque estaba rigurosamente vacío y desierto. Decepcionada y un poco triste, iba a entrar de nuevo en el castillo cuando, detrás de ella, oyó una voz masculina:

— ¡Por favor, señora, guardadme el secreto al menos durante dos o tres horas!

El tono grave y cálido de la voz la traspasó como una flecha. Se giró y lo vio allí; era él quien acababa de hablar. Debido al amplio mantón de seda ligera en que se había envuelto para prevenir la humedad del amanecer, François no la había reconocido. Y ahora estaban frente a frente, paralizados por la sorpresa y mirándose sin atreverse a decir palabra, a esbozar un gesto. Sólo vivían sus corazones desbocados, sus ojos, que se penetraban con más ardor tal vez del que habrían puesto en un beso, iluminados por una alegría de la que ni el uno ni la otra eran dueños, pero que muy pronto asustó a Sylvie. Por fin reaccionó y quiso huir, pero él la retuvo por un pliegue del mantón.