El momento culminante de la jornada llegó cuando Beaufort, magníficamente vestido de tafetán negro con bordados de plata -Sylvie descubriría más adelante que, como ella misma, él únicamente llevaba los colores del luto-, vino a hincar la rodilla delante de la joven reina, a la que ofreció el negrito más precioso que pueda imaginarse. Debía de tener diez o doce años, y para realzar aún más su belleza lo habían vestido de raso dorado y tocado con un turbante a juego sobre el que ondeaban unas plumas blancas. Muy tranquilo, saludó primero con divertida gravedad cruzando las manos sobre el pecho e inclinándose, y luego, contento por los murmullos admirativos de los cortesanos, dedicó a la reina una radiante sonrisa.
— Viene del reino del Sudán, señora -explicó Beaufort en español-, expresamente para serviros. Es diestro en toda clase de juegos, toca la flauta y sabe bailar. Se llama Nabo… Es cristiano.
María Teresa, ruborosa de alegría, rió y aplaudió con las manos en un gesto familiar en ella, en tanto que su enana, que la seguía a todas partes como un perrito, tomó al niño de la mano y lo llevó a un cenador donde se había preparado un pequeño almuerzo con pasteles y golosinas, para compartirlo con él. Eran más o menos del mismo tamaño, pero el contraste entre los dos — ¡ella tan fea, a pesar de sus magníficos ropajes, y él tan hermoso!- era tan llamativo que provocó algunos chistes atrevidos sobre lo que podía salir más tarde de una pareja así. Una mirada severa del rey acalló las bromas, mientras María Teresa recomendaba:
— Puedes jugar con él, Chica, ¡pero no lo rompas!
En aquel rostro zafio, cuyos rasgos parecían no haber conseguido ponerse de acuerdo para componer una fisonomía, apareció de súbito una sonrisa sorprendente y luminosa.
— ¡Oh, no, es demasiado bonito! ¡Chica tendrá mucho cuidado!
Durante la cena fastuosa, en la que Beaufort se empeñó en servir en persona a su joven soberano, Mademoiselle, que por una vez no tenía apetito, se acercó a Sylvie, sentada aparte en un banco de piedra próximo a un grupo de rosales, y se instaló a su lado. Durante el largo viaje de regreso, las dos mujeres habían entablado amistad.
— ¿Qué hacéis aquí sólita? No me digáis que vuestro enamorado ya os abandona. ¿O es que le habéis despedido?
— ¿Mi enamorado? Oh… Monsieur de Gramont. Acaba de marcharse a París, donde le reclama no sé qué asunto. -Habló con un tono de indiferencia tan completa que la princesa se echó a reír.
— Vamos, veo con alegría que no os ha conmovido, y no podéis imaginar hasta qué punto me alegra.
— ¿Porqué?
— Porque tengo miedo de que enviude un día y pida vuestra mano.
— ¿Por qué habría de enviudar? ¿Es que la duquesa está enferma?
— Su salud no es muy boyante. Por otra parte, estar casada con un Gramont no es precisamente agradable, y la pobre François e de Chivré detesta el castillo de Bidache, donde él la tiene encerrada por lo general, y pasa tanto tiempo como puede con su hija, la princesa de Mónaco. ¡Allí debe de sentirse más segura!
— ¿Segura? ¿Es que no lo está al lado de su esposo?
— Oh, él no es un mal hombre, a pesar de su carácter irritable y sobre todo interesado; pero el peor es su hermano, el caballero, que es un verdadero demonio, y al que por desgracia el mariscal hace demasiado caso. Si aquél considera un día que una nueva alianza con una mujer rica y bien vista en la corte puede ser útil para la familia, la duquesa podría pasar en Bidache una última temporada… un tanto malsana.
— No querréis decirme, alteza, que esa pobre mujer podría…
La mirada asustada de su nueva amiga hizo sonreír a la princesa.
— ¡Oh, sí! Les creo muy capaces, y la pobre Françoise no lo ignora. Tiene pesadillas espantosas cuando está allí. Me contó que un día había visto el fantasma de su suegra…
— ¿La madre del mariscal? ¿Le ocurrió alguna desgracia?
— Es lo menos que puede decirse de ella. Escuchad…
Y Mademoiselle le contó cómo, un día de 1610, el padre del mariscal, al volver a su casa sin avisar, sorprendió a su mujer, la bella Louise de Roquelaure, en conversación íntima con un primo muy querido de él, Marsilien de Gramont. Su reacción fue inmediata: ensartó al seductor, mientras Louise conseguía huir a un convento vecino. El marido, furioso, la sacó muy pronto del claustro y la llevó ante una especie de tribunal compuesto por los notables de la región, y allí ella tuvo la penosa sorpresa de encontrar el cadáver de su amante, aún no enterrado. Los dos fueron Condenados a ser decapitados, lo que se cumplió de inmediato con Marsilien; pero en cuanto a su mujer, Antonin de Gramont prefirió esperar, dado que temía las represalias de un suegro que no sólo era el gobernador de Gascuña, sino además muy influyente en la corte. En efecto, Roquelaure apeló a la reina María de Médicis, y Gramont recibió la orden de «no atentar de ninguna forma contra la vida de su esposa». La orden fue comunicada a través del consejero De Gourgues, y Gramont se encolerizó. Marchó a París dejando a la culpable bajo la custodia de su madre, que no era otra que la famosa Diane d'Andoins, llamada Corisande, la primera pasión del joven Enrique IV, entonces rey de Navarra. Era una mujer dura y orgullosa que soportaba mal los estragos del tiempo. Detestaba a su nuera. ¿Dio o no el marido instrucciones a su madre? El caso es que el 9 de noviembre siguiente enterraron a la joven, y que Corisande se negó a que fuera acogida en el sepulcro de los Gramont…
— Se dice -concluyó Mademoiselle- que la infeliz fue arrojada al fondo de un pozo en el que Corisande la dejó morir con los huesos rotos. Por lo que a mí respecta, nunca he querido visitar Bidache, y os aconsejo que hagáis lo mismo…
— ¡Qué horrible historia! -exclamó Sylvie, estremecida-. ¿Y el hijo no intentó ayudar a su madre?
— Apenas la conocía. Desde su nacimiento vivía en la casa de Corisande, en Hagetmau. De modo que si os enteráis de la muerte de la duquesa, ¡poned pies en polvorosa!
Sylvie no la escuchaba. Estaba mirando la mesa real, en la que François llenaba la copa de Luis XIV con gestos casi tiernos. Mademoiselle captó esa mirada y suspiró:
— También ése os ama… y en el fondo no veo por qué razón no podéis casaros con él.
La sugerencia no sorprendió a Sylvie. La princesa era desde hacía mucho tiempo la mejor amiga de François, su cómplice durante la Fronda y sin duda también su confidente. Sin siquiera volver la cabeza, contestó:
— Durante años fue mi sueño imposible, y ahora lo es aún más…
— ¿Por culpa de esa desafortunada estocada? Todos estábamos un poco locos entonces, y nos acuchillábamos alegremente en familia según estuviéramos a favor o en contra de Mazarino. Pero aunque Beaufort se batió en duelo muchas veces, nunca fue el agresor. Por eso, creo, su hermana le ha perdonado la muerte de Nemours. También deberíais perdonarle vos…
— Ese perdón le corresponde a mi hijo. Cuando llegue a la edad adulta, ¡y ya no falta mucho!, sabrá a qué atenerse; y si él perdona, yo no tendré razones para ser más intransigente.
— ¿Y si no perdona, si provoca a Beaufort a un duelo?
— Yo sabré impedirlo, aunque sea a costa de mi vida. ¡Pero espero no tener que llegar hasta ese punto!
— También yo lo espero. Sin embargo, seguid mi consejo: haced las paces con Beaufort. ¡También Jimena acabó por casarse con Rodrigo!
Esta vez Sylvie se contentó con sonreír. No podía adivinar que un peligro mayor, y sobre todo más inmediato, iba a presentarse muy pronto.
El jueves 26 de agosto, aprovechando el frescor matutino, el rey y la reina, que ya habían marchado de Fontainebleau, se sentaron en un doble trono forrado de seda flordelisada con franjas de oro, instalado en un amplio espacio herboso y ligeramente elevado, situado aproximadamente a medio camino entre el castillo de Vincennes y la puerta Saint-Antoine. [11] Por supuesto, los dos iban vestidos con la suntuosidad que el pueblo espera de sus soberanos en las ceremonias; pero en ese día en que París iba a conocer a su reina, Luis XIV había apagado voluntariamente su propio brillo con el fin de que María Teresa brillara aún más. En efecto, ella llevaba un vestido de raso negro con tales bordados de oro y plata, tan enriquecido con perlas y pedrería, que no se veía el color original de la tela. Los diamantes relucían en su joven garganta, en las orejas, en los brazos, en sus manitas; y en su cabellera, peinada suelta para permitir que la admiraran, el sol de la mañana arrancaba mil destellos de la corona real. Luis se contentó con un atuendo enteramente bordado de plata y un solo diamante en el sombrero, bajo un penacho de plumas blancas.