La joven pareja recibió el homenaje de los cuerpos de la administración, y sufrió con paciencia el interminable discurso del canciller Séguier, envuelto en paño de oro de la cabeza a los pies y convencido de que aquél era el día de su triunfo: no era un secreto para nadie que el fin de Mazarino estaba próximo, y aquel imponente personaje pensaba que el cargo de primer ministro le esperaba…
Por fin, el nutrido cortejo que iba a llevar a la reina al Louvre pudo ponerse en movimiento. Luis XIV saltó, con evidente alivio, a la grupa de un hermoso caballo bayo, mientras María Teresa se instalaba en un «carro más bello que el que se atribuye falsamente al sol, y sus caballos habrían ganado el premio de belleza comparados con los del dios de la fábula». Despertó un entusiasmo delirante, al que respondió con sonrisas tímidas primero, y después más confiadas, acompañadas por un gracioso gesto con la mano a medida que se elevaban los vítores a su paso. Podía ver, caracoleando delante de ella, al hombre al que ahora amaba más que a nada en el mundo: de él, en este día de gloria, no podían venirle más que venturas. Aquello era muy distinto de la pompa española, donde el pueblo, profundamente inclinado, veía pasar en un silencio religioso a unos ídolos hieráticos ataviados como relicarios de santos. En París la gente también se inclinaba, pero luego se enderezaba a toda prisa para arrojar el sombrero al aire, gritar, cantar y recitar versos:
Eran las seis de la tarde cuando, de conciertos en homenaje y de himnos en arcos triunfales, el cortejo llegó por fin al Louvre, que para la ocasión se había remozado -la larga ausencia de la corte lo había hecho posible- y ofrecía unos aposentos renovados, tapicerías nuevas y flores por todas partes, aunque la Cour Carrée todavía no estaba terminada.
En compañía de Madame de Navailles y Madame de Motteville, Sylvie había asistido al desfile desde uno de los balcones del hôtel de Beauvais. Pertenecía a la camarera de Ana de Austria conocida como Cateau la Tuerta, cuya fortuna había conocido un auge increíble desde que, durante los días de la Fronda, se había hecho cargo personalmente de la instrucción sexual del joven rey, una hazaña que había encantado a la madre de éste. Más tarde el esposo de aquella dama, antiguo mercader de cintas en la galería del Palais, había sido nombrado consejero y barón de Beauvais, y sobre la pareja no había dejado de llover un maná celestial. Así habían podido comprar a Madeleine de Castille, la esposa de Fouquet, un terreno que daba a la Rue Saint-Antoine, en el que habían construido una magnífica mansión cuya novedad residía en el cuerpo principal del edificio, provisto de varios balcones que daban directamente a la calle. En los dos más hermosos, adornados con colgaduras de terciopelo púrpura, se habían instalado Ana de Austria en uno, con su cuñada la reina madre de Inglaterra y la joven Enriqueta, hija de ésta, y en el otro Mazarino y Turenne. Otras personas principales de la corte que no formaban parte del cortejo se habían repartido en los restantes balcones. Por su parte, Madame de Fontsomme y sus dos amigas sólo habían aceptado contra su voluntad: detestaban de forma unánime a aquella flamante baronesa de Beauvais, porque consideraban que muy poca diferencia había, en cuanto a honorabilidad, entre ella y la patrona de un burdel. Pero la propia reina madre les había dejado sin posibilidad de rehusar: eran «sus» invitadas, partiendo del principio de que la casa que ella honraba con su presencia era «su» casa. De modo que hubieron de transigir, y ello valió a Sylvie un saludo galante de Monsieur de Gramont, que desfilaba delante del rey con los demás mariscales de Francia; pero apenas se alejó el cortejo, poco deseosas de compartir el pan y la sal de Cateau la Tuerta, las tres hicieron la reverencia y se volvieron al Louvre dando un rodeo, para tomar allí un bocado a la espera de la llegada de la reina.
Al bajar de la carroza delante de la entrada principal -que era todavía la puerta de Borbón, pero no por mucho tiempo porque Luis XIV había decidido derribar lo que aún quedaba en pie del Viejo Louvre-, se presentó ante Sylvie un gentilhombre de una cuarentena de años, guapo todavía aunque vestido a la moda de diez años atrás, cuya figura y tez tostada señalaban a un aventurero venido de tierras lejanas. Su rostro irregular no carecía de encanto, y mostró una cortesía perfecta al saludar a Sylvie:
— Os pido el favor de perdonarme si os importuno, madame, pero estaba entre la multitud hace un momento y alguien me ha indicado que erais la señora duquesa de Fontsomme. Me sentiría desesperado si me he equivocado, porque en tal caso resultaría imperdonable…
— No os han engañado, monsieur. Soy en efecto la que os han dicho, pero… ¿puedo preguntaros por qué os interesáis en mí?
— Quisiera que me concedáis un instante de charla. Había pensado presentarme en vuestra casa, pero no estáis allí casi nunca, y me perdonaréis, espero, haber aprovechado hoy la ocasión.
— ¿Qué cosa tan importante tenéis que decirme, monsieur? Comprenderéis sin dificultad que no puedo detenerme más tiempo ni retener a las puertas de palacio a las damas que me esperan.
— No aquí, por supuesto, pero he tenido el honor, señora duquesa, de pediros una entrevista…
— De acuerdo. Ya que conocéis mi casa, estad allí mañana a las seis de la tarde. Yo no estaré de servicio. Pero antes… ¿me confiaréis vuestro nombre?
El desconocido barrió el suelo con las plumas fatigadas de su sombrero:
— ¡Aceptad mis excusas! Habría debido empezar por ahí. Me llamo Saint-Rémy, Fulgent de Saint-Rémy, y vengo de las Islas. Añadiré que somos un poco parientes.
Esas últimas palabras dieron muchas vueltas por la cabeza de Sylvie mientras subía a los aposentos de la reina con sus compañeras. Lo que encontraron allí hizo que las olvidara: la duquesa de Béthune, provisionalmente bien de salud -los boticarios de París tenían en ella a su mejor cliente-, acababa de llegar para hacerse cargo del servicio que Madame de Fontsomme había asumido desde las bodas. Había empezado por querer inspeccionar el guardarropa de María Teresa y sus joyas, pero no contaba con María Molina, que, respaldada por las demás españolas, por Nabo y por Chica, no estaba dispuesta a permitírselo y quería simplemente ponerla en la puerta. Molina dijo que no conocía más dama de compañía que «Madama de Fonsum» y no entendía qué pretendía hacer allí aquella intrusa ni por qué revolvía las joyas, cuya conservación no correspondía por lo demás a la dama de compañía, sino al guardián del gabinete. Como las dos hablaban en lenguas distintas, no había modo de que se entendieran, y el combate era tanto más encarnizado.