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Madame de Motteville y Sylvie intervinieron en la batalla oratoria, que sin su presencia tal vez habría llegado más lejos, porque Molina se mostraba especialmente agresiva en todo lo relacionado con «su infanta» y Madame de Béthune tenía un carácter difícil. Nacida Charlotte Séguier e hija del canciller -el potentado de oro de unas horas antes-, había heredado la arrogancia de éste y se creía, según la expresión de Madame de Motteville que no le tenía la menor simpatía, «más duquesa que las demás».

Volvió la calma, pero el resentimiento de Madame de Béthune no se apagó. Con una injusticia palmaria, la emprendió con «Madame de Fontsomme, que desde el momento de la llegada de la infanta a Francia habría tenido que informar a sus criados del nombre de la verdadera dama de compañía, en lugar de instalarse en esa función como si no fuera sencillamente la suplente». Todo ello dicho en un tono ofensivo que exasperó a Sylvie.

— ¿Y por qué no recomendarles también que os recordaran cada noche en sus oraciones? -respondió-. Si hubierais venido a Saint-Jean-de-Luz como era vuestro deber, yo no me habría visto obligada a reemplazaros…

— ¡Sabiendo como sabíais que estaba enferma, habríais debido venir a pedirme permiso antes de marchar!

— ¿Pediros permiso cuando recibí del rey en persona la orden de presentarme allí? ¡Estáis soñando, madame!

— Entre personas bien educadas es así como se hacen las cosas, o como deberían hacerse.

— Id a contarlo a Sus Majestades.

— No dejaré de hacerlo, podéis estar segura. La etiqueta…

— … No tiene nada que ver con vuestros humores -interrumpió Suzanne de Navailles, impaciente-. En todo caso, pensadlo dos veces antes de ir a importunar a Sus Majestades. La reina quiere mucho a Madame de Fontsomme, con la que puede hablar en su lengua natal. Cosa que no ocurre con vos. Y el rey, al que ella enseñó a tocar la guitarra, siente por ella más que respeto.

Cuando llegó María Teresa, abrumada de cansancio después de aquella larga jornada de ceremonias bajo un sol de justicia, sus mujeres se apresuraron a rodearla para librarla de los pesados ropajes del desfile; pero cuando Molina quiso deshacer su peinado, Madame de Béthune se interpuso:

— Corresponde a la dama de compañía cumplir esa función.

Y empujó a Molina para apoderarse de la reina, a la que habían envuelto en una bata de fina batista. Pero no es peluquera quien quiere, y a los pocos instantes fue evidente que, al quitar las sartas de perlas o las piedras aisladas, tironeaba los cabellos de su paciente, que sin embargo no decía nada y sufría el suplicio con una mansedumbre ejemplar. Pero Madame de Navailles no soportó aquello mucho tiempo:

— ¡Vaya por Dios, madame, qué torpe sois! Dejad esa tarea a quien puede hacerla.

— ¡La reina no se queja, que yo sepa!

— No -cortó una voz autoritaria-, porque es la bondad misma y debe considerar esto como una penitencia que ofrecer al Señor. ¡Retiraos, Madame de Béthune, y dejad hacer a Molina!

Seguida por la indispensable Motteville, la reina acababa de hacer su entrada en los aposentos de su nuera, imponente y majestuosa como de costumbre; y todas las damas doblaron la rodilla. Les sonrió, pero no había acabado con Madame de Béthune, a la que no le disgustaba poder reñir: ¿no era acaso la hija de aquel Séguier que, en una época de prueba, había tenido la audacia de ponerle la mano encima para apoderarse de una carta? [13] Una ofensa que la orgullosa española no le había perdonado. Y Madame de Béthune se parecía mucho a su padre.

— ¡Por lo visto, estáis dispuesta a cumplir vuestro oficio sólo cuando os parezca bien! No os hemos visto durante semanas, y aparecéis de repente, en el momento en que menos se os espera, para romper la armonía del servicio de la reina. ¿No llamaríais a eso frescura?

Temblorosa de cólera pero sumisa, la duquesa se excusó alegando su mala salud y unos dolores que no le habían permitido estar junto a las demás damas para ser presentada en el momento de la boda. Estaba desolada al saber que la habían echado tanto de menos…

— ¿Echado de menos? Nadie os ha echado de menos. Sabéis muy bien que debéis vuestro cargo a la insistencia del señor cardenal, que deseaba contentar al señor canciller… Ahora el asunto está zanjado. Señoras -añadió elevando la voz-, tengo que daros una gran noticia: Su Majestad la reina viuda de Inglaterra, mi hermana, nos ha hecho el honor de conceder a mi hijo Felipe la mano de su hija Enriqueta. Las dos van a regresar muy pronto a Londres con el fin de obtener el consentimiento del rey Carlos II, que se da por descontado. Durante ese tiempo nos cuidaremos de la composición de la casa de la futura duquesa de Orleans… ¡Vamos, calma! -concluyó entre risas-. ¡La noticia no es tan noticia, y todas lo sospechabais ya!

En efecto, aquel rumor había circulado por los salones desde el regreso de la corte. Mazarino apadrinaba el proyecto con un entusiasmo comprensible: aquel matrimonio representaría para él una excelente ocasión para hacer las paces con el joven Carlos II, al que con tanta frecuencia había negado el subsidio para no comprometer su alianza con Cromwell, y cuyo repentino ascenso al trono le había planteado algunos problemas.

Ana de Austria dejó que se apagasen los murmullos, y luego se acercó a Sylvie al tiempo que miraba de reojo a la dama de compañía:

— ¿Qué edad tiene vuestra hija Marie, Madame de Fontsomme?

— Catorce años, Vuestra Majestad.

— Por tanto, tendrá quince el año que viene, cuando se celebren las bodas. La edad que teníais vos misma, querida Sylvie, cuando vinisteis a servirme… ¡con tanta devoción! De modo que me parece muy indicado que ocupe un lugar entre las doncellas de honor de la nueva Madame. La última vez que la vi, prometía ser bonita, y Monsieur está muy empeñado en que su corte se componga únicamente de personas jóvenes y hermosas.

Aquel nombramiento delante de todas las demás era un favor extremo y, al inclinarse en una reverencia para agradecerlo, Sylvie lo recibió como tal. Pero no por ello sintió alegría. Más bien temor: ignoraba con qué elementos se formaría aquella nueva corte, brillante sin duda a juzgar por los gustos suntuarios y refinados del joven Monsieur, pero tal vez aún menos provista de sensatez que la que se alojaba en el Louvre cuando ella misma entró a formar parte. Marie no era ni débil ni miedosa. Tenía un carácter fuerte y soñaba con brillar en el mundo. Sin duda estaría encantada, pero su madre sabía que su propia tranquilidad se había terminado. Más aún porque aquel día de gloria acababa de crearle una enemiga. No había equívoco posible respecto de la mirada venenosa que le dedicaba en ese momento la dama de compañía titular.

Aquella noche le costó mucho dormirse, a pesar de las palabras apaciguadoras que le prodigó Perceval al verla volver a casa visiblemente nerviosa.

— No te atormentes por un suceso que tendrá lugar al cabo de un año. Cada día tiene su afán…

— ¡Precisamente! Además de Marie, está ese personaje, Monsieur de Saint-Rémy, que no sé qué quiere de mí.

— ¡Lo que quiere de «nosotros»! Sabes muy bien que yo estaré contigo. Mientras tanto, intenta descansar. Yo salgo.

— ¿Adonde vais?

— A Saint-Mandé, a invitarme a cenar en casa de nuestro amigo Fouquet. Sabes que tiene intereses en las Islas. Quizá pueda decirme algo sobre ese personaje.

Siguiendo su costumbre, Perceval desdeñó tomar el coche y marchó a caballo -decía que a caballo se pasaba por todas partes y con mayor rapidez-, pero volvió antes de lo que esperaba: el encantador castillo de Saint-Mandé, en el que Fouquet trabajaba y reunía a su grupito de artistas, escritores y sin embargo amigos fieles, estaba prácticamente vacío aquella tarde. Perceval únicamente encontró allí al poeta Jean de La Fontaine, pensativo a la sombra de su cedro favorito mientras paladeaba el vino de Joigny que Vatel, el cocinero jefe del superintendente, encargaba para él. Siempre amable, ofreció una copa al visitante pero fue incapaz de informarle sobre el paradero de Fouquet. Lo único seguro era que aquella noche cenarían sin él. El caballero de Raguenel se excusó, y se disponía a partir después de rogar a La Fontaine que anunciara su presencia para el día siguiente, cuando apareció el abate Basile. Era casi lo mismo preguntarle a él que al dueño porque Basile, la oveja negra de la familia, era no sólo el hermano menor, sino además el hombre de confianza de Fouquet.