Era una persona curiosa, aquel abate comendatario de Saint-Martin de Tours que nunca había recibido las órdenes, cosa preferible desde el punto de vista de la Iglesia. Intrigante, epicúreo, belicoso como la espada que apenas nunca le abandonaba y casi tan inteligente como su hermano mayor, era astuto como un zorro y aficionado a enredar. Se había desplegado como una flor al sol durante los tumultos de la Fronda, en los que al menos dio prueba de coherencia al servir con fidelidad a Mazarino -y a su hermano, por supuesto- a lo largo de once años. Era además un alegre vividor y un chismoso, y escuchó lo que Perceval tenía que decirle con la atención que merecía un hombre que pertenecía a una familia rica y bien vista en la corte.
— ¿Saint-Rémy, decís? Debería de ser fácil localizarle. Los franceses no son demasiado numerosos en las islas de América. Es posible que ese hombre venga de allí: sé que hace pocos días arribó un navío al puerto de Nantes; falta saber si él estaba a bordo, y no dejaré de informarme.
Y cuando Perceval, algo más animado, le dio las gracias, respondió:
— Una sonrisa de la señora duquesa de Fontsomme será mi mejor recompensa. ¡Hace años que estoy a sus pies, pero ella no parece haberse dado cuenta! Verdad es que, como estoy detrás de Nicolas, nadie me ve.
— A propósito, ¿sabéis dónde está?
— En Charenton, en casa de Madame du Plessis-Belliére. Ha ido a refugiarse allí en busca de un poco de aire fresco. Ha salido sofocado de rabia de la casa del señor cardenal, que, a pesar de su mala salud, no para de presionarle para conseguir los intereses de las sumas que le fueron confiscadas durante la Fronda.
— ¿Un hombre en su estado no debería pensar más en la salvación de su alma que en aumentar su fortuna?
— Un hombre normal como vos y como yo, sin duda, pero el señor cardenal está más encariñado con su bolsa que nunca. Hay que verle vagando por las salas de su palacio o de sus aposentos del Louvre, en zapatillas, apoyado en un bastón y con lágrimas en los ojos. Cuando no maltrata a mi hermano, no para de decir adiós a todas las obras de arte que ha reunido y que se verá obligado a abandonar, ay, en un día ya cercano. ¡Y llora! ¡Es para morirse… de risa!
— No creo que el señor superintendente haya de sofocarse por ello. Conoce desde hace mucho tiempo la codicia del cardenal, y no es una novedad para él.
— Ciertamente, pero la novedad es que, apenas en presencia de Su Eminencia, ve a Monsieur Colbert salir de algún agujero con un memorial en la mano… Sería hora, creo yo, de que el Señor se apresurara a llevarse con él al cardenaclass="underline" ese Colbert lo invade todo…
— ¿Tenéis la esperanza de que las cosas mejorarán cuando nuestro joven rey tome las cosas en su mano?
— Claro que sí. Es joven, precisamente, y adora a su madre, que es muy amiga de mi hermano. ¡Y éste sabe ser tan seductor…! Será primer ministro.
Perceval admiró la rotunda confianza del abate Basile sin compartirla. Sentía por Nicolas Fouquet estima y afecto, pero temía que sus brillantes cualidades no fueran otros tantos defectos a los ojos del siniestro Colbert, y que, si chocaban en el futuro, le ocurriera como al jarrón de porcelana que se estrella contra uno de hierro. De momento, sin embargo, estaba contento por haber encontrado a Basile: el abate era el hombre que necesitaba para conseguir una información que habría sobrecargado inútilmente las tareas del superintendente.
Al día siguiente a la hora prevista, Monsieur de Saint-Rémy se presentó en el hôtel de Fontsomme. Mientras seguía a través de los salones al lacayo de librea con los colores verde, negro y plata, sus ojos iban de izquierda a derecha como si intentara evaluar las riquezas de aquella casa noble y rica, con una expresión que no habría gustado a sus habitantes de haber podido sorprenderla. Fueron así hasta la biblioteca, donde el difunto mariscal había acumulado cierto número de rarezas literarias que hacían las delicias de Perceval. Este estaba, sin embargo, examinando un documento sacado del archivo familiar en el momento en que el visitante fue introducido en la estancia. Desde el umbral, éste saludó con una reverencia mundana, y aceptó el asiento que Sylvie le ofreció después de presentarle a su padrino.
En un segundo examen, Saint-Rémy no le gustó mucho más que la primera vez, a pesar de cierta gracia, de cierto magnetismo que no se le escaparon. No por ello fue menos cortés.
— Pues bien, señor, ¿qué cosa tan importante teníais que decirme para haberme seguido hasta las puertas del Louvre?
El gentilhombre de las Islas parecía un tanto embarazado. Se tomó su tiempo para responder. Finalmente esbozó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes bien formados, y se decidió:
— Se trata de una vieja historia, señora duquesa, que tal vez juzgaréis banal, pero que para mí tiene una importancia extrema porque de vos depende que tenga un final feliz o no, en función del humor con que la recibáis. Dicho en pocas palabras, tengo el honor de ser vuestro cuñado.
La sorpresa fue mayúscula. Por instinto, Sylvie volvió la mirada a Raguenel, cuyo gesto de desenrollar un pergamino se detuvo un breve instante; pero la mirada que volvió a posar ella sobre su visitante era serena.
— Debéis de estar en un error, señor -dijo con frialdad-, o tal vez sois víctima de una confusión de nombres, pero nunca he sabido que mi difunto esposo tuviera un hermano…
— E incluso un hermano mayor. Me apresuro a añadir, sin embargo, que siempre lo ignoró. Ya os lo he dicho, se trata de una vieja historia muy repetida, la de unos amoríos de juventud que acaban mal… pero dejan fruto.
Perceval consideró que había llegado el momento de intervenir.
— Si he entendido bien, señor, sois un bastardo.
El otro lanzó un suspiro capaz de derribar las paredes.
— Es posible ver las cosas de ese modo, pero yo no habría debido serlo. Cuando el difunto mariscal estaba todavía sujeto a la patria potestad y llevaba el nombre de marqués d'Autancourt que más tarde pasó a su hijo, se enamoró perdidamente de mi madre, que era muy bella pero pertenecía a la pequeña nobleza de Boulogne. Ella quedó encinta y, como había hecho anteriormente Enrique IV con Mademoiselle d'Entragues, él le entregó antes de partir a la guerra una promesa de matrimonio firmada, si el hijo que ella esperaba era varón. Por desgracia, el padre de mi madre, al que de ninguna manera quiero llamar mi abuelo, se dio cuenta del estado de su hija, y era un hombre de gran severidad. La encerró en un convento a la espera de que ella diera a luz, y dio la orden de que se hiciera desaparecer al hijo, fuera niño o niña, para casar después a su hija con el hombre rico al que la destinaba. Mi madre no pudo soportar su destino: consiguió huir del convento con la ayuda de un joven que la amaba y que quería ir a América. Yo nací en el barco. Más tarde, ellos conocieron a Monsieur Belain d'Esnambuc en la isla de Saint-Christophe, y, por supuesto, se casaron… Pero mi madre siempre conservó la promesa de matrimonio que habría debido hacer de mí un duque de Fontsomme… y el dueño de todo esto.