Lo dijo sin cólera, e incluso con una dulzura que a Sylvie le pareció mucho más desagradable. Tampoco le gustó a Perceval.
— Como bien decís, monsieur, vuestra historia es interesante… aunque banal, y no alcanzo a ver lo que esperáis de nosotros. No os proponéis, espero, atacar el matrimonio del difunto mariscal de Fontsomme con Mademoiselle de Nesles, ni el del difunto duque Jean con Mademoiselle de Valaines, aquí presente…
— En absoluto, en absoluto, pero… una promesa de matrimonio debidamente firmada es una cosa seria, que podría ser tomada en consideración por el Parlamento en caso de que la señora duquesa no tuviera un heredero varón.
— Se ve que venís de lejos, monsieur -dijo Sylvie-. Tengo un hijo…
— ¡Póstumo! Ya veis que estoy más al corriente de lo que creéis, señora. Como su padre abandonó este mundo antes de su nacimiento, no pudo reconocerlo… Por consiguiente, no es duque de Fontsomme sino porque vos sois su madre.
Sylvie se sintió palidecer, pero Perceval decidió que ya había oído bastante. Sin moverse del lugar que ocupaba cerca del sillón de su ahijada, señaló la puerta.
— ¡Fuera! No sé lo que esperabais al venir a contarnos vuestros chismes, pero me parece que ya hemos perdido bastante tiempo. ¡Vamos, fuera!
Al mismo tiempo, cogió una campanilla colocada en una mesa para hacer volver al lacayo, pero Sylvie le detuvo con un gesto; estaba un poco asombrada de ver a Perceval, siempre tan dueño de sí, perder de repente toda su flema.
— ¡Un instante! Deseo saber un poco más sobre este personaje. Lo primero, me parece muy fácil decir que se está en posesión de un documento, pero además hay que mostrarlo…
— Si sólo se trata de eso, puedo hacerlo ahora mismo… al menos su copia fiel, porque no es conveniente llevar consigo a todas partes algo tan importante. Lo he reproducido todo con fidelidad, incluso el dibujo del sello, que es de cera verde.
Sylvie echó una ojeada al facsímil, y luego lo entregó a Perceval.
— Una copia fiel, ¿eh? -gruñó éste-. ¿Quién nos dice que no es todo lo que poseéis?
— El simple hecho de que podéis quedárosla, a fin de empaparos de ella lo bastante para comprender que no se trata de una broma. Veréis el original cuando esté en manos de un juez. Esperaba no verme obligado a llegar hasta ese punto…
— Con exactitud -replicó Sylvie-, ¿qué esperabais al presentaros en esta casa? ¿Que yo iba a deciros: estamos desolados de ocuparla en vuestro lugar, señor duque, y vamos a hacer lo necesario para entregároslo todo para vuestro mayor disfrute? Y eso a pesar del hecho de que me casé en el Palais-Royal, en presencia del rey, la reina y el cardenal Mazarino…
Fulgent de Saint-Rémy esbozó una sonrisa indulgente que trataba de ser apaciguadora.
— Calmaos, señora duquesa. Nunca he imaginado nada por el estilo. Sólo… que soy pobre, no tengo familia… y esperaba encontrar una.
— ¿Aquí? ¿Con nosotros? -exclamó Sylvie, asombrada de la audacia del personaje.
— ¿Por qué no? Vuestro difunto esposo y yo éramos medio hermanos… y creedme que yo sería un tío muy aceptable para vuestros hijos.
— ¡Vuestras bromas no tienen gracia, muchacho! -gruñó Perceval-. ¡Marchaos de inmediato, y aprisa!
— ¿Para ir adonde? ¡Ved! No tengo ni una perra chica… -Y para demostrar que no mentía, se levantó y dio la vuelta a sus bolsillos. Luego añadió-: La miseria es mala consejera. Mi viaje hasta aquí me ha costado todo lo que me quedaba.
— ¿Y habéis pensado que un chantaje era el medio adecuado para reflotar vuestras finanzas? -repuso Perceval con sarcasmo-. Pues bien, os ha fallado. Podéis presentar vuestro… papel mojado a todo el Parlamento, nadie os hará caso; y si intentáis un proceso, puede durar años.
— En el actual estado de cosas, sin duda carezco de los medios para pleitear. Pero si por casualidad, ¡Dios no lo quiera!, el joven duque desapareciera… Y debo añadir que Monsieur Colbert me protege.
Al grito de horror de Sylvie respondió la exclamación del caballero de Raguenel, y la campanilla fue agitada con tal frenesí que comparecieron cuatro criados.
— ¡Echad fuera a este hombre, y que no vuelva nunca a esta casa! -gritó Perceval.
Al mismo tiempo, Sylvie fue a coger una bolsa de un armario y la entregó al hombre al que se llevaban.
— Ninguna necesidad se ha dirigido a mí nunca en vano. Hay aquí cincuenta escudos: haced buen uso de ellos, y no volváis nunca.
Los ojos de Saint-Rémy brillaron. Sonrió abiertamente, y se libró de los lacayos con una violenta sacudida:
— ¡Sé salir sin ayuda…! Muchas gracias, señora duquesa. Sois una buena persona, y me acordaré de ello.
Escoltado por los criados, salió de la sala con aires de emperador. Mientras, la cólera de Perceval se volvió ahora contra Sylvie.
— ¿No estás un poco loca para haberle dado ese dinero? ¿Le has oído? ¡Se acordará de tu generosidad! ¡Eso quiere decir que no vas a poder librarte de él! ¡Nunca! ¿Lo entiendes?
El terror que se había apoderado de la joven cuando Saint-Rémy habló de la posibilidad de la muerte de su hijo se convirtió en una violenta crisis nerviosa.
— ¡Pues bien, será uno de mis pobres, y eso será todo! ¿No habéis comprendido lo que ha dicho? Si no le ayudamos la tomará con Philippe…, ¡y yo no quiero que le ocurra nada malo a mi niño!
— ¡Sylvie, Sylvie! Acabas de poner en marcha un engranaje que ya no se detendrá. Ha comprendido que tenías miedo, y se aprovechará a fondo. Hoy se ha contentado con lo que le has dado, y que era excesivamente generoso, pero mañana pedirá el doble, y luego (¿por qué no, sabes acaso dónde se va a detener una persona con tal desvergüenza?) la mano de tu hija, porque pretende a toda costa entrar en la familia. ¿Qué harás entonces?
— Decidme qué proponéis.
— Traernos a Philippe con nosotros y renunciar al colegio hasta que nos hayamos librado de ese hombre.
— Ya se me había ocurrido. Además, entre el abate de Résigny y vos aprenderá por lo menos tanto como en el colegio. ¿Qué más?
— Hacer lo necesario para eliminar este peligro, porque es grave, no lo dudes. Para empezar, averiguaré todo lo que pueda sobre él, porque su historia me ha parecido un poco esquemática. Cuento con el abate Fouquet para saber más cosas.
Los nervios de Sylvie iban calmándose y dieron paso a la reflexión.
— Hay una cosa que me extraña: ¿cómo, si acaba de desembarcar de las Islas, puede saber que mi hijo nació exactamente nueve meses después de la muerte de su padre? Sólo faltaría que también estuviera informado de lo que sucedió en Conflans aquella noche.
— Si lo sabe, ha tenido que enterarse estando ya aquí, pero en ese caso, ¿de qué manera? No veo cómo ese Colbert al que llama su protector puede haber conocido nuestros secretos. Por otra parte, aunque es el enemigo jurado de nuestro amigo Fouquet, su posición es aún demasiado frágil para que se mezcle en intrigas de esa clase. Nunca le has ofendido, que yo sepa.
— Apenas nos conocemos. Cuando nos vemos se muestra siempre muy amable, cortés incluso, y yo intento ponerle buena cara a pesar de que no me gusten ni su mirada ni su conducta con el superintendente.
— ¡Tenemos que saber más, como te digo! ¡Hemos de saber, a no importa qué precio! Y… a propósito, te pido excusas por mi reciente comportamiento. Eras tú quien tenía razón, porque con tus monedas de oro sin duda hemos ganado algo de tiempo. Ese hombre se va a dormir encima de su bolsa, y a soñar con riquezas sin cuento, pero nosotros no tenemos ningún motivo para comportarnos igual que él. ¡Qué lástima que nuestro querido Théophraste Renaudot nos haya dejado! Nadie como él sabía encontrar el porqué de las cosas y abrir la caja de Pandora…