A pesar de ese lamento póstumo, el abate Fouquet no tardó en mostrar su utilidad. Una semana más tarde, Perceval supo por él que en efecto el 10 del mes anterior el mercante Ange Gabriel, perteneciente al armador Le Bouteiller de Nantes, había atracado en este puerto con un cargamento de maderas exóticas, procedente de la isla de Saint-Christophe y con algunos pasajeros a bordo; pero ninguno de ellos se llamaba Saint-Rémy ni correspondía a la descripción facilitada.
4. La amenaza
Mazarino daba su última fiesta. Aquella tarde, en sus aposentos del Louvre, iluminados a giorno, los comediantes de Monsieur, dirigidos por Moliere que no sólo era el autor de las obras sino además el director de escena y el intérprete principal, iban a representar dos piezas: El atolondrado y Las preciosas ridículas. La representación no tenía lugar en su casa únicamente para comodidad del ilustre enfermo, sino porque el teatro del Petit-Bourbon, vecino del Louvre, en el que normalmente actuaba la nueva compañía de moda, había sido demolido debido a la renovación del viejo palacio, y el teatro del Palais-Royal, que Monsieur pretendía convertir en el magnífico escenario de sus futuras fiestas de recién casado, aún no estaba terminado. En el fondo nadie lo lamentaba, porque la decoración de la galería, en la que se exhibía parte de las colecciones de arte del cardenal, era de una gran suntuosidad. Para Marie de Fontsomme era su primera fiesta, e iba a ser presentada en ella al rey, a las dos reinas y sobre todo a Monsieur; de modo que abría de par en par sus grandes ojos maravillados y apenas podía contener su alegría. ¡Por fin iba a vivir en aquel mundo deslumbrante en que tanto soñaba encerrada en su convento!
Vestida de raso azulado con un encaje espumoso que imitaba las nubecillas en un cielo matinal, cintas a juego en su cabellera rubia artificiosamente peinada, y un hilo de perlas para subrayar la base de su gracioso cuello, la adolescente formaba con su madre -terciopelo y encaje negros como fondo de un extraordinario aderezo de diamantes ligeramente rosados, piedras que el mariscal-duque había comprado tiempo atrás a un mercader de Brujas- una imagen que atraía las miradas y provocaba expresiones distintas. Mademoiselle, que fue la primera en verlas, se mostró decididamente admirativa.
— Imposible decir cuál de las dos es más bonita, pero haréis mal, mi querida duquesa, si guardáis mucho tiempo soltera a esta preciosa niña…
— ¡Oh, pero yo no quiero casarme pronto! -protestó Marie-. Voy a ser doncella de honor de la nueva Madame, y dicen que cuando ella esté aquí, Monsieur dará fiestas todos los días.
— Es verdad -suspiró la princesa-. A vuestra edad, las fiestas son lo más importante…
— ¿Ya no le gustan a Vuestra Alteza? -preguntó Sylvie con una sonrisa-. Sin embargo, sabe organizarías tan bien…
— Puede ser, pero apenas me apetecen. Además, no me siento del todo dueña de mi propia casa. A la vuelta de Saint-Jean-de-Luz, he tenido la sorpresa de encontrar a mi suegra [14] instalada en mi Luxembourg. No para de llorar y resoplar, lo registra todo y molesta a todos mis criados. ¡Hay momentos en que me pregunto si no debería entrar en un convento!
Lo cierto es que la melancolía de Mademoiselle se debía menos a su cohabitación forzada con una princesa inoportuna que a las próximas bodas de Monsieur. Dada la altura de su rango, había pensado durante mucho tiempo que únicamente el rey o su hermano serían dignos de ella; pero el primero acababa de casarse, y el segundo se disponía a hacer lo mismo. La vida carecía de encanto en los últimos tiempos. Sylvie, que sabía muy bien todo aquello, se permitió una sonrisa.
— ¡Sería una lástima! Siempre he pensado que Vuestra Alteza sería una gran reina, y en Europa no faltan los reyes casaderos. Empezando por el rey de Inglaterra…
Una exclamación de Marie la interrumpió.
— ¡Oh, mamá, mira, el señor duque de Beaufort! ¡Qué guapo es! ¡Y qué porte regio! Es un magnífico gentilhombre, desde luego.
— ¿Pero de qué lo conoces tú? -preguntó Sylvie, atónita.
— ¿Cómo de qué lo conozco? ¡Pero mamá, acuérdate! Fuiste tú misma quien me lo presentó una mañana en Conflans. Nunca lo he olvidado… Además, le he visto dos o tres veces en el locutorio de la Visitation.
Si el techo pintado por Primaticcio se hubiera derrumbado sobre su cabeza, Sylvie se habría sentido menos desconcertada que ante la perspectiva que se abría de repente ante ella. ¿Era posible que Marie, su pequeña Marie, se hubiera dejado atrapar por el encanto del que ella misma había sido cautiva durante tantos años? La risa de Mademoiselle, que felicitó a Marie por su buen gusto, refrenó el impulso que sentía de tomar a su hija de la mano y escapar de allí. De todas maneras, el mal estaba hecho y ninguna fuga serviría de nada. Su propia experiencia lo probaba…
Mientras tanto, François se aproximaba, acompañado desde hacía un instante por Nicolas Fouquet y por dos jovencitas cuya visión arrancó una exclamación de cólera de la joven Marie.
— ¡Oh, Dios mío! ¡Está con esas horribles Nemours, a las que no soporto!
— En eso os doy la razón -dijo Mademoiselle-. No sólo son feas, además se dan unos humos insoportables desde que alguien les ha predicho que una sería reina y la otra soberana.
Los dos grupos se juntaron. Hubo un intercambio de reverencias, saludos y cumplidos, con la gracia exigida por el código de la cortesía, y luego, mientras Mademoiselle bromeaba con Beaufort sobre su papel de carabina de sus sobrinas, Fouquet se llevó aparte a Sylvie.
— He sabido por mi hermano el abate que os importunan, madame. Es algo que no toleraré. Se trata de un hombre que pretende ser el bastardo de vuestro suegro, el difunto mariscal, ¿no es así?
— En efecto. Al parecer, tiene en su posesión una promesa de matrimonio firmada por el mariscal… Oh, todo esto es algo terriblemente complicado, amigo mío, y estáis ya sobrecargado de trabajo…
— ¡No sigáis! No hay nada que no esté dispuesto a hacer por vos. Mañana veré al caballero de Raguenel y tomaremos juntos las disposiciones oportunas. Como sin duda se trata de buscar a un hombre en los bajos fondos de París, haré que me acompañe uno de mis funcionarios, un joven fuera de lo común que tiene el olfato de un sabueso y que ya me ha prestado grandes servicios: se llama François Desgrez.
— No estoy del todo segura de que viva en los bajos fondos. Es un hombre que presume de noble, y como le di algo de dinero…
— Buscaremos en los garitos. Pero lo que quiero -añadió al tiempo que tomaba la mano de Sylvie, medio cubierta por un mitón de encaje, para besarla- es que estéis tranquila y que dejéis a vuestros amigos ocuparse de un personaje al que nunca se tendría que haber concedido el derecho de abordaros.
Miró de reojo el pequeño cortejo de criados que traían a Mazarino en una silla de manos para colocarlo frente al escenario, y sonrió.
— Dentro de poco dispondré de un poder casi ilimitado, y estará enteramente a vuestro servicio…
Y se alejó para reunirse con el rey, que llegaba seguido de un brillante séquito de jóvenes gentileshombres. Apenas se hubo incorporado de su reverencia, Sylvie se acercó al grupo formado por Mademoiselle, Beaufort y las tres muchachas, y constató que las pequeñas Nemours estaban sumamente agitadas: acababan de ver a su ídolo, su querido «Péguilin», y sin preocuparse del protocolo querían a toda costa hablar con él, lo que hizo enfadarse a Beaufort:
— ¡O estáis tranquilas -gruñó-, o no me encargo más de vosotras! No me hagáis lamentar no haberos dejado a la cabecera de vuestra madre en lugar de traeros a ver la comedia.