— ¿Está enferma Madame de Nemours? -preguntó Mademoiselle.
— Una de sus eternas migrañas. De todas maneras, no habría venido a la casa del cardenal… ¡lo que no impide que estas dos señoritas sean insoportables! ¡Cuando pienso que ésta tiene que casarse con el heredero de la Lorena! -añadió señalando a la mayor-. No tienen más que a ese «Péguilin» en la cabeza…
— Tendré que mirarlo con más atención -rió Mademoiselle-. ¡Ah, ahí están las reinas! Vamos a ocupar nuestro lugar, querida -dijo volviéndose hacia Sylvie…
En ese momento, Sylvie oyó la vocecita clara de su hija preguntar:
— ¿Por qué no venís nunca a vernos, señor duque? Las rosas de Conflans siguen tan bellas como siempre, ¿sabéis?
Sylvie pensó entonces que los niños más queridos pueden resultar a veces una cruz muy dura de soportar. Sin dejar a François tiempo para contestar, dijo con un poco de nerviosismo:
— ¡Ya es hora de que aprendas a comportarte en la corte, Marie! Se dice «monseñor», y no se hacen preguntas impertinentes a un príncipe de sangre…
— ¡Oh, estoy segura de que a… monseñor no le importa!
— ¡En absoluto! Muy al contrario -dijo Beaufort al tiempo que buscaba la mirada huidiza de Sylvie-. Pero es a la señora de la casa a quien corresponde formular una invitación…
— Pero si mamá estará encantada…
— Ya has charlado bastante, Marie -la interrumpió Sylvie-. El espectáculo va a empezar en cuanto se sienten Sus Majestades.
En efecto, las reinas tomaban asiento en los sillones preparados para ellas. Luis XIV, por su parte, se quedó de pie y se contentó con apoyarse con negligencia en el respaldo del cardenal. Esa situación, al dejarle mayor libertad de movimientos, le permitía desarrollar todo un intercambio de sonrisas y guiños con la bella condesa de Soissons, Olympe Mancini, que había sido amante suya antes de casarse y que parecía gozar de nuevo de su predilección. Sin duda había vuelto a convertirse en su amante; bastaba para convencerse de ello ver el rostro inquieto y los ojos enrojecidos de la joven reina, cuya mirada no se apartó ni un momento de su esposo mientras duró la representación de las dos comedias. Esa preocupación tuvo al menos el mérito de entretenerla, porque aún era incapaz de entender la frase más sencilla, a pesar de las explicaciones que le daba su suegra.
Las dos comedias fueron muy aplaudidas. Después de bajar el telón, el autor fue a recibir las felicitaciones del rey y el cardenal, cada uno de los cuales le dio una pensión de tres mil libras. Luego Luis XIV felicitó a su hermano, y le dijo que le envidiaba sus comediantes. [15]
— Es un honor ser envidiado por el rey -respondió Monsieur exultante-, pero ¿puedo preguntar a mi hermano si tiene noticias de Londres? ¿Se sabe por fin cuándo va a traernos Madame Enriqueta a mi prometida? ¡Me parece que las cosas se están retrasando mucho!
— ¿Pero es que os corre prisa, hermano? -dijo Luis XIV riendo.
— Pues sí que tengo prisa.
— ¿Prisa de entrar en posesión de vuestra herencia como duque de Orleans, de Chartres y de otros lugares, o de verdad tenéis prisa por casaros con unos huesecillos de santo?
— ¡Tal y como es, nuestra prima Enriqueta me gusta! -respondió Monsieur molesto-. Y no hay ninguna razón para que yo no sea tan feliz en mi matrimonio como vos, hermano.
Mientras tanto, Sylvie había presentado a su hija a las dos reinas, que la acogieron con mucha amabilidad.
Monsieur, vuelto hacia ellas, examinó a Marie, sonrió y añadió:
— Además, estoy impaciente porque rostros tan bellos como éste vengan a hacer florecer mis castillos y me ayuden a convertir mi corte en un lugar amable.
— ¿Queréis decir que la nuestra no os gusta?
El diálogo se endurecía por momentos, y Mazarino se apresuró a ponerle fin, pidiendo permiso para retirarse. En efecto, parecía a punto de desmayarse, y todos se apresuraron a socorrerle mientras Luis XIV ofrecía la mano a su esposa para conducirla a sus aposentos. Sylvie no les siguió: Madame de Béthune estaba en su puesto, como siempre que había fiesta o ceremonia. Pero de vuelta a la Rue Quincampoix, tuvo que vérselas con su hija.
Marie, que no había dicho palabra durante todo el trayecto, estalló sin esperar siquiera a desprenderse de su gran capa de piel.
— La verdad, mamá, es que no te entiendo. ¡Has sido descortés hasta un punto asombroso con Monsieur de Beaufort! Creía que era amigo tuyo. ¿Ya no lo es?
La voz era cortante, el tono duro, y Sylvie tembló interiormente. Después de haberla atormentado para toda su vida, ¿iba François a convertirse en un motivo de peleas entre ella y su hija? Para evitar el enfrentamiento que veía venir, optó por dar un rodeo.
— ¿Te acuerdas de tu padre, Marie?
— ¡Claro que me acuerdo! ¿Cómo olvidar su bondad, su ternura, y también su encanto? Aunque yo era muy pequeña, lo recuerdo con mucha claridad: un gentilhombre guapo y orgulloso…
— Entonces ¿no puedes comprender lo que debemos a su memoria? ¿Ignoras quién lo mató?
— No. Sé que la espada fue la de Monsieur de Beaufort, pero entonces estábamos en guerra y los dos pertenecían a partidos diferentes. Después volvió la paz, y con ella la reconciliación. También mató al esposo de Madame de Nemours, y ella le ha perdonado.
— Madame de Nemours es su hermana, y eso lo explica todo. Además, Nemours obligó prácticamente a batirse a su cuñado. ¿Pero cómo has sabido todo eso? ¿En el convento?
— ¡Pues claro! Las pensionistas no hacen voto de silencio. Y las madres tampoco, por otra parte… De todas maneras, tu excusa no me vale, mamá: Madame de Nemours es su hermana, pero tú casi lo eras. ¿No os criasteis juntos?
— Sí, y le amé… tanto como puede amarse a un hermano, pero…
— ¿Cómo hiciste para no enamorarte de él? ¡Es el más seductor de los hombres…! Habrías podido casarte con él.
— ¡No digas tonterías! Pertenece a la casa de Borbón, y yo era de un linaje mucho más modesto.
Marie rechazó la objeción con un gesto desenvuelto.
— ¿Es que eso cuenta cuando se ama…? Quizás en otro tiempo, pero yo, que soy hija de un duque, podría casarme con él. ¡Y demonios, eso es lo que quiero! ¡Ser su esposa!
— No sólo hablas mal, además estás loca. Tiene más de cincuenta años y…
— ¡Valiente cosa! ¡Parece que tenga veinte años menos! Y además le amo. Estoy segura de que nunca amaré a nadie más que a él. ¡Y mi padre me daría la razón! Tenía un alma demasiado elevada para guardar rencor a quien le venció en el noble juego de la esgrima. ¡Ya está decidido: me casaré con él!
Una ráfaga de aire precedió en aquel momento a Jeannette, que llegaba de Fontsomme con la nariz roja y las manos heladas a pesar de los gruesos guantes que las recubrían. Con una sola ojeada abarcó a Marie, en pie con su vestido de fiesta y una sonrisa triunfal, y a Sylvie sentada en un sillón y con aspecto abatido.
— Se diría que llego en un momento interesante -dijo-. ¿Con quién nos casamos?
— ¡Quiere casarse con Monsieur de Beaufort! -suspiró Sylvie-. Al parecer nunca amará a nadie más que a él.
Jeannette comprendió hasta qué punto la necesitaba su ama, y optó por echarse a reír.
— ¡Misericordia! ¡Un vejestorio que podría ser su padre!
El grito furioso de Marie la interrumpió.
— ¿Un vejestorio? ¡Es más joven que cualquiera de nuestros pisaverdes de la corte! ¡Y le amo!
— Y naturalmente, él te ama también.
— N… no, aún no. Por lo menos no estoy segura… ¡Pero me amará! ¡Sabré seducirlo de tal modo que me adorará!
Jeannette tomó a la muchacha de la mano y la arrastró hacia la escalera.
— ¡Por lo menos la modestia no será nunca un estorbo para ti! ¡Ve a acostarte, gatita! ¡Con esas ideas en la cabeza, seguro que tendrás bonitos sueños! Y yo tengo que hablar con la señora duquesa.