Выбрать главу

Marie desapareció canturreando la canción con que Moliere había acompañado sus Preciosas, y Jeannette volvió junto a Sylvie, que le dirigía ya una mirada inquieta.

— ¿Qué tienes que decirme? ¿Es grave? Para llegar a estas horas…

— Nada de eso. Es sólo que me ha apetecido respirar un poco el aire de la ciudad. Corentin me tiene harta con sus cuentas, sus arriendos, sus grandes galopadas por toda la finca. Le he dejado dedicado a sus aficiones y me he venido.

— ¿Os habéis peleado?

— Nada de eso. Sólo que de vez en cuando necesita acordarse de cómo era su vida sin mí. Pero decidme, señora, lo que acabo de oír… ¿no será serio?

— ¿Que Marie se ha encaprichado de Monsieur de Beaufort? Me temo que sí…

— Por eso estáis triste, pero tenéis que pensar que a los quince años el corazón no está nunca quieto…

— El mío lo estuvo desde bastante antes. Tenía cuatro años, Jeannette, cuando encontré a ese hechicero en el bosque de Anet.

— Sí, pero después seguisteis viéndole y al paso de los días lo que era frágil fue tomando consistencia. Marie va a vivir en la corte, en el séquito de una princesa de dieciséis años. Habrá fiestas y muchos jóvenes gentileshombres guapos alrededor de ella. Esto se le pasará pronto.

— Dios te oiga, Jeannette…

El 6 de febrero estalló en el Louvre un violento incendio en la Petite Galerie, próxima a los aposentos de Mazarino. A pesar de su estado cada vez más crítico, el cardenal, espantado, hizo que le trasladaran a Vincennes, a la planta baja del pabellón del Rey, que en buena parte había hecho construir él mismo. Por su parte, el rey se fue a Saint-Germain, pero por el número de quienes siguieron a Mazarino en comparación con quienes fueron detrás de Luis XIV, era fácil comprender quién era el que lo dirigía todo en el reino. Sylvie siguió a la reina y a su deber, y dejó a sus hijos al cuidado vigilante de Perceval, del abate y sus fieles servidores.

En Vincennes Mazarino se repuso algo de sus miedos y se esforzó por mostrar un buen aspecto, de modo que sólo aparecía ante sus cortesanos «bien rasurado, limpio y sonriente, con una sotana de color de fuego y el capelo encasquetado en la cabeza»; apoyado en su criado Bernouin, tardaba cada vez más tiempo en visitar, pasito a paso, los objetos artísticos que se había hecho llevar al castillo, y se aferraba a ellos con todas sus fuerzas como si aquellos cuadros, esculturas, joyas y muebles preciosos poseyeran el poder de retenerlo en este mundo. Mientras tanto, llegó el gran acontecimiento esperado con tanta impaciencia por Monsieur: la princesa Enriqueta, su madre y un soberbio séquito inglés desembarcaron en El Havre después de haber soportado el pésimo humor del canal de la Mancha en invierno, e incluso de haber estado a punto de morir: ya antes del embarque, la joven había estado muy enferma y se había temido por su vida.

Pero cuando la futura Madame apareció en Saint-Denis, donde la esperaban el rey, las reinas y toda la corte, poco faltó para que fuera recibida con un grito unánime de asombro: en pocos meses, la mariposa había roto su crisálida, y la niña tristona y flaca, criada por caridad y con la que el adolescente Luis se negaba a bailar porque la encontraba demasiado fea, había dejado paso a una joven radiante, quizás un poco delgada pero de talle elegante, rostro delicado de tez clara, bellos ojos oscuros y magníficos cabellos castaños iluminados por reflejos rojos, que irradiaba en toda su persona una gracia exquisita y un encanto cautivador… que en efecto cautivó a Luis XIV desde el primer momento. Por su parte, Monsieur desbordaba de alegría y se declaraba enamorado como no lo había estado nunca, sin reparar en la cara enfurruñada de su amigo íntimo, el guapo y peligroso caballero de Lorraine.

— ¿Y bien, hermano? -exclamó, poco caritativamente-. ¿Qué os parecen ahora los huesecitos de santo?

— Que nunca se debería hablar sin conocimiento, y que de las mujeres se puede esperar cualquier cosa. Tenéis mucha suerte, hermano. Intentad no olvidarlo demasiado pronto.

— ¡No hay peligro de que lo olvide! -dijo el príncipe con una repentina amargura-. Los amigos que envié a El Havre a recibirla la miran con ojos de moribundo…, ¿y qué decir de ese Buckingham que viene con ella?

En efecto, con gran sobresalto de Ana de Austria, a quien aquella aparición removió muchos recuerdos agridulces, Enriqueta y su madre venían acompañadas por el favorito del rey Carlos II, el magnífico George Villiers, hijo del hombre que fue tal vez el mayor amor de Ana, un amor al que por muy poco no llegó a ceder en los jardines de Amiens. Y la reina madre, al ofrecer su mano a los labios de aquel joven guapo, demasiado parecido a la imagen que guardaba en el fondo de su corazón, le dedicó una sonrisa y una mirada que las personas más veteranas de la corte descifraron sin esfuerzo: el joven duque iba a gozar de todas sus preferencias. A partir de ese momento, todos contuvieron la respiración con la deliciosa impresión de que el azar estaba anudando todos los hilos necesarios para la aparición de un pequeño drama.

El rey había querido que las bodas de su hermano fueran magníficas. La novia y su madre fueron alojadas de nuevo en el Louvre, pero en condiciones muy distintas de las que había conocido en la época del exilio: en lugar de las salas casi vacías de la planta baja, sin las más mínimas comodidades y a menudo sin fuego, ocuparon un amplio aposento tapizado de brocado con gruesas alfombras, pinturas al fresco abundantemente provistas de dorados, muebles preciosos, grandes espejos que multiplicaban hasta el infinito aquella decoración de ensueño, candelabros con velas de color rosa, una multitud de criados solícitos y guardias impecables. Asimismo, y dado que la cuaresma estaba próxima, se multiplicaron las fiestas: el 25 de febrero, en particular, hubo un ballet en el que participaron el rey y los integrantes más jóvenes y agraciados de su corte. Fue una gran velada que hizo llorar de rabia a Marie: ella sólo iba a ser presentada, con las demás doncellas de honor y el resto de la casa de Madame, la tarde del día de la boda. ¡Imposible, en esta ocasión, acompañar a su madre! Tuvo que quedarse en casa en compañía de Perceval, que en tono burlón le propuso enseñarle a jugar al ajedrez. Ella lo tomó como una alusión de mal gusto y corrió a encerrarse en su alcoba para desfogar a solas su mal humor.

Lo cierto es que la fiesta fue muy brillante. Algunos encontraron extraño que el ballet del rey llevara por título «Ballet de la impaciencia», en un momento en que Mazarino, en Vincennes, veía reducirse día a día sus escasas fuerzas. Pero de hecho se trataba de una galantería que llevaba a la escena la impaciencia del joven novio por ver cumplidos sus anhelos. Los dos prometidos, sentados juntos y adornados con cientos de joyas relucientes, aplaudieron con calor, pero, curiosamente, el interés de la corte no se centró tanto en ellos como en la reina madre. Vestida de un negro suntuoso, como de costumbre, aquel día lucía una joya curiosa: sobre un gran lazo de terciopelo negro cosido a un hombro, brillaban doce herretes de diamantes, soberbios y un poco provocadores.

El mariscal de Gramont, que había obtenido, no sin trabajo, permiso para escoltar a Madame de Fontsomme, tragó saliva, estupefacto.

— ¡De modo que aún los conservaba! -murmuró para sí-. No lo habría creído…

— ¿De qué habláis? -preguntó Sylvie.

— De los herretes que la reina madre lleva en el hombro.

— ¡Vaya, es verdad! Los he visto muchas veces en sus joyeros. Es verdad que están un poco pasados de moda, salvo quizá para los hombres.

— Preguntadme más bien por qué razón los lleva hoy, y os contestaré: en honor del joven duque de Buckingham…