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— Pero… ¿por qué?

— ¡ Ah, sois demasiado joven para haber conocido esa asombrosa historia! Vamos antes a felicitar a Monsieur d'Artagnan, que viste por primera vez su uniforme de capitán de los mosqueteros.

El oficial estaba magnífico con su casaca roja con bordados de oro, la llevaba con una desenvoltura perfecta que no dejaba adivinar que había soñado con ella durante treinta años. Recostado contra una de las puertas de la amplia sala, cruzados los brazos, parecía contemplar el vistoso espectáculo, pero un observador atento se habría dado cuenta de que en realidad miraba a Ana de Austria, y que una lágrima brillaba en sus ojos oscuros.

Gramont era al parecer ese observador, porque se detuvo a unos pasos del capitán.

— Luego le saludaremos. Ahora dejémosle con sus emociones.

Esa prueba de delicadeza conmovió a Sylvie más que las incesantes declaraciones de su enamorado. Con un gesto espontáneo, deslizó su brazo en el del militar, lo que pareció colmarle de gozo.

— Contadme esa historia, querido duque.

El vano de una ventana -ese refugio propicio a los apartes cortesanos- les acogió, y Gramont le relató lo que para muchos era una leyenda, y para algunos iniciados la verdad pura y simple: Buckingham padre, perdidamente enamorado de la reina de Francia, había forzado a su soberano, Carlos I, a confiarle una última embajada, y en aquella ocasión Ana de Austria le había entregado como recuerdo los herretes, regalo de su esposo. Richelieu se enteró por sus espías de la historia y encargó a una de sus agentes inglesas, lady Carlisle, que robara uno de los herretes y se lo hiciera llegar. Después se había quejado bonachonamente a Luis XIII de que la reina no lucía nunca un regalo que tan bien le sentaba. El rey no necesitó más para exigir de su mujer que llevase en una fiesta próxima lo que ya no estaba en su poder. Fue entonces cuando un hombre leal, con la ayuda de algunos amigos, fue, poniendo en riesgo su vida, a pedir al duque la devolución de los malhadados herretes, y había tenido la fortuna de entregarlos a tiempo, después de que Buckingham mandara rehacer el herrete robado…

— Ese hombre era D'Artagnan -concluyó Gramont-. Y también es un antiguo amigo mío. No es de extrañar que se emocione al volver a ver esas joyas que le traen tantos recuerdos…

— La reina debió de agradecérselo… regiamente.

— Le regaló su retrato, que él considera su tesoro más preciado después de su espada, pero que le causa muchos problemas con su mujer.

— ¿Está casado?

— Hace unos meses se casó con una viuda bastante guapa y muy rica, pero que le está haciendo la vida imposible. En primer lugar es una beata que salta del lecho conyugal después de cada efusión para pedir perdón a Dios por lo que considera un pecado horrible, y además es tan celosa que no tolera que el retrato de la reina esté colgado en la habitación de su esposo.

Sylvie no pudo evitar una carcajada, y el mariscal añadió:

— ¡No os riáis, por favor, es un caso grave de desavenencia! Y esta noche debe de estar como loca al saber que él ha venido aquí.

— ¿Por qué no le acompaña?

— Está encinta, pero de todas maneras detesta la corte, que considera el colmo de la perversión…

D'Artagnan, mientras tanto, se había dado cuenta de la presencia de la pareja y adivinado que hablaban de él. Se acercó y saludó a Sylvie como una persona feliz por el encuentro.

— Es una alegría volver a veros, señora duquesa. No se me ha olvidado la aventura que corrimos juntos… ni la gratitud que os debo.

— ¿Una aventura? ¿Gratitud? ¿Y yo sin saber nada? -se indignó el mariscal, presa de un ligero ataque de celos.

— Os lo tengo que contar, amigo mío. La señora duquesa es una mujer asombrosa…

— ¿Qué ha sido de nuestro… protegido?

— ¿Saint-Mars? Es brigadier, y ahora lleva una vida de total austeridad. ¡Es íntimo de Colbert, con eso está todo dicho!

— A propósito de amistades -sonrió Sylvie-, ¿me concederéis la vuestra, Monsieur d'Artagnan? El hôtel de Fontsomme no está lejos de aquí, y en él seréis siempre bien recibido…

Con un brillo de alegría en la mirada, el mosquetero se inclinó hacia la mano que se le tendía.

— No hay cuidado de que olvide esa invitación. ¡Gracias, señora duquesa! En lo que se refiere a mi amistad y respeto, son vuestros desde hace mucho tiempo… ¡Oh, os pido excusas! El rey me llama.

La mirada de águila del oficial, acostumbrado a leer en las fisonomías, había atrapado al vuelo un gesto de Luis XIV. Se apresuró a acudir a su lado.

— Me pregunto -gruñó el mariscal- si he hecho bien al acercarme a hablarle. Ese hombre es capaz de asediaros…

— Nadie puede asediarme, como vos decís, si yo me opongo. Deberíais saberlo mejor que nadie, querido mariscal.

La fiesta acabó aquella noche antes de lo previsto. En Vincennes, el cardenal se había sentido lo bastante mal para enviar recado al rey pidiéndole que fuera a verle. Este decidió de inmediato que, desde la mañana del día siguiente, la corte se trasladaría al pabellón del Rey a fin de acompañar al cardenal hasta su última hora. Para Sylvie, eso significaba instalarse con su familia en Conflans para estar más cerca y poder cumplir con su servicio.

El joven Philippe se declaró encantado: le gustaba Conflans casi tanto como Fontsomme, y Sylvie se alegró de poder ver de nuevo a sus amigas Madame de Senecey y Madame du Plessis-Belliére. La única que protestó fue Marie:

— Pero ¿y las bodas, entonces? ¿Hasta cuándo se retrasarán?

— Si el cardenal empeora, será imposible fijar una fecha. La reina Enriqueta y su hija se quedarán en el Louvre, y Monsieur en sus aposentos de las Tullerías para estar más cerca de ellas. El resto de la corte se va con el rey. Ten paciencia -añadió en un tono más suave, al ver la decepción en aquella bonita cara-. Seguramente el retraso no será muy grande.

— Sí, pero si muere mañana habrá seguramente luto oficial.

— Creo que sí, pero como no se trata de un miembro de la familia, el luto será corto. Monsieur no querrá esperar durante meses.

Por la mañana, mientras cargaban en los coches el equipaje personal indispensable -a Madame de Fontsomme le horrorizaban las mudanzas perpetuas, y sus distintas residencias estaban siempre dispuestas para acogerla-, llegó un mensajero de Nicolas Fouquet con una nota escrita que contenía sólo tres frases, ¡pero qué reconfortantes!: «Vuestro atormentador está en la Bastilla. Yo cuidaré de que siga allí. Beso vuestra preciosa mano…»Aquella mañana hacía un tiempo horroroso -lluvia y viento mezclados-, pero Sylvie se sintió de repente tan ligera como bajo un alegre sol de primavera.

— ¡Dios sea alabado! ¡Por fin vamos a respirar! -dijo, al tiempo que tendía la carta a Perceval, que la leyó de una sola ojeada.

— No sé cómo lo ha conseguido nuestro amigo, pero en cualquier caso es una gran cosa ser procurador general del Parlamento.

— ¡A la espera de convertirse en primer ministro, figuraos! Ah, querido padrino, no imagináis hasta qué punto me siento aliviada. La pesadilla se disipa.

En aquel momento Philippe, acompañado por el abate de Résigny, salía de la casa para montar a caballo -se consideraba demasiado mayor para viajar en carroza como un bebé-, y Sylvie corrió hacia él, lo tomó en sus brazos y lo estrechó contra su pecho sin consideración hacia el hermoso sombrero con plumas del que tan orgulloso estaba él.

— ¡Madre! -protestó él, atrapando al vuelo el sombrero antes de que cayera al suelo-. ¿Y mi dignidad? -Y enseguida, repentinamente inquieto, añadió-: ¿Es que no os acompaño? ¿Os estáis despidiendo de mí?

— No, hijo mío. Es sólo que me han venido unas ganas enormes de darte un abrazo. ¡Eres el caballero más guapo que jamás he visto!