— ¡ Ah, eso me gusta más!
La pequeña escena hizo sonreír a Perceval, pero de Marie sólo obtuvo un encogimiento de hombros ofendido. Instalada ya en la carroza, arrebujada en una manta con forro de piel que sólo dejaba asomar la punta de su nariz, toda su actitud expresaba reprobación y un odio indiscriminado a todo el mundo: a la mañana lluviosa, a Conflans, de donde nadie se había preocupado siquiera de saber si el Sena había invadido los jardines, a la familia al completo incluida su madre, al palacio de Vincennes donde Monsieur de Beaufort no ponía nunca los pies porque estaba demasiado cerca del torreón en que había languidecido durante cinco largos años, ¡y sobre todo al cardenal Mazarino por su poca oportunidad para elegir el momento de dejar este mundo!
El todopoderoso ministro no había entrado en la agonía, como lo dejaba suponer su llamada al rey. Simplemente, al saber por los médicos que le quedaba ya poco tiempo, había querido aprovecharlo para dar al joven soberano todos los consejos dictados por una larga experiencia en los asuntos del reino. Durante quince días, en el silencio de su habitación vigilada por el fiel Bernouin y por dos suizos que prohibían el acceso incluso al médico, aquel hombre de cincuenta y ocho años roído por la enfermedad tanto como por el trabajo agotador que llevaba a cabo desde hacía ya tantos años, dictó para los oídos atentos del monarca lo que podía llamarse su testamento político, acompañado de algunos consejos de carácter más secreto cuyos efectos no iban a tardar en verse. A la sombra de los cortinajes de color púrpura, el moribundo de rostro maquillado para intentar ocultar los estragos de la enfermedad dejó caer palabras preñadas de consecuencias, que para algunos habían de resultar más pesadas que la losa de una tumba. Palabras que tenían bien poco que ver con la caridad cristiana que se espera de un hombre próximo a comparecer ante su Creador, pero que Luis XIV escuchó con interés. Para terminar, Mazarino dijo a su rey que le legaba su inmensa fortuna, palabras acompañadas por una expresión que fustigó el orgullo del joven soberano: éste se negó a despojar a la familia de su ministro, por más fuerte que resultara la tentación para un muchacho que hasta ese momento había recibido únicamente la estricta porción congrua o legítima de las herencias. Entonces Mazarino, aliviado, dio un último consejo…
En todo el castillo, alrededor de aquella habitación cerrada, florecían las esperanzas y se desataban las ambiciones. Fouquet pasaba horas en compañía de la reina madre, de la que no ignoraba que era su apoyo más firme; Colbert patrullaba sin cesar por las antecámaras del moribundo, armado de informes que esperaba tener aún tiempo de presentar; el canciller Séguier no conseguía ocultar sus esperanzas de acceder al puesto supremo; la bella Olympe de Soissons se veía ya, como favorita declarada, reinando tanto sobre los sentidos del soberano como sobre los asuntos del reino; únicamente la joven reina rezaba, pero sus damas habían descubierto muy pronto que, de todas maneras, rezaba siempre muchísimo y que, aparte de la pasión que sentía por su esposo, apenas se dedicaba más que a dos actividades: el servicio de Dios y el juego. O mejor dicho, los juegos, y de preferencia con apuestas de dinero. Como nunca los había practicado en el palacio de su padre, ahora se había volcado en ellos con un entusiasmo que le costaba muy caro.
Finalmente, el acontecimiento tan esperado se produjo. En la noche del 8 al 9 de marzo, hacia las cuatro de la madrugada, el rey, que dormía al lado de la reina, fue despertado por Pierrette Dufour, una camarera de María Teresa a la que había encargado prevenirle en caso de que se produjera la muerte: el cardenal había exhalado su último suspiro entre las dos y las tres. Sin despertar a su esposa, se levantó, se vistió rápidamente y fue a la cámara mortuoria; allí encontró al mariscal de Gramont, al que abrazó llorando.
— Hemos perdido un buen amigo -le dijo.
Ordenó de inmediato luto de negro, como para un miembro de su familia; lloró mucho, al contrario que su madre, que apenas derramó alguna lágrima; y pocas horas más tarde regresó a París, donde había convocado consejo para el día siguiente. Detrás de él, el castillo de Vincennes se vació como por ensalmo, dejando al difunto en la total soledad de aquellos de quienes ya nada se espera.
El día siguiente, a las siete de la mañana, el Consejo se reunió en el Louvre, en la sala habitual. Entre ministros y secretarios de Estado, eran siete los reunidos en torno al canciller Séguier, que se daba más importancia que nunca y, desde lo alto de su majestad, lanzaba miradas irónicas al superintendente de las Finanzas, que las desdeñaba olímpicamente. Elegante como de costumbre, impecablemente vestido a pesar de lo temprano de la hora, Fouquet parecía sin embargo más distante de lo habitual y miraba por una ventana el Sena, cubierto por una niebla que no dejaba ver la otra orilla.
Llegó el rey vestido de negro, y cada cual, después de saludarle, se dirigió a su asiento, pero Luis XIV permaneció de pie, lo que obligó a los demás a imitarle. De inmediato se volvió hacia el canciller y le dirigió una mirada bajo la cual éste fue perdiendo poco a poco su soberbia: la mirada de un amo. Y cuando su voz se elevó, también el tono era nuevo.
— Señor -le dijo-, os he convocado aquí junto a mis ministros y mis secretarios de Estado para deciros que, hasta el día de hoy, he tenido a bien dejar que el difunto señor cardenal gobernara mis asuntos. Es hora de que los gobierne yo mismo. Vos me ayudaréis con vuestros consejos cuando os los solicite. Aparte de los asuntos corrientes del sello, en los que no tengo intención de hacer ningún cambio, os ruego y ordeno, señor canciller, que no selléis nada sino por orden mía y sin haber hablado antes conmigo, a menos que un secretario de Estado os transmita las órdenes de mi parte. Y a vosotros, mis secretarios de Estado, os ordeno no firmar nada, ni siquiera un salvoconducto o un pasaporte, sin una orden mía… A vos, señor superintendente, os ruego que os sirváis de Colbert, a quien el difunto señor cardenal me ha recomendado. [16] En cuanto a Lionne, puede estar seguro de mi afecto. Estoy contento de sus servicios.
El discurso cayó como una bomba. Los siete hombres reunidos en torno a la larga mesa no daban crédito a sus oídos. ¡No habría primer ministro! ¡Un Consejo reducido a dar su opinión «cuando se le solicitase»! Y en cuanto a la frase sobre Hugues de Lionne, el encargado de Asuntos Extranjeros, sugería claramente que, si estaba contento con él, es que lo estaba menos con los demás. El canciller Séguier se sintió ligeramente enfermo y volvió pronto a su domicilio, a calentarse entre sus libros y sus riquezas. Fouquet corrió a los aposentos de la reina madre y esperó pacientemente a que se levantara para contarle lo ocurrido. Ella no le dio importancia.
— Quiere hacerse el competente -dijo con un encogimiento de hombros-, pero es demasiado aficionado a la buena vida. Ese hermoso interés por el trabajo no resistirá mucho tiempo, ahora que el cardenal ya no está para mantener apretados los cordones de la bolsa…
¡Era la evidencia misma! Y Fouquet se volvió a Saint-Mandé completamente tranquilizado.
5. La fiesta mortal
Las bodas de Philippe d'Orleans y Enriqueta de Inglaterra se celebraron por fin el 30 de marzo, en la capilla del Palais-Royal, a la sazón residencia de la viuda de Carlos I, madre de la novia. Monseñor de Cosnac celebró ante un altar decorado por las Visitandinas de Chaillot con las flores de cola de pez -rosas blancas y plateadas- que eran su especialidad. Sólo hacía tres semanas que Mazarino había dejado este mundo, pero no fue obstáculo para que fuera la boda más alegre y brillante que pueda concebirse. Madame estaba radiante y Monsieur brillaba como un sol, rodeado por los gentileshombres más guapos de la corte en el papel de satélites, algo eclipsados sin embargo por el deslumbrante duque de Buckingham. Las dos reinas madres se mostraban encantadas. Sólo María Teresa se esforzaba en ocultar sus ojos hinchados de llorar porque su esposo no apartaba su mirada de la novia. Mientras tanto, encerradas en un salón del palacio, las nuevas doncellas de honor esperaban con impaciencia el momento de ser presentadas. Marie, aun con mayor impaciencia que las otras.